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La casa que el capitán heredó de su padre llevaba más de quince años deshabitada. Los tejados se habían hundido, y las paredes, los patios y las cuadras habían criado tanto moho que sería difícil eliminar el olor a humedad que rezumaba por todas partes. Juan de los Santos se encargaba de vigilar los trabajos de restauración. Alarifes, aprendices, canteros, albañiles, forjadores y tallistas se afanaron en reconstruir tanto el interior como el exterior de la vivienda.
Más de cuatro meses les costó que aquel palacete, que el primer Señor de El Torno aceptó como pago de una deuda pensando en el futuro de su hijo menor, estuviera preparado para recibir los muebles. Cuatro meses en los que Juan de los Santos apenas se movió de la plazuela del Pilar Redondo.
Don Lorenzo quería trasladarse a finales de septiembre, antes de que comenzara la feria de San Miguel. Para esas fechas, la ciudad estaría abarrotada y la posada no sería un buen sitio para su familia. Por otra parte, Virgilio y José Manuel tenían clientes fijos que acudían todos los años a la feria, y necesitarían las habitaciones que ellos ocupaban. Comerciantes y ganaderos que acudían, desde todas las partes del reino, atraídos por la fama de sus paños y de su ganado.
Como todas las mañanas, antes de ir a la plazuela, Juan de los Santos se dirigió a la calle Sevilla con una bolsa repleta de ducados para pagar las compras de doña Aurora. Jamás regateó el importe. Entregaba en cada comercio el precio que el dueño le fijaba y se encaminaba al palacete con la bolsa vacía y el encargo de saludar a doña Aurora de su parte.
Le sorprendía que sus paisanos la trataran con tanto respeto. Seguramente, al margen de las pequeñas fortunas recibidas por cada compra, la cortesía de los comerciantes se debía a que nunca habían visto a una princesa.
Aunque circulaba el rumor de que tenía poderes mágicos, igual que la esclava que se había traído de las Indias, su alta cuna, su belleza y su porte la rodeaban de un halo de misterio que incitaba a sus vecinos a la curiosidad más que a la desconfianza.
A veces, cuando se dirigía a la plazuela del Pilar Redondo, se encontraba con el aya de Diamantina y le preguntaba por ella, pero siempre parecía tener prisas, le contestaba precipitadamente y aceleraba el paso. En realidad, no le hacían falta sus respuestas para saber de ella, las veía prácticamente a diario cuando salían camino de la iglesia. Siempre tapada con su capa, escondida detrás de una toca que casi le llegaba a la cintura.
Una mañana la vio salir sola del palacio, parecía que andaba con dificultad. Juan de los Santos la abordó antes de que atravesara la plazuela camino de la iglesia.
—¡Buenos días te dé Dios, Diamantina!
La joven sujetó su toca con las dos manos, dejando ver únicamente uno de sus ojos.
—¡Que él te acompañe, Juan!
Su voz derramaba las lágrimas que le negaban los ojos. No quiso importunarla, la dejó alejarse arrastrando los pies, envuelta en la oscuridad de sus telas, arrugándose con cada paso. Nunca había visto caminar a la tristeza tan sola.
Al día siguiente, don Manuel salió con ella y se marcharon en la misma dirección. Ella continuaba escondiéndose detrás de la toca, él la ayudaba a caminar sujetándole el brazo.
Durante varios días los vio ir y venir a la misma hora, en silencio absoluto, mirando el empedrado de la calle como dos penitentes, hasta que la criada ocupó otra vez el puesto de don Manuel en las salidas de la joven.
Al final de cada jornada, don Lorenzo le esperaba en la fonda. Era raro el día en que no le preguntaba por su sobrina.
—¿Has visto a Diamantina?
Juan de los Santos siempre le contestaba procurando parecer intrascendente y desviando la conversación.
—La vi salir hacia misa, como de costumbre.
—¿Está bien?
—Yo la veo bien. ¿Y las viñas? ¿Cómo van? ¿Será buena la cosecha de esta temporada? ¿Habrá buenos caldos?
—Creo que sí, los racimos están prietos, y la uva, dorada.
—¿Cuándo empezarás con la vendimia?
—La semana que viene. ¿Nunca te pregunta por mí?
—Nunca. ¿Ya tienes vendimiadores?
—Sí, sí, claro. Ya ha venido la cuadrilla.
Don Lorenzo se enfrascaba en sus pensamientos hasta que bajaba doña Aurora con los niños. Después de cenar, les contaba cuentos a los tres al calor de la chimenea, y abandonaba el gesto que le arrugaba la frente cuando pensaba en su sobrina.