Capítulo IV
1
Doña Aurora no podía dormir. Valvanera había pasado el calentador por el interior de la cama, pero los embozos continuaban húmedos y el frío se traspasaba a los huesos. Pensaba en su diosa de ónice. Debería haberla protegido mejor, no haber confiado en que la seguridad de una casa no la garantizan las llaves, sino el respeto de los otros. Tendría que haber cerrado las puertas aunque traicionara las enseñanzas que le inculcaron en su colegio de Cempoal, y escondido mejor a su diosa, defenderla de las manos que no deberían tocarla. Pensaba en su besador, en el tacto de su anillo de cabeza de águila, en su madre. En el calor de Cempoal. En las noches templadas. En la Luna azul que descubrió con su esposo. No era el mismo desde que se tropezó con su pasado en el monasterio. Pensaba en los acontecimientos de las últimas semanas, las primeras que pasaban en el palacete del Pilar Redondo. Su diosa de los besos, el látigo del alcaide Bigotes, la gitana, y la lluvia que trajo consigo la maldición de la muerte. Otra vez. Unas semanas habían bastado para destruir los sueños que don Lorenzo construyó para ella. Pensaba en que a veces el destino se distrae y no repara en que sus designios ya se han cumplido. Y actúa de nuevo, inalterable, tenaz, idéntico, con la misma obstinación de sus mandatos anteriores. Comunicó a Diamantina que había otro bebé de la misma manera que la partera se lo había comunicado a su madre muerta hacía veintitrés años. Se lo habían contado tantas veces que el recuerdo se instaló en ella como si pudiera guardarlo en su memoria. Había otro bebé. Otro. Hacía tiempo que no recordaba a su hermano, pero su sino volvía a tocarla para que no olvidara. Otro niño. Otro pequeño que crecería a su lado, junto a María y a Miguel, junto a la niña que mamaba de los pechos de Valvanera. Otro niño que el destino le negaba a su vientre. Desde el día de su matrimonio con don Lorenzo, todos los meses odiaba su mancha roja en la esperanza de verla desaparecer. Pero la marca de su destino la perseguía por dondequiera que fuera, nunca tendría sus propios hijos, nunca sería más que una madre que no llegó a sentir la vida dentro de ella.
El día que nació su hija, Valvanera le pidió que extendiera el libro de la cuenta de los días en el suelo. Debían averiguar el horóscopo de la pequeña Inés para encontrarle su verdadero nombre.
—Busca el signo ascendente si el principal no es favorable, pero no me lo digas, prefiero pensar que los dioses la bendecirán de cualquier modo.
No hizo falta engañar a Valvanera, el bebé nació con la suerte de cara, el signo de la vida se posó sobre ella cuando abrió los ojos. Aunque nunca la llamarían así, el Jade protegería sus pasos.
Las dos saltaban de contento cuando aparecieron en la habitación Miguel y María. Venían de la Plaza Chica, cada uno con su melón y con su maravedí sudando en las manos. El pequeño Miguel le enseñaba su moneda de cobre como si se tratara de un trofeo.
—¡Un señor nos ha regalado los melones!
Ella se volvió hacia Catalina, no le gustaba que los niños aceptaran regalos, le asustaba que hablaran con desconocidos. La criada aumentó su preocupación cuando intentó tranquilizarla.
—No parecía un desconocido, llamó a los niños por su nombre y les dijo que os enviaba sus recuerdos. Le acompañaban cuatro criados moros que también os conocían. Me preguntó cuándo podría haceros una visita para mostraros sus paños.
Les quitó los melones a los niños y se los entregó a Catalina para que los devolviera. Nunca más debía hablar con aquel hombre, y no volverían a la Plaza Chica hasta que los comerciantes hubieran abandonado la ciudad.
Cuando la criada salió de la habitación, encontró en los ojos de Valvanera el mismo terror que los suyos no podían ocultar. Las casualidades no existen, el hombre de negro las había seguido hasta allí. No pararía hasta cumplir sus propósitos.
Valvanera se estremeció, dejó a su hija en la cuna y corrió hasta el ventanal. La princesa pudo sentir su escalofrío cuando descorrió las cortinas y miró hacia la plaza.
—¡Los dioses nos protejan!
Se acercó a la ventana para comprobar lo que no necesitaba comprobación. El comerciante de paños, recostado en el pilón, las miraba con su sonrisa amarilla. La amenaza se desprendía de aquella figura negra sin necesidad de que hiciera un solo movimiento. Valvanera se descompuso. No recordaba haberla visto así desde que los españoles destruyeron el templo de Cempoal.
—¿Qué vamos a hacer? ¿Qué es lo que busca? ¿Por qué nos acosa de esta manera? ¿Por qué?
Sin embargo, ella sabía que el comerciante no necesitaba un porqué, tan sólo necesitaba un quién, y hacía tiempo que lo había encontrado. Pero lo más terrible no era sentir la atracción que la diana ejercía sobre la flecha, sino ignorar cómo, dónde y cuándo la lanzaría el arquero. Valvanera se deshacía en lágrimas buscando una razón, cuando lo que deberían buscar era la estrategia. Sólo si conseguían descifrarla podrían escapar. Había llegado la hora de contarle a don Lorenzo todo lo sucedido en el barco, y de buscar alianzas entre aquellos contra los que el comerciante de paños no podría atreverse. Esa misma noche, habló con su esposo. Excepto el incidente del camarote, le contó todos los detalles de la extraña relación que el hombre de negro había establecido con ella desde la muerte del marinero.
Don Lorenzo escuchó su relato sin pestañear. No parecía sorprendido, pero se alarmó cuando supo de la presencia del comerciante en la plazuela del Pilar Redondo.
—¿Cómo se ha atrevido a acercarse a los niños? Si vuelve a merodear por aquí haré que lo apresen. Nadie volverá a salir de esta casa hasta que el último comerciante de la feria se haya marchado.
Le prometió que nadie saldría de la casa, pero le pidió que solicitara ayuda a su hermano y a los Condes de Feria. La condesa le había mostrado sus respetos en varias ocasiones a la salida de misa. Si supiera lo que estaba pasando, seguro que podría evitar que las cosas se enredaran como en el galeón. Siempre sería mejor adelantarse a las murmuraciones que tener que defenderse de ellas.