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María y Miguel acostumbraban a llamar a Catalina por el sobrenombre de Mamata. Comenzaron a llamarla mamá Catalina cuando se convirtió en su niñera en la Ruta de la Plata, después lo abreviaron y pasó a ser mamá Cata, y de ahí al apodo con que se quedaría para el resto de su existencia. Mamata tenía edad como para ser la abuela de los niños, les cuidaba como las abuelas cuidan a sus nietos, regalándoles el mundo.

Todos adoraban a Mamata. Tenía la virtud de hacer reír a los demás aunque no existiera ningún motivo. Siempre encontraba el lado bueno de las cosas, incluso el de las que nadie hubiera podido imaginar de otro color que el negro más negro de todos los negros. Su capacidad para entretener a los pequeños superaba lo imaginable. Mamata era la bondad andando sobre dos piernas, la imaginación buscando un lugar donde construir sus nidos.

A la princesa no le extrañó que su esposo decidiera dejar a María y a Miguel a su cuidado cuando Valvanera y ella tuvieran que esconderse. Los niños no corrían peligro, la Inquisición sólo les exigía limpieza de sangre cuando alcanzaban la edad de doce años.

Don Lorenzo llevaba dos días fuera de la ciudad cuando Mamata entró en la habitación de doña Aurora, traía la noticia que todos temían desde que vieron galopar al comerciante camino de Llerena.

—¡Ha vuelto!

Doña Aurora bajó al comedor y se reunió con Valvanera y con Juan de los Santos. Debían poner en marcha los planes que le contó don Lorenzo la noche antes de marcharse. Ante todo, debían darse prisa en averiguar quién les traicionaba dentro del palacete. Nadie podría entrar o salir de la casa sin que lo supiera Juan de los Santos. Las puertas y ventanas deberían permanecer cerradas de día y de noche. El carruaje y los caballos siempre preparados para enganchar el tiro.

El marido y los hijos de Mamata vigilaban al resto de la servidumbre desde que desapareció el cofre. Estaba claro que el ladrón pertenecía a la casa; de otro modo, no se explicaba que nadie hubiera visto a ningún extraño subiendo o bajando del piso de arriba.

Tal y como había imaginado el capitán, ningún sirviente hizo nada sospechoso mientras el hombre de negro estuvo fuera de la ciudad. Podrían haber entregado las joyas a los moros de Sevilla, que se turnaban rondando el palacio. Durante el día vigilaban las mujeres, y por la noche lo hacía el hombre que se quedó trabajando en el desescombro de la Puerta del Agua. Pero el comerciante no se habría arriesgado a encargar a uno de sus sirvientes la custodia de las joyas, significaría exponerse a perderlas. Lo más lógico era pensar que el anillo y el colgante seguían dentro del palacete.

En algún momento, el ladrón tendría que reunirse con el comerciante tras su regreso de Llerena. Aún conservaba el botín, y seguro que le ardía en las manos. Vigilarían a todos los criados antes de poner en marcha la fuga; si la responsable era una de las criadas, tendrían que modificar algunos detalles.

Valvanera se mostraba confundida. Doña Aurora y Juan conocían de primera mano los planes de don Lorenzo, pero ella era la primera vez que los escuchaba.

—No entiendo nada, Juan, ¿para qué queremos el carruaje?, ¿tan ancho es el pasadizo?

Su esposo negó con la cabeza.

—El coche es sólo para despistar. No lo utilizaréis vosotras, sino el hijo menor de Mamata y las dos criadas, que se vestirán con vuestras ropas. El carruaje saldrá a toda velocidad de las murallas antes de que termine la misa. Los moros creerán que vosotras vais en el coche y avisarán al comerciante de que os escapáis.

—Pero las moras comprobarán que estamos allí. Y él también lo verá, siempre va a misa los domingos.

—Nadie os verá la cara ese día. Iréis tapadas de los pies a la cabeza. Cuando sus criados le avisen, pensará que sois las sirvientas disfrazadas con vuestras ropas. Saldrá corriendo para alcanzar al carruaje; si logra deteneros, tendrá la mejor prueba que necesita la Inquisición para procesaros. La huida es un delito. No consentirá que os escapéis. Antes de que se dé cuenta del engaño estaréis en El Castellar. El alcaide os esconderá hasta que el Santo Oficio se haya marchado.

—Pero las moras nos seguirán cuando salgamos de misa. Se extrañarán de que vayamos a la Encarnación y Mina.

Doña Aurora sustituyó a Juan de los Santos en las explicaciones. Ese domingo no irían a la misa de la parroquia, sino a la de la Encarnación. Despistarían a las moras en el revuelo de la salida y volverían a entrar en la iglesia. El ecónomo las estaría esperando en la sacristía para llevarlas al túnel. Don Lorenzo volvería de Granada a tiempo de interceptar al comerciante en el camino de Los Santos de Maimona. Si saliese todo bien, no le quedaría más alternativa que aceptar el silencio del capitán a cambio del besador.

—Pero entonces, ¿qué necesidad tenemos de huir? El comerciante no podrá hacer nada sin las joyas. En cambio, si huimos y nos descubren, tendrá la prueba que antes no habría tenido.

Valvanera no entendía que, con colgante o sin él, y con huida o sin huida, sus cabezas peligraban. El hombre de negro ya habría envenenado a los inquisidores de Llerena con toda la bilis que era capaz de producir. El proceso contra los delitos de fe ya estaba en marcha, ni siquiera le hacía falta mencionarlas a ellas para atraer a los jueces a la villa, le bastaba con decir que había descubierto el brote de una secta de alumbrados. No le sería difícil encontrar unos cuantos judíos conversos a los que acusar de no respetar las formas de la religión, de rezar sólo mentalmente y de encomendarse a Dios sin necesidad de confesiones ni de penitencias.

El alcaide Sepúlveda le contó a don Lorenzo cómo solía actuar. Utilizaría las joyas como prueba en el juicio, pero esperaría el momento adecuado para denunciarlas. No se privaría del placer de verlas en la iglesia, escuchando el Edicto que las invitaría a delatarse a sí mismas. Ni de llevarles a casa la lista de delitos del Edicto de Fe, subrayada en los pecados de los que las obligarían a arrepentirse. Les sonreiría cuando las viera caminar hacia la cárcel, escoltadas por los guardas. Allí las estarían esperando los aparatos del tormento, para arrancarles la confesión que limpiaría sus almas de todos los pecados que no quisieran confesar.

El comerciante esperaría todo el tiempo que necesitaran, semanas, meses, años, hasta rematar su faena con las pruebas que las condenarían al sacrificio. Un sacrificio que en el nuevo mundo no servía para dignificar a las víctimas glorificando a los dioses, sino para humillarlas hasta más allá de la muerte. Ni siquiera sus cenizas descansarían en paz.

Valvanera lloraba abrazada a Juan de los Santos, rogándole a la princesa que terminara con sus explicaciones. No quería saber nada más. Únicamente esperaba el momento de huir de aquella pesadilla.

La princesa india
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