Capítulo VII
1
Hubiera querido verla otra vez, despeinada y descalza, con el cuerpo transparentándose bajo su túnica. Hubiera querido verla como en aquella ocasión, contemplando los huertos flotantes rodeados de trajineras cargadas de flores. Observando los puentes que unían los islotes de la laguna, rebosantes de colorido. Mujeres ataviadas con vistosas faldas y blusas, campesinos transportando semillas camino del mercado, cestos cargados de plumas que iban y venían en una maravillosa explosión de vida cotidiana.
El hecho de que Moctezuma les hubiera recibido como huéspedes podría haber supuesto el final de la guerra. Quizás el pequeño Miguel, que dormía al lado de doña Aurora envuelto en la manta de peces de colores, hubiera podido ser feliz en aquella ciudad donde cada día parecía una fiesta.
Reclinada sobre la barandilla, la princesa miraba extasiada las flores de las embarcaciones cuando él apareció en la terraza sin que ella advirtiera su presencia. El pelo le caía sobre la espalda con las trenzas a medio deshacer, se cubría el cuerpo con una túnica blanca que le llegaba hasta las pantorrillas, uno de sus pies desnudos se apoyaba sobre la balaustrada mientras el otro permanecía en el suelo. El escorzo de sus caderas, dibujado en el tejido atravesado por los rayos del Sol, provocó en la mirada del capitán una mezcla de deseo y de vergüenza que disimuló con un carraspeo. La princesa giró instintivamente la cabeza, sus ojos atravesaron con dureza los del oficial. Antes de que él pudiera pronunciar una palabra, doña Aurora volvió a su posición y continuó mirando la lejanía. Don Lorenzo besó a su hijo en la frente y se dirigió a la espalda de la joven mientras acariciaba la mejilla del bebé.
—Tened al niño siempre preparado para viajar. Quizá tengamos que abandonar Tenochtitlan en cualquier momento.
La princesa se volvió hacia él, pero el capitán salió del mirador sin esperar respuesta, el desorden de su pelo le acompañaría desde entonces durante muchas noches de insomnio.
Nunca debieron recibir aquellos regalos, nunca debieron entrar en Tenochtitlan. Como tampoco debieron destruir las naves, el valor no se demuestra caminando hacia delante cuando no se puede dar un paso atrás. El valor reside en continuar la marcha aunque exista la oportunidad de volver. Si hubieran conservado al menos un par de barcos, sus hombres habrían podido elegir entre la lealtad y la vuelta a casa.
Conocía las razones que les obligaron a marchar a Tenochtitlan. Sin embargo, la razón sólo convence cuando no se basa en hechos que se podrían haber evitado. Fomentar la creencia en que vinieron del mar, cumpliendo las profecías de los antepasados de los indios, alimentó una leyenda que forzosamente se volvería en su contra. Deberían haber dejado una puerta abierta a la prudencia, pero ya era demasiado tarde. Si rechazaban enfrentarse a los mexicas, sus aliados se alzarían en armas contra los que antes consideraron dioses invencibles. No les quedaban opciones, las puertas estaban cerradas, ellos mismos las fueron cerrando a su paso.
Consiguieron permanecer con vida contraviniendo la lógica de la guerra. Cuatrocientos cincuenta soldados y trece caballos se enfrentaron a más de cincuenta mil guerreros, y ganaron todas las batallas. Pero en Tenochtitlan sería diferente, no podrían vencer al ejército del emperador con su fama de imbatibles y su apariencia de dioses. Ni siquiera vestían ya las corazas plateadas, las habían sustituido por las de los indios porque pesaban demasiado y se recalentaban con el Sol.
Hay bocas de lobo que se atraviesan con la certeza de que se cerrarán para siempre.