Desde hacía tiempo, pocas veces le había pasado despertarse con esta sensación de que iba a ser un buen día, así que disfrutó del trayecto hasta el taller. Se sentía descansado. Había contado con la presencia de una auxiliar durante toda la noche, que se había ocupado de Lovis y que se había quedado un rato por la mañana, permitiéndole unas horas más de sueño y poder desayunar tranquilamente. Incluso le había dado tiempo de ver un capítulo de Rick y Morty en el teléfono. Iba varias temporadas rezagado, pero el tiempo, los ánimos y el interés no solían estar de su lado.
Stina volvería de casa de sus padres al mediodía. El día anterior por la noche habían hablado. Mucho rato. Para su sorpresa, ella le había dicho que quería tener otro hijo. Que lo necesitaba, le dijo. Sentir amor incondicional por alguien. Vivir la experiencia de que su hijo se sentara, gateara, se estirara para recibir un abrazo, hablara.
Todo aquello con lo que había soñado, pero que no había conseguido.
Si lo obtenía con otro hijo, no tendría que echarlo tanto de menos con Lovis. Él lo entendía, pero se preguntaba cómo iba a poder gestionarlo. ¿Qué pasaba si les salía otro bebé con problemas? Ahora apenas podían sostener la situación ni la relación. Pero Stina había sonado muy segura comentando que otra criatura la haría más feliz y que sus vidas serían más fáciles. Ella tendría fuerzas, estaría más contenta, sería una mejor madre para Lovis. Si era así, no sería UV quien le dijera que no.
Él le había contado que había conseguido un dinero que los mantendría a flote por una temporada, sin entrar en cómo lo había obtenido. Sobraba decir que ella entendía que se trataba de algo ilegal, pero, siempre y cuando no conociera los detalles, le iba bien. Por su parte, él seguía sintiendo una punzada de remordimiento cuando pensaba en el día anterior. Kenneth le caía muy bien, pero si había comprendido bien la información que le habían brindado la rusa y la pasma, el dinero que había conseguido no suponía ninguna diferencia, aún les quedaba más que de sobra para vivir bien. Y le había dado el Mercedes. Valía mucho más que las veinticinco mil coronas extras. O bueno, no se lo había dado, podía usarlo un tiempo. Tarde o temprano, los hermanos Pelttari preguntarían por el coche y le exigirían el pago, pero, con un poco de suerte, para entonces ya habría encontrado otro vehículo para Kenneth. Todo iría bien. Kenneth no era rencoroso, con el tiempo UV podría arreglar su amistad.
Con Sandra era otra historia. Si llegaba a enterarse algún día...
Pero el coche era de Kenneth, su amigo; era culpa suya que los hubiera pillado y extorsionado. Una vez le había confesado a UV que a veces temía que Sandra fuera a cansarse de él, de su falta de iniciativa, de su inutilidad general, de todas las malas decisiones que tomaba, por lo que era poco probable que fuera a contarle lo que había pasado.
UV giró para entrar en el patio y vio que había luz en el taller. Bien. Raimo estaba allí. Dieciocho años, había abandonado el programa de mecánica del instituto en primavera, pero era un as con los coches. Cuando venía. Últimamente había hecho un poco lo que le había dado la gana a la hora de presentarse en el taller, y UV se había visto obligado a mantener una charla con él, hacerle entender que no podía ir y venir según le apeteciera, que contaba con él. Empujó la puerta y apenas tuvo tiempo de entrar antes de que Raimo se le plantara delante.
—¿Te has enterado?
—¿De qué?
—De lo de Theo y los otros.
—Sí, me he enterado.
Difícil no hacerlo. La gran noticia había corrido por todas partes. Al principio había estado atento a todas las informaciones, pero luego las hipótesis sobre lo que podría haber ocurrido y las razones para ello se habían convertido en auténticas fantasías: alguien había oído algo de alguien, los rumores se tornaban verdad, los señalados se defendían duramente con odio y amenazas... Al final UV se había bajado del tiovivo de información, desinformación y especulaciones, que solo giraba cada vez más rápido.
