3

El aya de Diamantina regresó al palacio pasadas las seis de la tarde. Estaba preocupada. Como todos los años, su familia participó en los preparativos de la Velá del Pozo con el resto de los judíos conversos. De puertas afuera, sonreían y bromeaban, pero de puertas adentro la situación era muy diferente. Uno de sus sobrinos había infringido las normas del Santo Tribunal que prohibían a los hijos y nietos varones de condenados llevar armas, oro, montar a caballo y tener un oficio honroso. El joven no se resignaba a pagar las penas que la Inquisición impuso a sus abuelos y a sus tías hacía diez años. Había montado en secreto una tienda de guantes con el hijo de un caballero al que le unía una fuerte amistad. Su amigo se encargaba de la venta al público, pero él trabajaba en la confección de las prendas y, en varias ocasiones, le acompañó a caballo hasta Sevilla para entregar los pedidos que les encargaban otros establecimientos. Toda la familia rezaba para que nadie le denunciase.

La nodriza encontró a Diamantina sentada en un sillón, trabajando en uno de sus bordados.

—¿Qué te pasa? Traes mala cara.

El aya se sentó en un taburete y comenzó a ordenar el cesto donde guardaban los hilos.

—¡Ojalá mañana pudiera huir toda mi familia también!

Diamantina dejó su labor y le acarició el brazo.

—No te preocupes, ya habéis pasado por esto otras veces, es duro, pero nunca habéis tenido problemas.

—Lo sé, pero cada vez se hace más cuesta arriba. Algún día, mis sobrinos estallarán. Uno de ellos ha estado al borde de quemar el sambenito de su madre.

—¿Y cómo están tus hermanas?

—Demasiado bien para lo que llevan encima. No sé cómo no se han vuelto locas. Si las vieras remendando y blanqueando los hábitos. ¡Menos mal que mis pobres padres han dejado ya de sufrir!

Las hermanas de la nodriza debían vestir sus sambenitos cada vez que se celebraba un Auto de Fe. Fueron denunciadas por blasfemia junto a sus padres. A ellas las condenaron a vergüenza pública, y a vestir las insignias en la misa del domingo durante cinco años, y en todos los autos que se celebraran en la villa hasta su muerte. Pero los jueces consideraron que no había suficientes pruebas contra sus padres, y sus procesos quedaron en suspenso. Hasta el final de sus días vivieron bajo la amenaza de sus causas abiertas a nuevas testificaciones y diligencias, con la posibilidad de ser reanudadas en cualquier visita de distrito.

La nodriza tenía grabadas en la memoria las voces del pregonero que acompañó a sus hermanas por las calles de Zafra, y la mirada de odio del ministro del tribunal que vigiló su humillación. Las dos amordazadas y sujetando su vela, escuchando en cada esquina la sentencia que les obligaba a encadenarse a una túnica blanca de por vida.

Se volvió hacia Diamantina y se echó a llorar. No podía apartar de su mente la imagen de la última procesión. Los arcabuceros que habían hecho la guardia aquella noche en el Palacio de Justicia detrás de la Cruz Verde. Los ciriales con velas amarillas apagadas, las cruces de San Andrés, de Alcántara y de Santiago con velas negras, y los clérigos de las parroquias con sobrepellices y velas apagadas. Las estatuas de los condenados que lograron huir antes del cumplimiento de las sentencias, y que serían ajusticiados en imagen. Las arcas con los huesos de los difuntos. Sus hermanas caminando entre los casi cincuenta penitenciados, con sus insignias de sambenitos y sus velos, con la cabeza gacha, para no soportar las miradas de los balcones. Sus padres acompañándolas, apoyándose en las varas de justicia que les obligaron a llevar. Los ministros que aplicaron la tortura, el resto de las familias de los reos, sus hermanos, sus cuñados, sus sobrinos, sufriendo el dolor de los condenados y su propia humillación. Los gritos de muerte al perro judío. Los comisarios y los notarios. Y los cuatro relajados que morirían en la hoguera, con una cruz en las manos, con sus sambenitos y sus coronas de llamas. Los vítores y el llanto.

Ella perdió el sentido cuando pasaron los cuatro caballeros que cerraban el cortejo, uniformados según las órdenes militares que representaban. Sobre unas andas, transportaban las arquillas donde custodiaban las sentencias.

La nodriza no paraba de llorar. Se abrazó a Diamantina y se dejó llevar por el recuerdo.

—No soportaré verlas en otra procesión.

Diamantina le daba palmaditas en la espalda.

—¡Vamos! ¡Tranquilízate! Queda mucho tiempo para el Auto, no te derrumbes todavía, tus hermanas te necesitan fuerte. Y yo también. Recuerda que mañana será un día importante. Diremos adiós a la jaula.

Sólo quedaban algunas horas para que abandonaran el palacio, la nodriza se recompuso y se secó los ojos.

—¡No te preocupes! Ya estoy bien. Tienes razón, ahora lo más importante es que mañana volarás.

Al cabo de unos momentos, Olvido apareció en el dormitorio con un papel en la mano. Después de leerlo, Diamantina lo arrojó a la chimenea, cerró la puerta y habló en voz baja dirigiéndose a su nodriza.

—Tenemos que estar preparadas a las once y media. Las criadas de la princesa vendrán al palacio vestidas de doña Aurora y de Valvanera. Fingirán que vienen a verme antes de irse a misa. Doña Aurora, Valvanera y Mamata esperarán un rato, hasta calcular que haya empezado el ofertorio, y saldrán en el carruaje.

El aya miró a la esclava y después a Diamantina.

—¿Qué pasará con Olvido?

La joven tomó las manos de su esclava entre las suyas.

—Tú te quedarás hasta que mande a buscarte, cuando estemos instaladas. Le dejaré una carta a mi esposo, sabrá por qué me voy y dónde podrá encontrarme. No tienes nada que temer, no irá contra ti.

La noche se había cerrado de repente. Las campanas de la iglesia anunciaban las siete y media cuando el mayordomo llamó al dormitorio. Olvido esperó a que su señora se metiera en la cama y abrió.

—¡Buenas tardes, señora! ¿Da usted su permiso?

—¡Buenas tardes, Fermín! ¡Pasa!

El mayordomo venía acompañado de dos sirvientes que arrastraban un baúl.

—Señora, don Manuel me ordenó que si la serpiente aparecía otra vez, preparáramos su equipaje y la lleváramos a la Gavilla Verde. Me acaban de decir que un cura de la Puebla la ha visto esta misma tarde. El coche os espera.

Diamantina miró a Olvido y a su aya. Las tres mujeres pusieron la misma cara de espanto. La nodriza se acercó a los criados y les señaló el lugar donde debían dejar el arcón.

—No son horas para andar de viaje con una enferma. Está muy débil, debería descansar.

La señora se tocó la frente y buscó la mano de su esclava.

—Así es, debo reponer fuerzas antes de iniciar el viaje. Volved mañana después de la misa de doce. Estaré preparada.

Cuando el mayordomo se marchó, Diamantina se levantó y las cogió a cada una de una mano.

—¡Por favor! No me dejéis sola esta noche.

La princesa india
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