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Don Lorenzo de la Barreda no tenía ninguna intención de pedirle ayuda a su hermano, no se fiaba de él. Se ofrecieron las paces para contentar a doña Aurora y evitar más dolor a Diamantina, pero detrás de aquel apretón se escondía demasiado resentimiento como para dar por zanjadas sus diferencias. Más pronto que tarde, la hiel acumulada volvería a brotar a pesar de los buenos propósitos. El nacimiento de la hija de Valvanera le demostró que don Manuel no podría cambiar tan fácilmente. El odio no desaparece con un gesto, necesita del olvido para poder liberarse del poso que lo sustenta. Y tiempo, mucho más tiempo del que su hermano era capaz de concederse para cubrir la distancia que les separaba desde niños.
La pequeña nació a las pocas horas de llegar a la casa. Habían salido de la fonda antes del amanecer para evitar a los curiosos. Diamantina, Catalina y los niños se trasladaron en carromato, pero Valvanera no se encontraba bien y prefirió caminar a soportar el movimiento del carro. A media mañana, la niña lloraba ya en los brazos de su madre.
La noticia llegó al palacio de enfrente sin necesidad de que nadie la llevara. En toda la plazuela se pudo comprobar la potencia de los pulmones de la recién nacida. Diamantina cruzó la plaza cuando escuchó aquel llanto, desoyendo los ruegos de su nodriza.
Don Lorenzo la acompañó hasta la habitación de Valvanera y la contempló mientras mecía a la niña. Sostenía a la criatura con tanto recogimiento, que los mejores pintores hubieran sacrificado una de sus manos por inmortalizar aquella imagen. Abstraída del mundo, la joven no atendía al nerviosismo de su niñera.
—Señora, por lo que más queráis, volved al palacio. Vuestro esposo está a punto de regresar. Se enfadará si no nos encuentra.
Al cabo de unos momentos, apareció otra de sus criadas con un encargo de don Manuel.
—El señor os ruega que volváis inmediatamente. Me ha pedido que os recalque que ha dicho inmediatamente.
La nodriza se estaba poniendo blanca como la pared.
—¡Vámonos, Diamantina! Vámonos si no quieres que se enfade.
Pero los temores del aya se confirmaron enseguida. Diamantina volvió de su sueño de madre cuando escuchó la voz de su esposo subiendo por las escaleras.
—¿Dónde está mi mujer?
Los dos hermanos se encontraron frente a frente, el Señor de El Torno con los gritos a punto de estallar en forma de golpes, y el capitán con la determinación de evitarlos.
—¿De modo que está contigo otra vez? ¡Diamantina! ¡Sal de ahí!
—¡No te atrevas a tocarla!
—¡Nadie me dice a mí lo que tengo o no tengo que hacer con mi esposa! ¡Diamantina! ¡Ven aquí ahora mismo!
—Si intentas volver a ponerle las manos encima, ten por seguro que te arrepentirás antes de que hayas dado el golpe.
Diamantina salió de la habitación seguida de la nodriza. Bajó las escaleras sin mirarles y cruzó la puerta del palacio. Don Manuel no permitiría que nadie volviera a verla hasta pasadas cinco semanas.
Al día siguiente, don Lorenzo tropezó con el comerciante de paños en la calle de los Pasteleros. Cuatro criados obedecían sus órdenes y descargaban piezas de tela en la puerta de la fonda. Enseguida reconoció a los criados. Las dos parejas de moros que despidió en la posada del Arenal. El sudor le empapó las ropas al observar la complicidad de sus miradas y de sus sonrisas. El comerciante tramaba algo.
Cuando doña Aurora le pidió aquella misma noche que acudiera a pedir ayuda a los Condes de Feria, él ya había visitado el alcázar para concertar una cita. El alcaide que gobernaba la fortaleza, el que todos llamaban «el Bigotes», le emplazó a que volviera cuando terminara la feria, los condes estaban de viaje. Don Lorenzo volvió a la semana siguiente, y a la otra, y a la otra, con la esperanza de que los condes hubieran regresado. Tres semanas en las que el comerciante iba y venía de Zafra sin que nadie supiera lo que tramaba. En las que doña Aurora no dormía esperando su zarpazo. Tres semanas de angustia hasta que el alcaide Bigotes le comunicó que los condes habían vuelto y que les recibirían a él y a su esposa el domingo, después de la misa.
Pero al llegar al palacio, la fatalidad volvió a mostrarles su cara. En el patio interior, el alcaide azotaba a una gitana amarrada al brocal de un pozo. Se detuvo con el brazo en alto cuando les vio aparecer.
—Lo siento, los condes han tenido que volver a marcharse a la corte. No podrán recibiros. Y no sé cuándo volverán.
Se quedaron mirando aquella espalda desnuda como si fuera su propia vida, cruzada de rojo por la vara que levantaba el alcaide a la espera de un nuevo golpe. A su alrededor, los pedazos de un búcaro estrellado contra el suelo delataban la culpa que estaba pagando, tenía sed. Don Lorenzo rodeó a su esposa por los hombros y la sacó del patio. Mientras franqueaban la puerta, escucharon la voz de la gitana que lanzaba su maldición contra el alcaide.
—¡Maldito seas, Bigotes, maldito seas! En siete pedazos se ha roto el cántaro. Siete azotes que me has dado. ¡Maldito seas! ¡Quédate con tu agua! Pero te advierto que en siete días tendrás tantas que navegarás sobre ellas camino de tu condena.
Todavía no habían cruzado la plaza del palacio cuando la gitana salió sujetando sus ropas destrozadas contra su pecho. Doña Aurora se acercó hasta ella, se quitó su manto y la cubrió. Después le entregó una bolsa de monedas de plata. La gitana abrió la bolsa, contó las monedas y comenzó a morderlas una por una.
Apostado en la Puerta del Acebuche, en el pasadizo que comunicaba el alcázar con la calle Sevilla, don Lorenzo distinguió al comerciante de paños. Les había estado siguiendo.
Siete días después, el alcaide agonizaba mientras el cielo se cubría de nubarrones. Llovía cuando expulsó el aire de su último suspiro. Llovía cuando le lloraron y le cerraron los ojos. Cuando lo metieron en el ataúd. Cuando le velaron y cuando le rezaron el responso. Cuando su casa comenzaba a llenarse de remolinos de cieno. Cuando se anegó el zaguán, y el patio, y las cocinas, y el comedor donde se instaló el velatorio. Llovía cuando las aguas buscaron su curso y arrastraron su féretro por las calles de Zafra.