—Yo conocía a Theo. ¿Tú lo conocías?
—Sé quién era.
—Se ve que estaba metido en alguna historia de supremacía blanca.
—¿De verdad?
—Lo pone en todas partes. Hay un chico que conocía al primer novio de su hermana, que lo sabía.
UV le dio una palmadita en el hombro y se dirigió al pequeño vestuario.
—Vamos a trabajar un poco.
—Hay una clienta esperándote en el despacho.
UV se detuvo, echó un vistazo a la puerta cerrada, como si mirándola fuera a adivinar quién estaba al otro lado.
—¿Quién es?
—La novia de Kenneth, la carcelera.
O sea que Kenneth se lo había chivado, a pesar de todo. Joder. UV sopesó la opción de largarse de nuevo. Pedirle a Raimo que esperara unos minutos y luego entrar en el despacho y decirle que no iba a venir en todo el día. Que estaba enfermo. Pero entonces ella iría a buscarlo a su casa. Daba igual lo que le dijera o dónde se metiera, Sandra no tiraría la toalla. Lo mejor sería zanjar el asunto cuanto antes.
Abrió la puerta del despacho, donde un armario archivador desproporcionado y el escritorio con el viejo ordenador y la impresora se encargaban de que el diminuto espacio pareciera amueblado en exceso. En las paredes verde oliva había pósteres de anuncios, fotos de coches y un calendario de 2012. Sandra era una silueta sentada de espaldas al otro lado de la mesa; el sol que con esfuerzo lograba colarse por la única ventana que había y que pedía a gritos que alguien la limpiara la iluminaba por detrás.
—Hola, Sandra.
—Hola, Dennis.
—¿En qué puedo ayudarte? —le preguntó lo más relajado que pudo, y se sentó en la silla de oficina con manchas de aceite.
—¿Tú qué crees?
Se cruzó con la mirada de Sandra. La de ella no cedió lo más mínimo. Él ya se acordaba de la penitenciaría. A veces, alguno de los reclusos nuevos había intentado meterse con ella, pensando que era más fácil de asustar y controlar solo porque era una tía. Algo que a todos, sin excepción, pronto les quedaba claro que era un auténtico error.
—El dinero —dijo él.
—El dinero —afirmó ella.
—No te lo puedo devolver.
—No es tuyo.
—Ni tuyo tampoco.
—Más que tuyo.
UV apoyó los codos en la mesa, la barbilla en las manos mientras le aguantaba la mirada. ¿Qué sabía que pudiera utilizar en su favor? Tenía que resolver la situación, pero ¿cómo?
—Quiero que lo devuelvas —dijo ella interrumpiendo sus pensamientos.
Luego hizo un gesto con la cabeza para señalar su propio regazo. UV se inclinó a un lado y miró debajo del escritorio. Siempre le había parecido que Sandra era un poco peculiar, difícil de leer, pero jamás que estuviera como una auténtica cabra. Lo cual debía de ser la más pura verdad, puesto que lo estaba apuntando con una escopeta de caza.
—Guarda eso.
—¿Me devuelves el dinero?
—Guarda eso —repitió él en tono tranquilo.
Sandra se encogió levemente de hombros, retiró un poco la silla y apoyó la escopeta en la mesa.
—No pensaba dispararte.
—Está bien saberlo.
—Al menos no aquí.
UV buscó alguna señal de que estuviera bromeando. No encontró ninguna.
—O sea, que si no te devuelvo la pasta... —comenzó a preguntar señalando el arma.
—La vas a devolver —respondió ella con calma.
—Pero, si no lo hago, ¿me vas a disparar?
—O quizá la policía reciba un chivatazo anónimo sobre drogas en el taller. —Sandra se abrió de brazos, paseó la mirada por el local y luego volvió a mirarlo a él—. A lo mejor encuentran una buena cantidad.
