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Juan de los Santos entró en la taberna de la posada con la sombra del miedo en el rostro. Llevaba varios días sin aparecer por allí. Detrás del mostrador, Virgilio limpiaba los vasos que se amontonaban en la artesa.
—¡Dichosos los ojos! ¿Te hace un vinito?
El mozo asintió, se bebió el vino de un trago y se restregó los ojos como si acabara de levantarse. El posadero volvió a llenarle la copa.
—¿Qué te pasa? Se diría que acabas de ver al mismísimo Demonio.
Pero no hacía falta ver a Satanás para saber que el infierno les rondaba.
—Vengo de la Plaza Chica. Una de las verduleras dice que ha visto a la Serpiente del Castellar.
La cara de Virgilio palideció.
—¡No puede ser! ¿Otra vez?
—No sé de qué te extrañas. La Inquisición está a punto de llegar. Acuérdate de hace diez años. Veremos cuánto tardan en acusar a cualquiera de ser un alumbrado. Y para colmo, ese pájaro de mal agüero estaba allí, le ha faltado tiempo para aprovechar lo de la bicha y lanzarlo contra nosotros.
Virgilio se sirvió un vaso de vino. Salió al otro lado del mostrador y se sentó junto a Juan de los Santos.
—No comprendo qué hace aquí todavía. No hace más que preguntar y preguntar. Y todas las preguntas tienen que ver con la princesa o con tu esposa.
El mozo de espuela se giró hacia la entrada de la fonda y señaló hacia la calle.
—¡Ya lo sé! ¡Mira!
Uno de los criados del comerciante contemplaba los trozos de mazapán de la dulcería.
—Lo llevo pegado al trasero desde que se fue mi señor.
Juan y Virgilio eran hermanos de leche, la madre de Juan les amamantó a los dos cuando a la de Virgilio la contrataron para criar a uno de los hijos de los Condes de Feria. Se querían más que muchos hermanos de sangre. Desde que se marcharon a vivir al palacete, no había tarde que Juan de los Santos no se pasara por la fonda para echar unas cartas con él y con José Manuel. A veces las partidas se alargaban hasta bien entrada la noche, Valvanera siempre le esperaba despierta y le mostraba la cuna donde dormía la pequeña Inés.
—Tu hija te conocerá por lo que yo le hable de ti.
Apretaba los labios mientras hablaba y le miraba desafiante. Pero él sabía que sólo eran gestos, la besaba en la boca fruncida y la llevaba al calor de las mantas. Al día siguiente, volvía a llegar a deshoras y Valvanera seguía esperándole. Sin embargo, desde que don Lorenzo se marchó a Granada, apenas iba a la taberna. Se le escapaban los días vigilando a los criados de su casa y sintiéndose vigilado por los del comerciante. A veces acompañaba a Valvanera y a Mamata a por verduras a la Plaza Chica. Solían comprar siempre a la misma melonera, la que había visto a la serpiente. Atravesaba la sierra de El Castellar todos los días desde la Alconera con su marido y con uno de sus hijos, el marido recorría el pueblo vendiendo huevos y leche por las casas, y ella se quedaba con el hijo en la Plaza Chica, atendiendo el puesto.
Cuando llegaron al arco donde solían comprar, Juan, Valvanera y Mamata se encontraron con un corrillo de gente alrededor de la verdulera, que no paraba de hablar y hacer aspavientos.
—¡Tenía la cabeza tan grande como una ternera, y los ojos enormes y espantosos, era tan gruesa como un tronco de árbol, y levantaba el pecho como las salamanquesas!
A su lado, otra mujer gritaba muy alterada. El círculo crecía a medida que sus gritos inundaban la plaza.
—¡Es la misma que vi yo la otra vez! ¡Desde entonces no he vuelto a pisar la sierra! ¡Me robó el sueño durante más de seis meses!
El hijo de la verdulera intentaba poner orden en el griterío, sujetaba a su madre y le hablaba tan bajo que apenas podía oírsele, pero, en lugar de calmarla, conseguía enervarla aún más.
—¡No me digas lo que he visto! ¡Era la sierpe de los alumbrados!
El chaval no se atrevió a contradecirla, la muchedumbre la jaleaba y la animaba a continuar.
—Estaba detrás de un peñasco enorme. Cuando ellos se volvieron, el Sol les deslumbró, por eso no la han visto. Pero yo vi con estos ojos cómo echaba fuego por la boca y se metía en su cueva.
La otra mujer completaba el relato añadiendo detalles que casi todos los presentes conocían. La leyenda de la Serpiente de El Castellar atemorizaba a toda la comarca desde tiempos remotos.
—Acordaos de la otra vez. Aunque la vieron algunos valientes, ninguno osó levantar armas contra ella, ni se le pasó por el pensamiento, sino que huían volviéndole la cara, desquiciados y aterrorizados.
Juan de los Santos no quería seguir escuchando aquellas supersticiones, que se repetían siempre iguales cada vez que la Inquisición hacía acto de presencia en la ciudad. Miró a Valvanera y a Mamata y les hizo un gesto para que regresaran al palacete. Al darse la vuelta, se encontraron frente a frente con el hombre de negro. Como siempre, les hizo una reverencia con una sonrisa que sólo podía interpretarse como un mal presagio.
—¡Buenos días, señores! ¿Ya se van? ¿No les interesa conocer el final de la historia?
El mozo de espuela sujetó a cada una de las mujeres por un brazo y siguió su camino sin contestar. A sus espaldas, escuchó al comerciante que se dirigía al corrillo de la melonera.
—Yo también conozco historias de serpientes. Serpientes emplumadas.
Valvanera hizo ademán de volverse, pero su esposo la retuvo y la obligó a seguir caminando.
—No merece la pena. Puede contar sus patrañas cuando no estemos delante. Ya nos llegará nuestra hora, no tengas prisa.
Las acompañó al palacete y después se marchó a la fonda. Hablaría con su amigo Virgilio para que contrarrestara los chismes de la hiena entre los parroquianos que acudían a su establecimiento.
Sólo faltaban tres días para la fecha prevista para la fuga. Don Lorenzo ya estaría cabalgando de regreso con las pruebas que inculparían al comerciante, el domingo tendría que morderse la lengua.