Al salir de la ducha, vio una llamada perdida. Sandra. Kenneth cogió el teléfono y le devolvió la llamada mientras se metía en el dormitorio para vestirse.

—Hola, me has llamado —la saludó cuando ella se lo cogió al primer tono.

—Si UV no está en el trabajo ni en casa, ¿sabes dónde puede estar?

—¿Qué? No. ¿Por?

—¿No tiene, cómo se le podría llamar..., ningún escondite o algo así?

—No, ¿por qué preguntas eso? —repuso él mientras se ponía una camiseta.

Oyó a Sandra coger una bocanada de aire al otro lado de la línea y luego se lo empezó a contar. Kenneth no la interrumpió hasta que llegó al punto en el que le había entregado la droga a UV para que la vendiera. ¿Qué coño se le había pasado por la cabeza? La droga no iban a tocarla, lo habían acordado.

Eso ya lo hablarían luego, zanjó Sandra, ahora tenía que callarse y prestar atención. Así que Kenneth calló y prestó atención.

Una mujer había preguntado por ella esa mañana, justo al día siguiente de que UV desapareciera. Estaban hablando de droga por una suma muy elevada de dinero. Que había pertenecido a otra persona antes de que cayera en sus manos. ¿Y si les habían seguido la pista? ¿Y si UV la había cagado de alguna manera? A lo mejor había hablado con la gente equivocada.

—¿Qué aspecto tenía? —preguntó Kenneth, delante de la ventana del dormitorio. Sandra la describió de forma breve y escueta—. Está aquí —la interrumpió Kenneth, y dio un paso atrás en la habitación. Aún podía ver el Audi que había aparcado en la rampa de acceso a la casa, así como a la mujer que se había bajado, que parecía de su misma edad. La vio sacar una pistola y quitarle el seguro antes de guardársela de nuevo en el bolsillo—. Va armada —logró decir con un jadeo mientras retrocedía otro paso y notaba que el pánico lo invadía.

—Escóndete.

—¿Qué?

—No dejes que te encuentre. Pase lo que pase, ¿me oyes? Escóndete. Rápido.

Kenneth bajó el teléfono, nervioso paseó la mirada por todo el dormitorio. ¿Dónde se iba a meter? De pequeño casi nunca jugaba al escondite, y cuando lo hacía se le daba mal.

¿El armario? ¿Debajo de la cama? ¿Detrás de las cortinas?

Todos sitios pésimos, los primeros donde alguien miraría. Llamaron al timbre. A Kenneth se le escapó un gimoteo, pero al menos eso puso punto final a su parálisis. Tenía una casa entera donde esconderse. Salió esprintado del dormitorio lo más silenciosamente que pudo. El timbre de la puerta volvió a sonar. Esta vez más rato, más insistente. Kenneth bajó a la planta baja. Valoró la opción del sótano, pero la puerta chirriaba y ella estaba justo ahí fuera, podría oírla. Más timbrazos. Cuatro, cinco cortos. Kenneth se quedó perplejo donde estaba. ¿Qué haría ella si nadie abría? ¿Rendirse? ¿Esperar en el coche hasta que apareciera alguien? En ese caso, Kenneth podría limitarse a no dejarse ver, llamar a la policía. Por qué había una mujer armada en su casa buscándolos a él y a Sandra era algo que ya explicarían luego, ahora la cuestión era salir del aprieto.

La mujer dejó de llamar al timbre. Kenneth miró a un lado y al otro; estaba perfectamente visible, si a ella se le ocurría rodear la casa. Subió media escalera, donde no había ninguna ventana. A lo mejor podía arriesgarse a espiar con cuidado desde el piso de arriba para ver si había vuelto al coche. Pero enseguida comprendió que no lo había hecho, porque oyó romperse un cristal en el sótano. Terminó de subir la escalera de espaldas, quería poner toda la distancia posible de por medio.

Sentía terror. Se vio obligado a pensar. Rápido. No solía ser su punto fuerte, ahora se le antojaba casi imposible. Su cerebro estaba vacío.

Oyó el chirrido de la puerta del sótano al abrirse. Había entrado en la casa y a él no se le ocurría nada. Cualquier cosa y donde fuera era mejor que donde estaba plantado ahora, así que Kenneth volvió a meterse a hurtadillas en el dormitorio, se acercó al armario abierto. El cesto de la ropa sucia. Grande como un cofre de madera trenzada o corteza de abedul o corcho o lo que fuera. Le parecía que podía caber dentro. Cerrar la tapa. Un escondite francamente malo, pero no se le ocurría nada mejor.

