2

Don Lorenzo se lamentaba reconstruyendo una y otra vez los pasos que le llevaron hasta perderla. No previó las consecuencias de desandar el camino que les habría facilitado la salida, y permitió que se hundiera en un desastre que cualquier soldado habría sido capaz de reconocer.

Retrocedieron, cuando la salvación estaba en marchar hacia el frente. No se arriesgó a cruzar la calzada. No vio que el peligro se encontraba si volvían hacia atrás, aunque la lucha les esperaba adelante.

Consiguió escapar y llegar a las puertas de Cholula, pero no encontraba la paz que le devolviera el sueño. Sus ojos se negaban a cerrarse desde la misma noche en que salió de la capital de los mexicas. La culpa. Y ahora no puede dormir.

Más de la mitad de los soldados cayeron en la batalla. El mayor desastre que don Lorenzo habría de presenciar. Siete mil personas intentando esconderse entre la niebla, conteniendo el aliento. Nadie reparó en que el silencio de siete mil almas se puede escuchar, a pesar de que no hablen una sola palabra.

Desde las terrazas y desde los templos llegaron los gritos de los mexicas arengando a los guerreros a perseguir a sus enemigos.

La noche anterior, don Lorenzo había subido a la habitación de doña Aurora para indicar a las mujeres el lugar que les correspondía en la retirada. Valvanera preparaba unos cestos donde guardaba las cosas que llevarían consigo. Al comprobar el volumen de los bultos, el capitán se dirigió a las mujeres en tono tajante.

—¿Estáis locas? Esto no es una mudanza, salimos huyendo. ¡Deprisa! Bajad al jardín. No hay tiempo que perder.

La princesa intentó buscar algo entre los cestos, sujetaba a la espalda a la pequeña María, enrollada en una manta que anudaba en uno de sus hombros. El capitán se colocó frente a ella y la empujó hacia la puerta.

—No hay tiempo, doña Aurora, la vida vale más que cualquier cosa que haya en el cesto.

La princesa inició la huida como el resto de la Coalición, en silencio absoluto. De puntillas. Comenzaba a caer una lluvia fina que les calaba sin que se dieran cuenta. Apenas habían atravesado los primeros canales cuando se escuchó el grito de una mujer asomada a una terraza.

En sólo unos minutos, los canales se llenaron de barcas protegidas por escudos. Al final del camino empedrado, miles de guerreros esperaban a los españoles para cortarles la retirada.

Juan de los Santos corría llevando de la mano a Valvanera, que cargaba al niño a la espalda; la princesa llevaba a la pequeña María, intentando protegerla de la lluvia de flechas. El capitán las cubrió con su escudo y se volvió a su mozo.

—¡Llévatelos al palacio! Volveré a buscaros con un pelotón.

Cuando la huida se convirtió en desbandada, volvió a recogerlos con cincuenta soldados. Valvanera y Juan de los Santos les salieron al encuentro con el pequeño Miguel. La criada lloraba.

—¡No encontramos a mi señora! Subió a la habitación para buscar su besador. Hay fuego por todos lados. La pequeña María iba con ella.

Cincuenta hombres buscaron a la princesa hasta que la prudencia les obligó a abandonar lo que quedaba del palacio. En su camino de vuelta a la calzada, se cruzaron con numerosos soldados que buscaban el refugio que ellos acababan de abandonar. Don Lorenzo les conminaba a dar la vuelta sin que sus advertencias sirvieran de nada.

—¡Volved a la calzada! El palacio está ardiendo, los indios lo tienen rodeado. Allí no hay salvación posible.

La calzada se había convertido en un campo sembrado de muerte. Las tropas que pudieron atravesarla corrían despavoridas, perseguidas por los guerreros mexicas. Don Lorenzo cabalgaba con el pequeño Miguel. Valvanera y Juan de los Santos, encaramados en una mula que había perdido a su dueño. El capitán la encontró cuando se dirigía al palacio, asustada y cargada de oro.

Caminaron durante horas hasta dejar atrás a sus perseguidores. En el primer alto en el camino, don Lorenzo abrazó a su hijo y recordó el olor de la arena del mar.

Se detuvieron alrededor de un ciprés al que los indios llamaban ahuehuete. Juan de los Santos se recostó en el tronco. Don Lorenzo permanecía de pie, intentando proteger a su hijo de la lluvia con su rodela, el escudo se había convertido en un amasijo abollado de hierro pintado de negro. El mozo de espuela respiraba jadeando y comprobaba el número de lingotes que conservaba todavía. Se entretenía apilando el oro que iba sacando de las alforjas, cuando don Lorenzo se acercó y deshizo los montones de una patada.

—Los mexicas nos pisan los talones ¿y tú te dedicas a contar el maldito oro? ¡Guarda eso!

Los gritos de los mexicas se escuchaban cada vez más cerca, don Lorenzo detuvo a Juan de los Santos y cargó las alforjas sobre la mula.

—Parece que se acercan. ¡Vámonos!

Subió a su caballo, cargó a la grupa al pequeño Miguel y le tendió la mano a Valvanera para ayudarla a montar. La criada le miró con los ojos vidriosos.

—¡Capitán! ¡Os lo ruego! Dejad que vuelva a buscarlas.

Don Lorenzo no contestó, se giró hacia Juan de los Santos y señaló el estribo que había dejado libre para la criada.

—Súbela, que sujete bien al niño.

Valvanera montó detrás de Miguel y continuó suplicando y reprimiendo las ganas de llorar.

—¡Capitán! ¡Por favor! Yo sabría esconderme entre los mexicas. Tengo que encontrarlas.

El capitán espoleó al caballo y salió a media rienda, ocultó su cara bajo el yelmo y contestó sin mirar hacia atrás.

—Ya viste cómo estaba el palacio, aunque las llamas se hubieran apagado no podríamos hacer nada por ellas, los mexicas lo habrán tomado ya. Créeme, no hay nada que podamos hacer.

Don Lorenzo pensó en los barcos que dejaron en Veracruz. Volver. Olvidar el horror y educar a su hijo lejos de las batallas. Buscar en su tierra roja las raíces de las que huyó, en un tiempo en el que la vida parecía una aventura. Regresar al sabor del vino, al pan, al aceite. Olvidar corazones que laten en las manos.

Valvanera lloraba en la grupa abrazada al pequeño Miguel. El capitán recordó las lágrimas de la princesa cuando murió doña Mencía, sus golpes contra el suelo. Apretó las riendas hasta clavarse las uñas en las palmas. No debió ordenarles que fueran al palacio. El sabor del pan con aceite. Debió permitir que corrieran hacia la calzada junto a los demás indios, algunos consiguieron sobrevivir. Su silueta debajo de la túnica. Caracoles con chile. El olor del vino y de la tierra roja. Parecía una gitanilla con los dos niños en jarras. Volver a contemplar las cepas y los olivos desde la choza de los aparceros. El desorden de su pelo. El mercado. Los alfareros que enseñan a mentir al barro. Don Lorenzo se quitó el yelmo y buscó el aire inclinando la cabeza hacia atrás, estaba a punto de amanecer. Llovía.

La princesa india
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