Al final, él se había dormido.
Sandra, en cambio, seguía despierta a su lado en la cama, viendo cómo las importantes horas de sueño iban pasando minuto a minuto. Sentía la irritación y la rabia creciendo en su interior a medida que las manecillas se acercaban al alba. Esto no era en absoluto lo que había planeado; la idea era que, a partir de entonces, todo fuera fácil. O al menos relativamente fácil. Habían matado a una persona —Kenneth había matado a una persona, se corrigió—, eso ya era ineludible. Lo que habían hecho después era inmoral, deshonesto, un error en todos los sentidos, pero le estaba siendo sorprendentemente fácil vivir con ello. Lo cierto era que ya apenas pensaba en aquella noche, ni en el hombre, ni en el bosque. El recuerdo de lo ocurrido se iba borrando un poquito más cada día que pasaba, reduciéndose a una sensación inidentificable de desagrado que con el tiempo terminaría por desaparecer del todo.
Todo se resolvería. Todo sería mucho mejor.
A la hora de comer había bajado al centro, se había paseado por algunas tiendas, había hecho una lista mental de cosas bonitas, nerviosa al pensar que sus deseos no tardarían mucho tiempo en hacerse realidad. Tres años. Aunque ese día había empezado a jugar con la idea de que dos, dos y medio, quizá serían suficientes. En la calle Storgatan se había detenido delante de uno de los salones de belleza. Nunca se había hecho las uñas. Ello equivaldría a derrochar un dinero que no tenían. Las suyas, mordidas, rebanadas y con cutículas feas necesitaban cuidados y amor. Y lo recibirían. Pero no ahora.
Al darse la vuelta para seguir su camino se había topado de bruces con Frida. Frida Aho, como se llamaba desde hacía unos años, después de casarse con Harri Aho, que era dueño de dos de las tiendas de tabaco más grandes de la ciudad. A veces, cuando la prensa publicaba algún artículo sobre «la gente con más ingresos del municipio», Harri Aho siempre aparecía en la lista. Bastante arriba. Frida tenía cientos de seguidores más en Instagram que Sandra. Publicaba casi a diario.
—Anda, hola —sonrió, y se quitó las gafas de sol para dar los últimos pasos hasta Sandra. Esta se echó un poquito para atrás, no fuera a ser que a Frida se le ocurriera darle un abrazo—. Cuánto tiempo sin verte.
—Sí.
Sandra sonrió breve e hipócritamente sin saber muy bien dónde centrar la mirada. A Frida se la veía tan relajada, tan segura de sí misma... Llevaba ropa clara, nueva y moderna. Calzado caro, el pelo arreglado, maquillaje discreto y acertado. Ella, en cambio, iba sin maquillar y se había puesto una vieja chaqueta por encima del uniforme del trabajo. Se sintió como siempre se había sentido al lado de Frida.
Pobre, fea, insignificante.
—¿Qué tal? —le preguntó.
Siguió preguntándole a Sandra si todavía trabajaba en el centro penitenciario («sí»), cómo estaba su madre («bien») y si seguía con aquel chico, cómo se llamaba, ¿Konrad? («Kenneth, pero sí»).
Como si fueran amigas. Como si le importara.
¿De verdad se había olvidado?
De cómo, durante varios años, había aprovechado cualquier oportunidad para ser mala y humillarla, ganarse puntos fáciles y generar risas a costa de Sandra.
De todas las veces que había conseguido que regresara a casa llorando y jurándose que no pensaba volver al colegio nunca más.
De cómo en noveno había llevado a la escuela la ropa de su hermano pequeño que ya no usaba y se la había dado a Sandra delante de toda la clase, porque, al fin y al cabo, era más nueva que toda su ropa y, además, le quedaría bien porque tampoco tenía pecho.
Sandra le fue respondiendo, le devolvió alguna pregunta, se puso un poco al día de otros conocidos y conocidas que tenían en común, antes de que Frida se metiera en el salón de belleza. Como mínimo había tenido el buen gusto de no ser tan falsa como para decir algo así como que «tenían que verse» o que «tenían que quedar un día». El resto de la tarde había estado de mal humor, y la cosa no había mejorado cuando había aparcado el coche delante de casa.
