Se sentía un poco mejor.

Kenneth entró en la cocina recién duchado y con una toalla alrededor de la cintura, encendió la cafetera eléctrica, abrió la nevera y asintió para sí con la cabeza. No solo eran imaginaciones suyas.

Se sentía mejor.

Tenía hambre, por primera vez desde el suceso, y había dormido hasta las nueve y cuarto. Huelga decir que, tan pronto como había abierto los ojos, su mente había vuelto atrás, al momento del accidente, pero de una manera distinta. Ya no lo atormentaba tanto el hombre en el camino, los ojos inertes y la dura vértebra cervical bajo la piel. La angustia de haber matado a alguien y el pánico a terminar en la cárcel se habían mitigado. Ahora le era más fácil convencerse de que todo había recuperado la normalidad. La sensación que había tenido al ver el Honda hundiéndose hasta el fondo seguía presente en el cuerpo: iban a conseguirlo.

Se sentía realmente bien.

Ahora pensaba más en Sandra. En ellos dos juntos. En cuanto habían llegado a casa por la mañana, ella se había ido directa a la cama, todavía mosqueada. Debía irse a las ocho, solo podría rascar unas horas de sueño. Él le había propuesto que llamara para decir que estaba enferma y volverse a dormir, que se quedara en casa con él. Ella se había enfadado otra vez: debían mantener la normalidad, ¿es que no se enteraba o qué?

—Pero si ayer te fuiste a casa porque te encontrabas mal —había insistido él—. No es tan raro que aún estés enferma.

—Me voy a trabajar —afirmó ella zanjando así la discusión, y le volvió la espalda.

Punto pelota. Él había estado a punto de pegarse a su espalda, pero se había abstenido, se había quedado bocarriba mirando el techo. Cansado, pero aún con la adrenalina corriéndole por las venas.

Sandra lo había salvado.

Sonaba dramático, pero era la pura verdad. ¿Qué habría hecho Kenneth después de la cárcel si ella no hubiese estado ahí? ¿Adónde habría ido? En su casa no era bienvenido; Thomas y Hannah eran amables, pero no una alternativa. Habría acabado en alguna parte solo, infeliz, influenciable. Tomando decisiones equivocadas. Sandra se había convertido en su salvación, su punto de anclaje. Había querido ofrecerle todo cuanto ella deseaba, porque la consideraba una persona fantástica y se lo merecía, pero apenas había podido darle nada.

Sospechaba que Sandra quería casarse. No ir al ayuntamiento a firmar y luego salir a cenar los dos solos antes de volver a casa en Norra Storträsk para acostarse. Ella quería una fiesta de verdad. Con mucha gente, catering, barra y música. Noche de bodas en un hotel. Luna de miel. Hacerlo de verdad, como todo el mundo. Por eso él nunca le había pedido la mano. Las bodas grandes costaban dinero. Y los críos también. Ella quería ser madre, tarde o temprano, eso Kenneth lo tenía claro, pero es que el dinero no les llegaba, así de simple.

Dentro de tres años, seguro que una parte del dinero se iría en la boda y la familia. En el mejor de los casos, él ya habría encontrado trabajo, tal como ella deseaba. Así podrían vivir la vida despreocupada que Sandra tanto se merecía. Kenneth sonrió ante la idea.

Veía un futuro más luminoso. Eso lo reconfortaba.

El silencio en la casa se vio interrumpido por el timbre de la puerta. Kenneth se quedó de piedra; por un instante estuvo convencido de que sería la poli. Había dejado rastro, a pesar de todo. Habían venido para llevárselo. Iba a volver a la cárcel. Se acabó.

—¿Quién es? —preguntó detrás de la puerta, y oyó que la voz que le contestaba sonaba estridente y no del todo estable.

—Soy yo —dijo el de fuera—. UV.

Kenneth se relajó y abrió con una sonrisa de alivio.

Se habían conocido en la cárcel. UV ya estaba allí cuando Kenneth había llegado. Habían empezado a hablar y, con el tiempo, se habían entendido bien y los dos se habían sentido igual de decididos a cambiar sus vidas. Después de salir habían mantenido el contacto; habían quedado en varias ocasiones, pero UV tenía familia, que le quitaba mucho tiempo, y Kenneth se había mudado, así que ahora apenas se veían. La última vez había sido aquella noche desastrosa. Habían coincidido en una fiesta, y UV se había marchado a la misma hora que Sandra y él.