Logró meterse hasta el fondo, pero estaba apretujado de verdad. Ya cuando recolocó la tapa se preguntó cuánto tiempo aguantaría así sentado.

—¡Kenneth! —oyó abajo, y contuvo el aliento por acto reflejo—. ¿Sandra? ¿Hay alguien en casa?

La oía moverse por la planta baja, comprobar cada estancia, subir la escalera. Cerró los ojos. No había nada, a excepción, quizá, del Mercedes delante de casa, que sugiriera que había alguien. Kenneth podría haber salido a dar una vuelta. Lloviendo. Podría haber venido alguien a buscarlo. Ella no podía asegurar que Kenneth estuviera allí.

La oyó subir el último peldaño.

—¡Kenneth!

Permanecía por completo inmóvil, ni siquiera respiraba, ignoraba el dolor en las piernas y la región lumbar. Ella abrió la puerta del lavabo. El suelo debía de seguir mojado tras la ducha. No tenía por qué significar nada, no tenían suelo radiante, los restos de agua podían pasarse horas allí. Siempre y cuando el vaho del espejo se hubiera secado.

Al instante siguiente la oyó meterse en el dormitorio. Pareció contentarse con quedarse allí de pie, aguzando el oído, en lo que a él le pareció una eternidad, para luego dar media vuelta y volver a bajar la escalera. Kenneth exhaló con todo el cuidado que pudo, trató de cambiar de postura, pero el diminuto espacio no se lo permitía. Oyó que la mujer entraba en la sala de estar, después se hizo el silencio. Completo silencio.

Ella no se movía. Él no se movía.

Pasó un cuarto de hora. Y luego otro. Le dolía tanto el cuerpo que pensaba que se iba a poner a llorar. ¿Dónde se había metido esa mujer? Llevaba sin oír ningún ruido vete a saber cuánto rato. Esperó otros diez minutos, pero después ya no pudo más. Con cuidado, levantó la tapa y trató de enderezarse. Sus músculos se quejaban de dolor al menor movimiento, pero logró ponerse en pie a cámara lenta y salir del cesto. Dejó pasar un rato sin moverse, inseguro de si las piernas podrían obedecer, no quería desplomarse y armar ruido. Hizo un intento. Ahora tenía un plan. Despacio, se deslizó hasta la ventana del dormitorio, que tenía la escalerilla de incendios sujeta en la pared de abajo. Miró con cautela por el cristal. El Audi seguía donde estaba, pero a ella no la veía en el coche, así que dedujo que continuaba dentro de la casa. Esperando en silencio.

Kenneth abrió los pestillos, cuando terminó se detuvo a escuchar. Ni un ruido desde la planta baja. Apoyó la mano en el marco de la ventana y apretó. La ventana no se movió ni un centímetro. Justo iba a empujar con más fuerza cuando vio a Sandra entrar en el patio derrapando con el coche. Acto seguido oyó que la mujer se movía en el piso de abajo. Quería gritarle a Sandra, pero no se atrevía. Solo pudo mirarla bajarse del coche a toda prisa, abrir el maletero, asomarse dentro y luego enderezarse de nuevo con una escopeta en las manos.

 

 

Estaba cargada. Lo sabía, pero aun así Sandra comprobó el arma mientras se dirigía a la casa con paso firme.

Demasiados pensamientos de camino a casa, que nunca se le había hecho tan largo. La mayoría, en Kenneth, en qué haría Sandra si se lo encontraba herido o muerto. Era cierto que había fantaseado con escenarios de futuro en los que él no siempre jugaba un rol muy destacado, y en algunos ni siquiera lo había tenido presente, pero durante los cuarenta y cinco minutos que había tardado en llegar a Norra Storträsk no había podido pensar en otra cosa más que en que Kenneth tenía que haber resistido. Sobre todo ahora, que sería culpa de ella si no había conseguido salvarse. Si seguía vivo, no le diría nada de la estúpida PlayStation.

El Audi de la entrada debía de ser de la mujer.

Continuaba allí. ¿Bueno o malo?

¿No había encontrado a Kenneth, o lo había matado sin obtener primero la información que necesitaba? Se inclinaba por lo primero. Sandra pensaba que, de haberlo encontrado, no le habría costado demasiado hacer que Kenneth le contara todo lo que sabía. Dio unos pasos rápidos por los escalones de piedra, le quitó el seguro a la escopeta y abrió la puerta de la casa. Entró, se detuvo justo al otro lado del umbral. Totalmente concentrada, y más cómoda por tener una escopeta cargada en el recibidor de su casa de lo que se habría imaginado nunca. Dentro reinaba un silencio sepulcral. Sandra no tenía ni idea de qué debía hacer. Con la espalda aún pegada a una de las paredes, se acercó a la cocina. Echó un vistazo rápido. Vacía, por lo que pudo ver. Oyó un sonido que le resultó familiar, pero el segundo que tardó en identificarlo como la puerta chirriante del sótano le sirvió a la mujer del Audi más que de sobra para acercársele por detrás y apretar el arma contra su espalda.

