Capítulo XI

1

Las casas de Sanlúcar de Barrameda se divisaban a lo lejos como motas blancas cayendo sobre el río. El cielo estaba inmensamente azul. En el castillo de proa, don Lorenzo enseñaba a su hijo los instrumentos de navegación. El pequeño Miguel contemplaba embelesado cada objeto que le mostraba su padre, el astrolabio, la brújula, el octante, el sextante, el cuadrante, el compás, cada uno parecía interesarle más que el anterior. El capitán don Ramiro le miraba sonriendo.

—¡Este niño debería aprender el arte de navegar! En el próximo viaje se viene conmigo de grumete.

Le cogió por debajo de los brazos y le colocó las manos sobre el timón.

—¡Mantén el rumbo! ¡En derechura!

Don Lorenzo se rio a carcajadas cuando el timonel le puso su gorro, le tapaba hasta la nariz. El niño se aferraba al timón como si presintiera que aquel placer duraría muy poco, intentaba liberar sus ojos echando la cabeza hacia atrás, no estaba dispuesto a utilizar sus manos para otra cosa que no fuera gobernar la nave.

Hacía tiempo que no disfrutaba de varias horas seguidas con Miguel. Por fortuna, las cosas habían cambiado, y aquel viaje le daría la oportunidad de pasar con su familia días enteros, sin otra obligación que pasear.

Observó a la princesa apoyada sobre la borda, contemplaba cómo se deshacía en el aire el humo de su cigarro. Llevaba el pelo suelto, ondulado por la presión de las trenzas que acababa de quitarse, un mechón le caía sobre la frente a pesar de que ella insistía en colocarlo detrás de la oreja una y otra vez. Se la veía feliz. No parecía la misma que se abrazó a él llorando desconsolada en el Arenal de Sevilla. Desbordada por la incertidumbre de si volvería a encontrarle, y por la angustia de la huida, que nunca parecía llegar a su fin.

Don Diego Sepúlveda le enseñó una ruta alternativa por la serranía de Córdoba, el viaje era mucho más largo, pero, si los planes fallaban, impediría al comerciante seguirles la pista. Hasta que no llegara a Sevilla, doña Aurora no podría saber que el comerciante ya no las perseguiría nunca más.

Como de costumbre, él viajó por la Ruta de la Plata. Salió al día siguiente del simulacro de juicio en El Castellar. Sabía que el carruaje necesitaría tres jornadas más que ellos para llegar a Sevilla, de modo que podía volver a Zafra, preparar unos baúles de ropa para los niños y para las mujeres, dormir, y emprender el viaje el lunes por la mañana. Llegaría a tiempo de hablar con don Ramiro de su propósito de embarcar en el galeón, y de comprar las cosas que no hubiera podido cargar en el equipaje.

Se despidió de los Condes de Feria, del hijo de don Hernando y del alcaide Sepúlveda, con el agradecimiento rebosándole por los cuatro costados. Y de su sobrina Diamantina, con la admiración que provocan los hombres que ganan la guerra. Su nodriza permanecía junto a ella, dispuesta para echarle una mano en las batallas que le quedaban por delante.

Del hombre de negro no se despidió, le vio partir flanqueado por los soldados del conde, siguiendo al notario que le enviaría a galeras después de leer su sentencia en todas las esquinas de la ciudad. Él no estaría allí para comprobarlo, pero por un momento, mientras se alejaba, creyó verle vestido con el sambenito que deseó para doña Aurora.

De su hermano hubiera querido no separarse, le acompañó hasta el palacio del Pilar Redondo y le propuso que se embarcara con él, un tiempo lejos de Zafra le ayudaría a olvidar. Pero don Manuel deseaba estar cerca de Diamantina cuando naciera su hijo.

Don Lorenzo le siguió hasta el interior del palacete sin plantearse si podría entrar o no. Se sentaron en el comedor y compartieron una jarra de vino como si lo hubieran hecho toda la vida. Al cabo de un rato, Olvido apareció en la sala llevando dos cartas en una bandeja. Se dirigió a su señor, inclinó las rodillas hasta casi tocar el suelo, y extendió los brazos. Don Manuel cogió los rollos de papel y le permitió que se retirara batiendo la mano derecha.

Los abrió y los leyó despacio, sin permitir que se moviera un solo músculo de su cuerpo. Después, dejó caer las cartas, levantó la vista, y le miró. La tristeza de sus ojos sólo podía compararse a la de las madres que pierden a sus hijos.

La princesa india
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