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Doña Aurora esperó a don Lorenzo asomada al balcón. Por la calle de los Pasteleros subía un olor dulce y tostado que la transportó a Cempoal, a la miel perfumada con vainilla, a las tortillas y a los braseros de leña. El pequeño Miguel dormía a su lado, su esposo tardaba.

Las campanas de la iglesia dieron la hora tres veces. Nunca se acostumbraría a su sonido. Desde que lo escuchó por primera vez en Sevilla, le parecía que presagiaba la muerte. Lento, acompasado, metálico, anunciando el final de un tiempo que ya está perdido, la imposibilidad de volver hacia atrás. Su esposo tardaba.

Se quitó los botines, liberó su pelo de las peinetas y de las horquillas que lo aprisionaban detrás de la nuca, tiró la basquiña y la camisa a un sillón, y pensó en Diamantina.

Tumbada en el camastro, añorando la dureza del suelo bajo la estera, esperó a su marido con los ojos abiertos.

Se levantó de la cama y se enfundó en una manta.

No soportaba el peso de los cobertores.

Las campanas de la iglesia volvieron a anunciarle que su esposo aún no había llegado.

Diamantina.

La madrugada se colaba por las rendijas de las contraventanas.

El frío.

Las campanas otra vez.

Los faroles apagándose.

Las carretas de los verduleros camino de la plaza del mercado.

El ruido de la calle.

El pequeño Miguel acurrucándose en el calor de la cama.

El olor del pan.

Diamantina.

Los pasos en el corredor.

El chirrido de la cerradura.

La mirada de su esposo intentando ocultar su tristeza.

Las palabras obligadas.

—Lo siento, me puse a dar vueltas y se pasaron las horas.

La princesa se levantó y llevó a Miguel a la habitación de Valvanera. Se echó por encima el vestido y se dirigió al corral, donde Virgilio y José Manuel cortaban ya la leña para la lumbre, y volvió a la alcoba con un cántaro lleno de agua.

Si al menos pudiera bañarse y lavar sus vestidos. Si pudiera seguir los consejos que le dio su madre.

—Para que tu marido no te aborrezca, aséate, lávate y lava tus ropas.

Pero en aquel mundo nuevo no había espacios para abandonarse a las caricias del agua, y los vestidos eran tan rígidos que si los lavaba se arriesgaría a estropearlos.

Doña Aurora vertió en el aguamanil el contenido del cántaro, se colocó delante del espejo que colgaba de la pared, y empezó a enjabonarse. Su esposo la observaba tendido en la cama. Ella se miraba en la luna mientras recorría su cuerpo con las manos.

Se frotó el cuello, las axilas, el pecho, el vientre, los muslos.

Se retrasó en cada movimiento hasta que escuchó el crujido del colchón, los pasos que se acercaban, y la ropa del capitán que caía por el suelo.

Don Lorenzo seguía siendo suyo.

Se levantaron a media mañana, cuando Valvanera golpeó la puerta insistentemente.

—¡Mi señor! ¡Capitán! ¡Tenéis visita!

En el comedor de la fonda, envuelta en un manto oscuro, toda la amargura de la Tierra esperaba a don Lorenzo para estallar en cuanto él la abrazara.

—¡Diamantina! ¡Chiquilla!

Diamantina lloraba cubierta de la cabeza a los pies. El capitán le limpiaba las lágrimas y le acariciaba el pelo bajo la toca.

—¿Qué pasó? ¿Por qué no impidieron la boda tu padre y don Alonso?

—Los dos murieron tres meses después de irte tú.

—¿Y el alcaide Sepúlveda?

—No hizo falta. Me enamoré de tu hermano sin darme cuenta.

Doña Aurora permanecía de pie, detrás del sillón que ocupaba su esposo, inmóvil frente a aquella melena rubia que besaban las manos de su marido.

Al cabo de unos momentos, la joven se recompuso y miró a la princesa.

—Sois muy hermosa. Bienvenida a Zafra.

Después, se levantó de la silla y se dirigió al capitán.

—He de irme. No sabe que he venido, cree que estoy en misa. Por favor, no te enfrentes a él. Yo estoy bien. Todavía le quiero.

Don Lorenzo golpeó la mesa con el puño cerrado.

—¿Le quieres? ¿Y dónde está tu mirada? ¿Dónde se han quedado los ojos que reían a todas horas? ¿Le quieres? ¡No puedo creerlo!

—Créeme, Lorenzo, el matrimonio fue consentido. Él también me quiere, aunque no siempre sepa demostrarlo.

—No es posible, Diamantina, no puede ser. A mí no puedes engañarme.

Diamantina se inclinó hasta que sus ojos estuvieron a la altura de los de don Lorenzo.

—Las cosas han cambiado mucho desde que te fuiste. No intentes comprender. Es mejor aceptarlas como son.

Cuando salió del comedor, doña Aurora dirigió a su esposo una mirada cargada de preguntas. Don Lorenzo la cogió por los hombros y volvió con ella a la habitación. Parecía que el cansancio se hubiera apoderado de pronto de él.

—No me mires así. Es la hija de mi hermana.

La princesa india
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