Capítulo X
1
A Juan de los Santos no le gustaban los barcos, durante casi todo el trayecto permaneció acostado en su camarote, intentando evitar los mareos que sufría siempre que sus pies no tocaban tierra firme. Sin embargo, a raíz del episodio de las batayolas, se mantuvo vigilante en cubierta identificando a las personas que pudieran ocasionar problemas a doña Aurora y a Valvanera. En aquella ocasión, cuando el calafate se dirigía al palo mayor para cumplir su castigo, reparó en un comerciante de paños que se dirigía al carpintero tapándose la boca. No llegó a saber las palabras que pronunció entonces, pero poco más tarde, cuando el marinero bajó del mástil, observó cómo se le acercaba y le pedía con un gesto que le siguiera. Juan de los Santos se escondió detrás de unos cabos para escuchar la conversación.
El comerciante hablaba mirando a un lado y a otro, procurando que nadie pudiera escucharle.
—¡Ten cuidado con ella! Es una bruja. Me han dicho que en su tierra mató a varias personas con sólo tocarlas. Una de ellas era una niña, a otra le contagió la viruela para robarle a su hija.
El calafate se llevó las manos a la cabeza, sus ojos parecían salirse de las órbitas.
—¡Santo Dios!
La voz del comerciante se alzó levemente mientras recorría la superficie del galeón con la mirada.
—Estas brujas no deberían haber subido al barco. Después de lo que costó librarnos de los moros y expulsar a los judíos, ahora nosotros llevamos a estas malditas indias con sus mestizos a cuestas. Si estuviera en mis manos, ni uno solo entraría en Sevilla.
El contramaestre llamó a la tripulación para la oración vespertina y la conversación quedó interrumpida. El resto de la travesía, Juan de los Santos no perdió de vista la silueta negra del comerciante. Cuando el carpintero cayó envenenado por la mordedura de la araña, sus ojos pequeños y redondos escudriñaban el rostro de doña Aurora, al mismo tiempo que acercaba su boca al oído de otro marinero.
Al día siguiente, Juan de los Santos buscó al capitán y le contó lo sucedido. Sus manos sudaban, apretaba los puños y se estiraba los dedos produciendo unos chasquidos que parecían romper sus tendones.
—¡Capitán! No sé si ha sido una buena idea volver, quizás en las Indias se viviera mejor. Podríamos instalarnos en Cuba, allí ya no hay guerras y con el oro que llevamos nos sobraría para establecernos.
Don Lorenzo le puso las manos en los hombros y le apretó suavemente.
—No podemos consentir que otros condicionen nuestras vidas. No te preocupes y procura que ellas no se enteren de nada de esto.
Juan de los Santos continuó en alerta, sin dejar de vigilar la silueta negra que rondaba por todos los rincones de la embarcación. No se calmó hasta que doña Aurora subió a cubierta con el espejo tras la muerte del calafate, y demostró a los marineros que sus palabras no podían causar el menor daño. Las carcajadas y los cantos de la tripulación relajaron sus nervios hasta que, al día siguiente, el comerciante se le acercó por la espalda y escuchó su voz por encima de su hombro.
—¡Cazador cazado!
El hombre de negro pasó de largo y se volvió hacia él exagerando una reverencia con la capa. Sonreía al hablar, descubriendo sus dientes amarillentos en una mueca que Juan de los Santos no podría olvidar.
—Los que duermen con brujas también arden en la hoguera.
Se marchó inclinando la cabeza, dejando en el aire el olor de las amenazas que pueden llegar a cumplirse.
Volvió a verlo merodear entre los pasajeros y los marineros, asaltando con su presencia a las Chiquillas y a los hijos de los Vizcondes de la Isla de la Rosa, pero no escuchó otra vez aquella voz hasta que una mañana le sorprendió cuando se dirigía a doña Aurora. Su sonrisa amarilla se había transformado en un esfuerzo por disimular interés por la princesa.
