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Juan de los Santos no imaginó que encontraría el amor en las Indias, seguía a don Lorenzo desde que murió el viejo Señor de El Torno cuatro años atrás. El heredero del señorío no permitió a su hermano menor continuar en el palacio paterno, a menos que aceptara casarse con la pequeña Diamantina. Don Lorenzo prefirió embarcarse a la aventura antes que el matrimonio con la joven, que sólo acarrearía desgracias para todos. Las andanzas de su señor le llevaron hasta Valvanera, su india del color del caramelo.

Desde que era un hombre casado, su deseo de volver a su tierra extremeña se había convertido en una obsesión. Nunca le gustó la vida de campaña. Él no era un hombre de guerra, su pasión era montar a caballo, acompañar al capitán a recorrer los viñedos y los olivares para hablar con los aparceros, y subir hasta la alcazaba de la sierra de El Castellar. Desde aquella fortificación, construida sobre un murallón de piedra vertical, se dominaba la planicie que se extendía a oriente y occidente, la Alconera, la Parra, la Puebla, Feria, incluso los montes de San Jorge podían distinguirse en los días muy claros. La alcazaba se remontaba a los tiempos en que rivalizaban los reinos de taifas de Badajoz y Sevilla, don Lorenzo lo visitaba casi a diario desde que era pequeño, su parentesco con el hijo del oficial de Contaduría del alcaide le permitía sentirse en la alcazaba como si estuviera en su propia casa.

El mozo añoraba el clima de su tierra, el frío del invierno y el calor del verano. Mientras se dirigía a Cempoal, se dio cuenta de que era la primera vez que se separaba de don Lorenzo desde que éste nació, hacía treinta y dos años. Él le enseñó a montar cuando apenas levantaba unos palmos del suelo. Le ayudó a ponerse su primera armadura. Le llevó en sus viajes organizando el transporte de la uva y de la aceituna por las rutas de Almendralejo, de Llerena, de Mérida, de Don Benito. A pesar de que se llevaban casi diez años de edad, compartieron juegos y correrías en las que, en más de una ocasión, tuvo que protegerle de su madre.

La idea de volver a Zafra con Valvanera le rondaba desde que le prometió que siempre cuidaría de ella el día que volvieron de Veracruz porque los mexicas habían sitiado el palacio de los capitanes. Juan de los Santos cumplió su promesa, la acompañaría durante el resto de su vida. Se dirigía a Cempoal con la certeza de que su capitán volvería para llevarlos a casa.

Su esposa y doña Aurora entraron en la ciudad con la emoción contenida en los ojos, cada una llevaba un niño a la espalda. Chimalpopoca y Espiga Turquesa, alertados por la noticia de su llegada, salieron a la gran avenida para recibir a su hija convertida en la esposa de un teul. El cacique se acercó a la princesa y se arrodilló suplicando su bendición, su madre los contemplaba unos pasos atrás, sujetando en sus manos un incensario y un penacho de plumas blancas. Después de que la princesa rozara con sus dedos la cabeza de su padre, el cacique la sahumó cuatro veces y le colocó las plumas como si la estuviera coronando. El olor del incienso invadió la avenida.

Valvanera se volvió hacia Juan de los Santos y le explicó el rito de las bodas.

—Los padres bendicen la unión de los esposos.

Se instalaron en la casa del cacique y esperaron el regreso de las tropas entre la calma de una vida de familia y la inquietud por el destino del capitán. Los pequeños Miguel y María, convertidos en centro de atención, se soltaron a caminar sin necesidad de ir sujetos de la mano. Valvanera y doña Aurora mantenían largas conversaciones con Espiga Turquesa fumando sus pipas.

El cacique, orgulloso de que por fin el destino de su hija se hubiera suavizado, no dejaba de acariciarla y de agradecer a su dios que se la hubiera devuelto. Cada mañana y cada tarde se le oía rezar.

—Señor, gran Señor del Cerca y del Junto, el de la falda de jade, el del brillo solar de jade, ayúdanos a descubrir nuevas flores y cantos para aprender a dialogar con nuestro corazón.

De vez en cuando, se dirigía a su hija cuando bañaba a los niños o les daba la comida; siempre le decía la misma frase.

—Mi pluma preciosa, mi niñita, vuestros pequeños nos han devuelto la alegría.

El cacique enseñó a Juan de los Santos las normas del juego de pelota. Todas las tardes salían a la plaza y compartían su tiempo disfrutando del espectáculo.

Los informes que llegaban de la capital de los aztecas marcaban el ritmo de la espera. Pasaban los días, las semanas y los meses, y cada informe resultaba menos alentador que el anterior. Los mexicas se resistían, los españoles debían tomar las ciudades cercanas a Tenochtitlan antes de intentar su conquista. La empresa se presentaba difícil y lenta. Hasta que las últimas noticias les hicieron albergar esperanzas sobre la vuelta de don Lorenzo. Las tropas de la Coalición habían sitiado la capital mexica. Construyeron trece bergantines con la ayuda de los de Tlaxcala para atacarles por la laguna y les obligaron a refugiarse en el centro de la ciudad. Los mexicas resistieron el asedio, tres meses sin agua y sin alimentos, diezmados por las enfermedades que trajeron los españoles y rodeados de cadáveres que no podían incinerar.

El sucesor de Moctezuma había muerto víctima de la peste. El nuevo emperador, un sumo sacerdote que no tenía más de veinte años, ordenó la retirada convencido de que la victoria era imposible. Cayó prisionero cuando intentaba huir con su corte por la laguna.

Quince días después de la conquista de Tenochtitlan, Juan de los Santos corrió hasta las habitaciones de las mujeres con la noticia que todos esperaban.

—¡El capitán don Lorenzo está entrando en la ciudad! ¡Ha vuelto!

Sus deseos de volver a Zafra estaban a punto de cumplirse. Sabía que su india del color del caramelo no sería recibida con el mismo entusiasmo con que él la llevaría, pero la alegría es contagiosa, ella conseguiría arrancársela a toda la población. Se abrazó a Valvanera y comenzó a cantar la canción que su madre le cantaba a él cuando era pequeño.

—¡De la uva sale el vino, de la aceituna el aceite, y de mi corazón sale cariño para quererte!

Después siguieron a doña Aurora, que corría por la avenida al encuentro de su esposo. Casi habían llegado al final de la ciudad cuando divisaron a un jinete que se acercaba al galope. Los cascos del caballo repicaban en la calzada como si llamaran a la misa mayor. Don Lorenzo se tiró del caballo cuando vio a la princesa, la levantó por los aires y comenzó a dar vueltas. Doña Aurora reía a carcajadas colgada de su cuello. Su cuerpo menudo parecía una veleta mientras giraba.

La princesa india
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