—¿De dónde ha salido ese Mercedes? —preguntó en cuanto entró en la cocina, donde Kenneth estaba dándole el último toque a la cena, un plato de pasta.
—Me lo ha prestado UV.
—¿Dónde está el Volvo?
—Me he deshecho de él.
—¿Dónde?
—Una mina abandonada en Pallakka.
Sonaba a que podía ser un buen sitio. Ella nunca había estado allí, solo había oído hablar de ella, y el Volvo era la última conexión que tenían con el Honda, que a su vez los conectaba al ruso. Un paso más cerca de una vida mejor. Pero ahí se detuvo. No dejaba de ser Kenneth; ella lo quería, sin duda, pero no siempre meditaba las cosas que hacía. Le clavó los ojos en actitud desafiante.
—¿Cómo lo has llevado hasta allí?
—Lo... he llevado yo.
—Pero ¿qué quieres, que nos cojan? —espetó Sandra; vio que Kenneth se encogía un poco por la dureza de su tono—. ¿Cómo coño se te ocurre pasearte con ese coche en pleno día?
—¿Sabes que...? —comenzó él, y Sandra pudo ver que se había estado esperando la pregunta y que tenía una explicación para ella—. Es mucho más sospechoso pasearse en coche a las tres de la madrugada. Pero esta mañana solo era un viejo Volvo más.
Cierto. Sandra había pensado eso mismo mientras había estado sentada en su coche esperando a que él volviera, después de haber hundido el Honda. Que es más fácil recordar con qué coches te has cruzado si solo son uno o dos.
—Y lo de deshacernos de él fue idea tuya —continuó Kenneth a la defensiva—. Solo he hecho lo que tú querías.
También cierto. Como siempre. Tan atento a ser de ayuda, a hacerla feliz y satisfacerla. Como un perro. Pasara lo que pasara, Sandra podía estar segura de una cosa: Kenneth nunca la abandonaría ni la traicionaría ni se volvería en su contra. Debería tenerlo más en consideración. Seguro que Harri Aho era infiel todo el rato y había obligado a Frida a firmar un acuerdo prematrimonial.
—Tienes razón —dijo con dulzura, y se le acercó para darle un beso en la boca—. Perdóname.
No pudo contener una sonrisa al ver lo contento y aliviado que se ponía. Si hubiese tenido cola, Kenneth habría empezado a agitarla. Sandra le dio otro beso antes de sentarse a la mesa de la cocina.
—¿Cómo has vuelto? —le preguntó ella mientras echaba agua en los dos vasos.
—He llamado a UV, ha subido a buscarme a Koutojärvi.
—Y te ha prestado un coche.
—Sí.
—¿Qué le has dicho que le pasaba al Volvo?
—Estropeado.
Sandra lo miró mientras Kenneth se concentraba en escurrir la pasta. Ahí había algo más. Otra cosa. En esa simple y única palabra. Algo que no le estaba contando.
—¿No ha querido verlo? Se dedica a eso. ¿Y cómo habías llegado a Koutojärvi sin coche?
La única respuesta, un profundo suspiro, y Sandra vio que Kenneth cerraba los ojos como para impedir que se le inundaran. Se le daba tan mal mentirle... Y él sabía que ella lo sabía, probablemente por eso ni siquiera lo intentaba.
Ahora no podía dormir, no podía relajarse. Maldito Kenneth. Maldito UV. Maldito todo, la vida. ¿Por qué no podían ir las cosas como ella quería y punto? ¿Por qué era todo tan jodidamente difícil? Sandra estaba obligada a poner orden.
Por si ocurría lo peor.
Por si los pillaban, por alguna razón.
Por si venía la policía.
¿Existía alguna posibilidad de que Sandra saliera indemne? Kenneth era el que había atropellado al ruso, así que, ¿qué tendrían, en realidad, contra ella? Encubrimiento. Robo, con toda probabilidad. Delito de profanación de cadáver, quizá. Pero ¿y si decía que Kenneth la había obligado a ayudarlo y luego a mantener la boca cerrada? Que la había amenazado. Que había escondido el alijo sin decirle nunca dónde estaba. Sandra había tenido demasiado miedo de preguntar, de decir nada. ¿Se lo creerían? Difícilmente. Quienes los conocían sabían quién mandaba y llevaba la batuta en la relación.