—Estáis muy hermosa con ese vestido. Impresionaréis a los paisanos allá donde vayáis. ¿Os quedaréis en Sevilla? ¿O seguiréis camino hacia otra parte?
Juan de los Santos se adelantó a la respuesta de doña Aurora. Se tragó las palabras que hubiera deseado decirle y forzó una sonrisa mayor que la de él.
—Estaríamos encantados de que viniera a visitarnos, pero todavía no sabemos adónde nos dirigimos. Si me decís vuestra dirección, le haremos llegar la nuestra cuando estemos instalados.
El comerciante de paños volvió a exagerar una reverencia, primero a doña Aurora y después al mozo de espuela, su rostro recuperó la mueca del que oculta una promesa en sus palabras.
—Aceptaré vuestra invitación gustosamente. Volveremos a vernos.
Al cabo de unos días, los gritos del vigía, y su brazo extendido señalando a estribor, lanzaron a todos los pasajeros hacia la borda.
—¡Tierra! ¡Tierra a la vista!
La desembocadura del Guadalquivir se dibujaba poco a poco para los ojos de la tripulación, acostumbrados a distinguirla en la lejanía.
—¡Sanlúcar de Barrameda! ¡Allá vamos!
Sin embargo, la mayoría de los pasajeros buscaba sin resultado una fractura en la línea divisoria que separaba el cielo del mar, el único paisaje que habían visto desde hacía casi dos meses.
—¡No la veo!
—¿Dónde?
—¡No veo nada!
Doña Aurora se precipitó a la barandilla con el pequeño Miguel de la mano. Sus pies, aprisionados en los botines, no dejaban de moverse. Don Lorenzo se acercó hasta ellos y contempló el horizonte, enorme y azul. Levantó al niño en los brazos y susurró al oído de la princesa.
—Te regalo la primera mancha de tierra que veas.
Doña Aurora retiró la cabeza y señaló hacia el este. Una sombra grisácea se adivinaba sobre las aguas. El capitán apoyó su barbilla contra el hombro de Miguel y sonrió.
—Tu madre es una tramposa, Miguelete, ya lo había visto.
Los tres reían a carcajadas cuando don Lorenzo divisó la figura negra del comerciante que les observaba desde el castillo de popa. Aquel hombre le ponía nervioso. La primera vez que lo vio, taladraba a doña Aurora con la mirada mientras cuchicheaba con un marinero. En ese momento le hubiera quitado a golpes las ganas de volver a mirarla, pero los marineros andaban inquietos por la muerte del calafate, y no quiso empeorar las cosas. Desde entonces, lo veía merodear entre la tripulación, a veces señalaba a la princesa disimuladamente y se tapaba la boca, urdiendo una tela que aprisionaba sus sueños y no le dejaba dormir. La duda entre dejar que las cosas siguieran su curso o intervenir hasta obligarle a contar lo que tramaba le mantenía despierto durante casi toda la noche.
Pensó en pedirle consejo a don Ramiro, él tenía que conocerlo de otros viajes, pero no quería molestarle con algo que quizá no tuviera importancia. Podría decirle a Juan de los Santos que lo vigilara, pero hubiera levantado las sospechas del comerciante y empeoraría la situación. Debería decirle a doña Aurora que tuviera cuidado, pero ignoraba de qué.
La incertidumbre le mordía. Sabía que a veces las decisiones se convierten en errores que no tienen remedio. Y no quería tener que lamentarse. La precipitación no es buena aconsejando. No quería volver a soportar el peso de la equivocación. Tenía que cuidar de ella, debía protegerla. No volver a cometer errores, no volver a caer en la trampa de las prisas. No fallarle otra vez. No volver a sentir su ausencia como una garra, como una boca abierta amenazando su estómago. El miedo. El recuerdo de la huida que se convirtió en un desgarro. Su sueño destrozado en la salida de Tenochtitlan. La pérdida.