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Tres días y tres noches dan mucho tiempo para pensar, pero no son suficientes para preparar una vida nueva. Durante el día, Ehecatl se movía por la casa de un lado para otro, seleccionando las cosas que formarían su equipaje. Objetos que ocupaban un lugar, un orden, un territorio, y que ahora se desparramaban por su habitación como si no les hubiera buscado su sitio, como si nunca más fueran a esperar su regreso. Ehecatl contemplaba parte de sus faldas dobladas en los cestos, sus blusas, sus túnicas, sus sandalias. La ropa que luciría para alguien que todavía no conocía, transformada en bultos que viajarían con ella hacia lo desconocido.

Tres días tampoco son suficientes para elegir lo que formará parte del futuro. Seleccionar es también rechazar, renunciar a lo que se deja, abandonarlo. La princesa miraba sus pertenencias intentando recordar el pasado de cada una de ellas. El collar que heredó de su madre muerta, los libros que aprendió de memoria en el calmecac, las piedras que le regaló Pájaro de Agua para que empezara a practicar como maga. Los brazaletes, los pendientes, las mantas. Todas sus cosas dispuestas en el suelo, esperando la mano que impediría su olvido.

Recorría todas las habitaciones intentando llevarse la imagen intacta de cada una de ellas. Retener cada objeto en la memoria, para volver a contemplarlos cuando estuviera lejos.

En las noches, escuchaba el sonido de las caracolas que marcaban el recorrido de la Luna. No quería dormir. Repasaba uno a uno los años que vivió en la idea de que algún día las ancianas propondrían a sus padres un esposo para ella. Un joven con el que formaría una familia en el mismo lugar donde siempre había vivido. Intentaba mantenerse despierta, pero sus ojos se obstinaban en cerrarse cuando todavía no había apurado sus recuerdos.

Dos días antes de partir, Espiga Turquesa le regaló a una de sus esclavas para que la acompañara en su viaje. Aunque no cabía duda de cuál elegiría, su madre las reunió a todas en el jardín para que Ehecatl decidiera.

—Llévate a la que tengas más cerca en tu corazón.

La princesa se dirigió a Pájaro de Agua y la abrazó. La esclava respondió a su abrazo envuelta en lágrimas. Hacía un año que salió del calmecac, pero desde entonces sólo se habían separado para dormir. El hecho de que hubiera sido ella quien averiguó su horóscopo produjo entre ambas una relación de dependencia que llegaba más allá del cariño. Pájaro de Agua se secó los ojos y procuró que el llanto no le cortara la voz.

—¡Mi niña, tu destino es el mío! Será un honor para mí acompañarte allá donde vayas.

Tres días y tres noches también dan tiempo para momentos vacíos. Ehecatl se acurrucaba en los brazos de su madre, fumaban juntas un cigarro e intentaban imaginar el rostro de los nuevos teules.

A la salida del Sol del día previsto para su llegada, todo estaba preparado. La estera donde dormiría, mantas de algodón, los cestos con las faldas y las blusas bordadas, joyas de acuerdo con su linaje, y una cesta con hierbas y piedras curativas. Entre el equipaje que llevaría Pájaro de Agua, se encontraban los libros que heredó de su padre.

Las esclavas revoloteaban alrededor de la joven, una le ataba los cordones de las sandalias, otra le adornaba los brazos y las piernas con plumas de colores, otra le arreglaba la blusa, y todas se admiraban de la hermosura de la princesa. Parecía una diosa. Mientras Pájaro de Agua terminaba de anudarle las trenzas sobre la espalda, Espiga Turquesa se acercó a ella con una caja de piedra en las manos.

—Tengo un regalo para ti.

Sacó de la caja un colgante que reproducía la imagen de una diosa esculpida en ónice con adornos de plata, lo besó varias veces y se lo colgó a su hija del cuello.

—Llévate mis besos. Cuando sientas mi ausencia, yo estaré allí.

Ehecatl se acercó el colgante a la mejilla, cerró los ojos y lanzó pequeños besos al aire. En el interior del cofre encontró el anillo de oro que llevaba su madre en las grandes ceremonias, una cabeza de águila que se ajustó perfectamente al menor de sus dedos.

La princesa india
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