—¿De verdad vas a conducir? —le había preguntado UV al ver que Kenneth abría el coche.

—Sí, ¿por? —UV no dijo nada, se limitó a encogerse un poco de hombros en un gesto que ya lo decía todo—. Solo me he tomado algunas cervezas.

—Vale, pues nos vemos —dijo UV y alzó la mano para despedirse antes de empezar a caminar.

—Te podemos llevar —se ofreció Kenneth a su espalda, pero UV solo volvió a levantar la mano para dar las gracias, «ya voy a pie», y siguió caminando.

Si hubiese dicho que sí, todo habría sido diferente. Kenneth y Sandra no habrían estado en el camino del bosque al mismo tiempo que el ruso estiraba las piernas. A lo mejor Sandra se habría quedado dormida antes, o no habría llegado a hacerlo; él no habría intentado cambiar la playlist justo en ese momento, no se le habría caído el móvil, no habría apartado los ojos del camino.

Tantos si no y quizá.

—Buenas —saludó UV sin alegría cuando se abrió la puerta. A Kenneth le llamó la atención lo cascado que vio a su amigo, un herpes feo en el labio inferior.

—Qué tal, me alegro de verte. Pasa, entra.

Kenneth cayó en la cuenta de que todavía iba con la toalla en la cintura cuando pasó junto a UV, quien se había parado para quitarse los zapatos.

—Voy a ponerme algo de ropa. Hay café en la cocina.

—Vale.

Kenneth subió a paso ligero al piso de arriba, se puso unos calzoncillos, unos vaqueros y una camiseta. El humor relativamente bueno de la mañana había mejorado gracias a la visita. No tenía muchos amigos en Haparanda, por no decir ninguno; pero UV era uno de ellos, sin duda. El mejor. Encontró una goma de pelo y se hizo una coleta suelta antes de bajar. UV estaba sentado a la mesa de la cocina, mirando por la ventana, al vacío. Ninguna taza.

—¿No querías café? —le preguntó Kenneth de camino a la encimera.

—No, estoy bien.

—¿Una tostada?

—He desayunado en casa.

—¿Qué tal, el trabajo y todo? —inquirió Kenneth por encima del hombro mientras seguía preparándose el desayuno.

—Bien, está bastante tranquila la cosa.

—¿Ya te tomas algún día libre? Te veo un poco jodido.

UV no respondió enseguida, solo se oyó un suspiro. Kenneth vio que apoyaba la cara en las manos y se frotaba los ojos. Había algo que le pesaba.

—Los servicios sociales nos han reducido la asistencia, ¿te lo había dicho?

—No, me parece que no.

—Nos dan cuarenta horas a la semana. Si queremos más, tenemos que pagar de nuestro bolsillo.

—¿Cuántas os daban antes?

—Ciento veinte.

—Joder, pero si es menos de la mitad. ¿Cómo os las arregláis?

—No lo hacemos. Stina vuelve a estar de baja.

—Dime si hay algo que podamos hacer.

Lo dijo más porque era lo que se esperaba que alguien dijera en una situación así. Siempre se sentía incómodo en presencia de Lovis: no sabía muy bien cómo debía comportarse, no solo con ella, sino también con Stina y UV cuando la niña estaba presente.

—Hay una cosa...

Kenneth cogió el desayuno y se sentó enfrente de UV, que se miraba las manos entrelazadas; luego levantó la vista y la clavó en los ojos de Kenneth. Este ya había visto esa mirada antes. Cuando su madre se veía obligada a castigarlo pese a no querer hacerlo, pese a no considerar que hubiese hecho nada malo. Era la mirada de «perdóname por lo que voy a hacer».

—Sí, ¿el qué? —preguntó Kenneth con una creciente sensación de que no le iba a gustar la respuesta.

UV volvió a titubear. Fuera lo que fuera lo que le iba a pedir, estaba claro que le estaba costando lo suyo. Definitivamente, a Kenneth no le iba a gustar.

—Hace unos días me pasé por aquí, quería recuperar las herramientas que te dejé prestadas.

—Hostia, sí, me había olvidado. Lo siento —contestó Kenneth tratando de sonar relajado.

—No estabais en casa.

—Ya...