UV la observó en silencio. ¿Qué sabía? ¿Qué podía utilizar? ¿Cómo iba a resolver esto? Partía de la base de que el Volvo había desaparecido, así que no tenía nada con que negociar. Se maldijo a sí mismo por no haberle sacado una foto al coche cuando aún lo tenían en el garaje.
No conocía a Sandra. En el trullo ella siempre guardaba cierta distancia profesional, y en general ella no solía estar presente cuando él y Kenneth quedaban. Aun así, las pocas veces que habían coincidido ella nunca había mostrado cercanía, siempre había ido a lo suyo.
Pero él había nacido en Haparanda, igual que ella, y sabía cómo había sido su infancia. Había oído cómo le iba en la escuela, el bullying, su madre alcohólica. A través de terceros le había parecido entender que Sandra siempre había deseado llegar más lejos, subir en el escalafón social. Cruzó los dedos para que fuera verdad. Si lo era, aquí y ahora podría asegurarse un futuro inmediato libre de problemas, al menos en lo que a cuestiones económicas se refería. Merecía la pena probarlo.
—La poli me dijo que había droga en el coche. Anfetamina. Me pidió que estuviera al quite —comenzó partiendo de la base de que Kenneth ya se lo había contado. Sandra guardaba silencio—. ¿Cuánta?
Ella ladeó un poco la cabeza y se lo quedó mirando, probablemente en un intento de comprender qué estaba tramando, si tenía alguna intención de engañarla.
—No lo sé —dijo al final—. Bastante, creo. Una bolsa.
—¿Qué vais a hacer con ella?
—Nada. Es demasiado arriesgado.
UV respiró hondo, ahora o nunca, el futuro estaba en manos de los próximos segundos. No solo para él y Sandra, sino para su pequeña familia.
—Os la puedo vender. Puedo hablar con mis viejos contactos.
Seguro que ella se creía que daba una apariencia fría e impasible, pero su lenguaje corporal la delataba: se irguió un poco, se inclinó apenas una pizca hacia delante en la silla. En sus ojos, un brillo de interés. La tentación. Las intuiciones de UV habían sido acertadas, a pesar de todo.
—¿También había dinero en el coche? —continuó.
Parecía que Sandra había mordido el anzuelo, pero no era suficiente, tenía que recoger todo el hilo.
—Sí.
—¿Cuánto?
—¿Por qué quieres saberlo?
De nuevo, la suspicacia. Tentada pero no convencida. Aún. Él le explicó lo que sabía y lo que creía saber. Que tenía algo que ver con Rovaniemi, el trato que había salido mal —seguro que había leído sobre ello—, que el conductor del coche con el que habían chocado había huido con el dinero y la droga. Que en la calle la droga tenía un valor cerca de diez veces más de lo que habían encontrado en metálico en el coche. Así que, ¿cuánto?
—Trescientos mil euros —dijo ella tras una larga exhalación.
UV silbó, era más de lo que se había atrevido a pensar.
—O sea, que tres millones de coronas, más o menos.
—¿Significa eso que tiene un valor de treinta millones?
—En la calle. En el mejor de los casos, yo puedo venderla por diez.
UV no estaba del todo seguro de que ella fuera consciente de ello, pero Sandra estaba sonriendo, una amplia sonrisa de ensueño. Estaba tan cerca..., sería mejor aprovechar el momento.
—Quiero el veinte por ciento —dijo él—. Dos millones, tú te quedas con los otros ocho.
—Sé contar.
UV se limitó a asentir con la cabeza, dejó que ella se lo pensara. No quería parecer demasiado interesado, quería infundirle la sensación de que les estaba haciendo un favor, que se ofrecía por ellos, no por su propio interés. Con gran alegría, vio que Sandra se había decidido antes de verbalizarlo.
—Quince. Tú te quedas el quince por ciento.
—Hecho.