—Suelta la escopeta, si eres tan amable.

Sandra obedeció, no estaba tan entrenada como para atreverse a enzarzarse en un combate cuerpo a cuerpo. Dejó la escopeta de caza sobre la encimera que tenía más cerca.

—¿Dónde está tu novio?

—No lo sé.

—¿No has entrado corriendo para salvarlo?

—En caso de que tú lo tuvieras retenido, pero veo que no es así.

La mujer ladeó la cabeza y se la quedó mirando con una sonrisita en los labios. Sandra se sorprendió a sí misma, no entendía de dónde había sacado el coraje.

—¡Kenneth! —gritó la mujer, y empujó a Sandra para que se adentrara un poco más en la cocina—. ¡Sal ya o le haré daño a Sandra!

Ambas esperaron. Sandra se preguntó si no debería gritarle que se quedara donde estaba, pero, por lo que parecía, él ya lo había entendido por sí solo.

Ningún movimiento ni el más mínimo ruido.

O quizá había logrado escapar de alguna manera. Sandra se volvió hacia la mujer con un atisbo de satisfacción en su sonrisa. Una pequeña victoria. Pero antes de que pudiera reaccionar, la mujer la agarró del brazo, se lo giró hacia arriba, le puso la mano contra la pared, pegó a ella el cañón de su pistola y apretó el gatillo.

El disparo quedó amortiguado por el silenciador, pero Sandra gritó a viva voz.

Se miró la mano. Un agujero. A través. Pero, por extraño que le pareciera, el dolor remitió un poco cuando la sangre comenzó a brotar.

—¡Kenneth! —chilló la mujer hacia el interior de la casa.

Sandra gemía sin remedio, se llevó la mano destrozada contra la barriga y la apretó con la otra. Su jersey nuevo absorbió parte de la sangre, pero no toda, el resto comenzó a gotear al suelo. Pero sin noticias de Kenneth. La casa seguía igual de quieta que antes.

—Siéntate —ordenó la mujer, y le dio un empujón a Sandra en dirección a la mesa de la cocina.

Ella obedeció. La mano aún apretada contra el abdomen, respiración pesada, dificultad para pensar con claridad, el coraje de antes se había esfumado. La mujer la cogió de la barbilla y la obligó a levantar la cabeza.

—¿Sabes dónde está el dinero? —le preguntó con calma. Sandra asintió con ímpetu—. ¿Cuánto hay?

Al principio Sandra no entendió la pregunta. ¿Que cuánto? ¿No lo sabía? ¿O era una pregunta de control? Para no perder el tiempo con alguien que no le pudiera indicar el camino correcto.

—Dos bolsas. Más o menos trescientos mil euros.

La mujer asintió satisfecha y la hizo ponerse de pie.

—Vamos a vendarte eso, luego me enseñas dónde está.

 

 

Hasta que no oyó el coche dando marcha atrás y alejarse hasta desaparecer, Kenneth no se atrevió a salir. Le costaba respirar por culpa del nudo y la angustia que tenía en el estómago. «Pase lo que pase», le había dicho Sandra. Él la había obedecido, siempre era lo mejor. Había tenido que hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para no bajar corriendo cuando la había oído gritar de aquella manera, pero de alguna forma lo había conseguido.

Había cerrado los ojos, se había tapado los oídos, había apretado las mandíbulas.

Había entendido que era la mejor oportunidad que tenían para sobrevivir ambos. La mujer solo necesitaba a uno de los dos para que le enseñara el camino hasta el dinero. El otro sobraba. Ahora habían logrado convencerla de que él no estaba en casa, por tanto pensaría que nadie le haría nada.

Pero ¿hacer qué? ¿Qué iba a hacer él? ¿Qué podía hacer?

¿Seguirlas? Entonces volverían a verse en la misma situación. Además, ella tendría el dinero, con lo cual ya no habría motivos para mantener a ninguno de los dos con vida. Pero se había llevado a Sandra. Algo estaba obligado a hacer. Con manos temblorosas sacó su teléfono. Encontró el número y lo marcó. Fue dando tumbos mientras los tonos se sucedían, pero se quedó quieto en cuanto oyó el familiar timbre de voz.

—Tienes que ayudarme, estoy metido en un lío.