—Así que entré en el garaje para ver si las encontraba.

Sus miradas se cruzaron sobre la mesa. Kenneth permaneció en silencio. ¿Qué podía decir? Ninguna excusa del mundo le serviría de ayuda. El nudo de angustia, que por la mañana solo era el recuerdo de una molestia lejana, arremetió como un tren de mercancías dejándolo casi sin aliento. Sabía lo que había visto UV y que su amigo entendía lo que habían hecho. Pero eso no explicaba su mirada, por qué no había compasión y comprensión en ella, sino tristeza o vergüenza, incluso.

¿Qué quería, en realidad? ¿A qué había venido?

Kenneth lo intentaba, pero no lograba verlo.

—Lo siento mucho, Kenneth, de verdad que lo siento —soltó UV rompiendo el silencio que se había hecho—. Pero tienes que entenderlo. Stina y yo estamos al borde de la desesperación.

Eso no lo ayudaba en absoluto. ¿Qué tenía aquello que ver con las horas de asistencia que les habían recortado? ¿Qué quería UV que hicieran Sandra y él?

—No, no lo entiendo, ¿qué... qué quieres decir?

—Quiero setenta y cinco mil. Y me olvido del Volvo y el Civic.

Por un instante, Kenneth estuvo seguro de que le estaba tomando el pelo, que en su rostro asomaría una gran sonrisa, que se echaría para atrás soltando una carcajada, que Kenneth tendría que ver la cara que había puesto. Insuperable. Pero no pasó nada de eso. Así que trató de atinar las emociones; supuso que debía sentir miedo o quizá cabreo, pero, para su sorpresa, notó que las lágrimas comenzaban a brotar de sus ojos.

—¿Me estás tomando el pelo? —Intentó mantener firme la voz—. ¿De dónde coño quieres que saque setenta y cinco mil coronas?

—Vende parte de las drogas. No a mí, a otro.

—¿Qué drogas? —preguntó Kenneth por acto reflejo, ahora ya sin molestarse en fingir que trataba de entender lo que estaba ocurriendo. Su mejor amigo estaba sentado en su cocina amenazándolo, extorsionándolo a cambio de dinero.

—Las que estaban en el Honda.

—No había nada en el Honda.

—Sí que lo había.

—¿Cómo lo sabes?

—Alguien me lo ha dicho.

—¿Quién?

UV volvió a titubear, parecía tener la respuesta en la punta de la lengua, pero se la tragó. Kenneth tuvo la sensación de que, dijera lo que dijera, no sería la verdad, o al menos no del todo. Aunque tampoco es que importara demasiado. La traición no podía ser mayor.

—La poli —dijo al final—. Les cuesta un poco entender que lo he dejado.

—Ya...

No había mucho más que decir.

—De verdad que necesitamos la pasta —insistió UV en un tono que Kenneth supuso que no solo pretendía aclararlo todo, sino también servir de disculpa. Luego retiró la silla y se puso en pie. Kenneth no dijo nada, ni siquiera se dignó a mirarlo, pero le hizo detenerse en el quicio de la puerta.

—¿Qué pasa si no pago? ¿Irás a la poli? Entonces no conseguirás el dinero.

—¿No merece la pena renunciar a una parte con tal de no volver al trullo?

Era una pregunta retórica. UV lo sabía. Lo habían hablado. Varias veces. Que Kenneth no creía que pudiese aguantar una siguiente vez. Perdería a Sandra. Lo perdería todo. Se quedaría en nada.

Confesiones e intimidades que ahora estaban utilizándose en su contra.

Se había equivocado, la traición sí que podía ser mayor.

—Podrías habérmelo pedido y punto. —Ahora las lágrimas cayeron sin que Kenneth tuviera fuerzas para retenerlas, las dejó correr por sus mejillas—. Sin amenazarme. Te habría ayudado. Somos amigos.

UV se limitó a dar media vuelta y marcharse. ¿Qué podía decir? Unos segundos más tarde, Kenneth oyó cerrarse la puerta de la casa y al coche alejarse; luego, el silencio que parecía consumir todo el oxígeno de la cocina. Se dejó caer de la silla al suelo, respiraciones profundas, las lágrimas brotando.

La sensación de la mañana de que todo iba a mejor, de que había luz en el horizonte, de repente tan tan lejos...