Thomas lo sabía. Hannah lo sabía. Y Hannah era policía.
Pero a Kenneth sí que podía convencerlo para mentir y decir que la había amenazado y que se había puesto violento. Por ella. No importaba demasiado si alguien se lo creía o no, a ellos lo que les interesaba era poder demostrar más allá de la duda razonable que no era cierto. En el mejor de los casos, ella quedaría libre y Kenneth entraría en la cárcel.
Sonaba mal.
Como era obvio, en el mejor de los casos se librarían los dos. Pero, en el mejor de los casos, si ocurría lo peor, él entraría por homicidio, cumpliría unos años de condena, ella cogería las bolsas con el dinero y se mudaría a algún sitio donde a nadie le pareciera raro que tuvieran recursos. Kenneth la seguiría cuando le concedieran la libertad. No era algo que ella quisiera. En absoluto. Varios años que no podrían pasar juntos. Eso era el plan B si todo se iba a la mierda.
Sandra se dio la vuelta, se quitó el edredón de una patada: hacía calor en el dormitorio y el aire estaba cargado; se preguntó si realmente conseguiría pegar ojo. A ella le parecía que no. Plan B. No habría tenido que estar allí tumbada pensando un plan B si no hubiese sido por UV.
Bajos Fondos.
A lo mejor había empezado a creérselo hasta él. Kenneth le había contado el origen real del sobrenombre. Cuando Dennis tenía diez años, había telefoneado a un concurso de la radio; le habían preguntado cómo se llamaban los rayos que hacían que se pudieran fotografiar los huesos dentro del cuerpo y él había contestado «ultravioleta». Al día siguiente, en el colegio todo el mundo había comenzado a llamarlo UV, y se había quedado con el mote.
Ese saco de mierda mentiroso.
Ella se había limitado a ser amable con él mientras había estado encerrado. Kenneth lo veía como un hermano mayor. Y él va y les da una puñalada trapera en cuanto se le presenta la oportunidad. Aun así, Kenneth había intentado defenderlo. Le había contado la decisión de la Seguridad Social, lo de Lovis, lo mal que lo estaban pasando, empezando por lo económico. A Sandra le importaba un comino, ¿quién no lo pasaba mal? No por ello se la clavabas por la espalda a tus amigos. Se había pasado el resto de la tarde cabreada con Kenneth, pero ¿qué otra cosa podría haber hecho él, a decir verdad? Los estaba protegiendo a los dos. Como buenamente podía. De UV. Si este le señalaba el camino a la policía, estos ya no lo soltarían. Buscarían hasta encontrar. Así que había que procurar que él no señalara nada.
Muy sencillo, en realidad, en cuanto Sandra hubo encontrado la solución.
Tras echar un rápido vistazo a su novio dormido, se levantó de la cama y salió del dormitorio; cerró con cuidado la puerta. Abrió la trampilla del techo, cuyas bisagras resecas protestaron con un chirrido, bajó la escalera plegable, subió al desván y encendió la lámpara. La buhardilla estaba bastante vacía, no tenían muchos trastos que guardar, por lo que su mirada recayó de inmediato sobre una caja azul que había a la izquierda de la escalera.
Una PlayStation. Kenneth debía de haberla comprado. Con el dinero que no debían tocar.
Una ola de decepción la recorrió entera y de pronto ya no se sintió tan incómoda con el plan B. El descuido de Kenneth lo ponía todo en peligro. Tendrían que hablar de aquello, sin duda, pero Kenneth era el problema menor, a él lo podía manejar, podía reconducirlo hacia el camino correcto. En quien se tenía que centrar era UV. Él era una amenaza real, y si había algo que había aprendido a lo largo de sus años en el trabajo, era a no ceder ante las amenazas. Terminó de subir al desván y encontró lo que buscaba sin mayor dificultad. Cuando había cumplido los veinticinco, Thomas le había regalado a Kenneth un curso para sacarse la licencia de caza. Eso, y otra cosa que Sandra no quería tener dentro de casa, pero que ahora levantó para mirar de cerca.
Una escopeta de caza de segunda mano.