4
Antes de entrar en el palacio, el capitán divisó a doña Aurora asomada a la terraza. Valvanera fumaba un cigarro en el jardín con doña Mencía, las dos mujeres se levantaron de la estera y se dirigieron hacia él. Don Lorenzo no esperó a que cubrieran la distancia que les separaba.
—¿Cómo está mi hijo? Decidle a doña Aurora que quiero verlo.
Valvanera se precipitó hacia las escaleras intentando cortarle el paso.
—Mi señora está descansando. El niño está con ella. Yo lo traeré.
Pero el capitán rodeó a la esclava y subió los escalones de dos en dos.
—No es necesario, gracias, sé dónde está.
Don Lorenzo abandonó el palacio con la imagen de la princesa grabada en la retina. La espalda inclinada sobre la barandilla, las trenzas deshechas, la túnica al contraluz, los pies descalzos, y una mirada en la que resultaba imposible no distinguir la marca de la tristeza y del odio.
No habían vuelto a verse desde la víspera de la salida de Cholula. Ella se volvió sin bajar el pie de la barandilla. Le había dicho que tuviera al niño preparado para abandonar Tenochtitlan en cualquier momento. Quizás ella hubiera querido preguntarle el porqué de tanta precipitación; quizás hubiera querido conocer las razones, pero le había clavado los ojos como si toda su tierra azteca quisiera fulminarle con esa mirada. Como si él pudiera recibir el odio de su pueblo en nombre de todos los españoles.
Y después había vuelto a su posición. Con su pie sobre la barandilla, y su cuerpo desnudo bajo la túnica atravesada por los rayos.
Besó a su hijo sin perder de vista su espalda, sin capacidad para distinguir los sentimientos que le ardían en la cabeza.
—Tened al niño siempre preparado para viajar. Quizá tengamos que abandonar Tenochtitlan en cualquier momento.
Y salió de la terraza antes de que ella pudiera pronunciar una palabra.