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Volar, ella siempre había deseado volar. Elevarse a las alturas y contemplar el suelo desde los ojos de un águila. El viento de su nombre la impulsaría hasta alcanzar el azul, donde los guerreros del Sol construyen los sueños de los hombres. Caminar sin posar los pies en la tierra, planear sobre las desdichas de la vida y perseguir su sueño, aunque algunos intentaran cortarle las alas.
Desde que subió a la canoa huyendo del incendio en Tenochtitlan, su único deseo fue sobrevivir, llegar a Cholula con la pequeña María para esperar a don Lorenzo, que él también hubiera sobrevivido y recuperar al pequeño Miguel y a Valvanera, feliz con el hombre que siempre cuidaría de ella.
En las casas de la muralla, las mujeres que compartieron su huida se animaban unas a otras sin demasiadas esperanzas en que sus hombres volvieran. Todas pudieron ver la calzada de Tenochtitlan desde la laguna, miles de guerreros mexicas rodeando a las fuerzas de la Coalición, que caían a manos de sus enemigos o desaparecían en las aguas de los canales. Resultaba difícil pensar que alguien pudiera haber salido con vida de allí. Pero sólo hace falta visualizar los sueños para que se hagan realidad, la imagen de don Lorenzo, cruzando la puerta de la casa de la muralla, la acompañaba dormida y despierta.
Aferrarse a su sueño y conseguir que se cumpliera. El capitán llegaría hasta la casa de la muralla, le diría que la cuidaría para siempre y no tendrían que separarse el resto de sus vidas.
Sin embargo, los sueños se mezclan a veces con las pesadillas. Don Lorenzo apareció en la puerta de su casa de Cholula y ella se lanzó hacia él, sin pensar que otros brazos podrían atraparla al mismo tiempo. Aceptó convertirse en su esposa, pero olvidó que su cuerpo podría recordar heridas que ya habían curado.
Cuando su esposo descargó su peso sobre ella, temió que la sombra de don Gonzalo de Maimona se interpusiera entre los dos, pero don Lorenzo buscaba mucho más que un cuerpo en el que volcar sus caricias, alzó con ella las alas y se elevaron juntos hasta perderse en los deseos del otro. El vuelo confundido bajo la forma de un escalofrío, de un temblor, de una pregunta.
—¿Me amas?
Don Lorenzo preguntaba una y otra vez aunque su respuesta se repitiera invariable.
—¿Me amarás siempre? Dime si me amarás siempre. Dímelo, chiquinina, quisiera oírlo hasta que se desgasten las palabras.
Un hombre rendido ante una mujer. Un hombre corpulento y valeroso, que se enfrentaba a la muerte en cada batalla, suplicando y consultando los deseos de alguien a quien podría exigírselos.
—Si pudiera volar, te llevaría conmigo a la Luna. ¿Me dejas que te rapte?
Sus sueños enredados en los sueños del otro, sin saberlo, sin habérselo contado nunca. Volar a la Luna.
Desde su reencuentro en Cholula, y durante los meses que permanecieron en Tlaxcala, no se separaron más que cuando el capitán acudía a las llamadas a consejo. Parecía que la vida por fin le regalaba la tranquilidad. Sin embargo, todavía le quedaban por pasar más de ocho meses de infierno. Su esposo la envió a Cempoal mientras él partía de nuevo a la guerra. Ocho meses en los que recuperó las caricias de su madre, en los que por primera vez escuchó palabras hermosas de su padre, en los que su hijo aprendió a caminar. Ocho meses en los que habría merecido la pena guardar el resto de la vida, si no fuera porque no podía evitar la angustia, la soledad, el miedo a perder a la única persona que le faltaba.
Cuando don Lorenzo se acercó al galope y ella se colgó de su cuello para volar en sus brazos, la felicidad dejó de ser una palabra que siempre había pronunciado para otros. Su regreso trajo de nuevo las preguntas que obtenían las mismas respuestas, las caricias, los besos, las noches. Los estremecimientos que la transportaban hasta un cielo repleto de estrellas.
—¿Me sigues amando? Hoy ha nacido la Luna llena otra vez, como ayer, es azul. ¿Quieres que vayamos a nadar?
Y la posibilidad de decidir, la voluntad puesta en sus manos, rompiendo el muro que la aprisionaba desde que le alcanzaba el recuerdo.
—¿Te gustaría conocer mi tierra? Si tú quisieras, podríamos vivir en la casa que heredé de mi padre. Desde un monte cercano se ven los viñedos como si fueran el mar, un mar verde como el color de la uva. Las viñas se funden con la tierra para sacar lo mejor de ella, es una pena que en este clima no puedan cultivarse.
La tierra roja de sus antepasados convertida en un nuevo sueño que compartirían con el pequeño Miguel, con Valvanera, con María y con Juan de los Santos. La vida cotidiana. El hogar.
Y su nombre, su nombre recuperado para los labios de su esposo. El viento pronunciado en susurros, bajo la Luna llena y azul.
—¡Ehecatl! ¡Ehecatl!