Llevaba consciente casi cinco minutos.
No se había movido, había mantenido la respiración relajada y constante, la cabeza colgando pesadamente sobre el pecho. El pelo le caía por las mejillas, pero no se atrevía a abrir los ojos; no quería mover ningún músculo de la cara que pudiera revelar que estaba despierta. Estaba tratando de hacerse una idea como buenamente podía de cuál era la situación. El aire de las inhalaciones olía un poco a tierra, como en un almacén de patatas, pero no cabía duda de que lo que se filtraba por sus párpados cerrados era luz del día, así que optó por pensar que estaba en un edificio con problemas de humedad. Cuatro voces: una la reconoció como de René Fouquier; supuso que las otras tres pertenecían a los hombres del hotel. Le dolía el mentón, y Katja se dio unos segundos para maldecirse a sí misma.
Por haberse permitido acabar en esta situación.
Haberse dejado atrapar por una panda de principiantes.
Sí, él había sido astuto: había mandado a los dos que ella ya conocía, había dejado que se sintiera confiada, que creyera que tenía la sartén por el mango, mientras el tercero la estaba esperando. Pero no era esa la razón por la que se hallaba ahora en semejantes circunstancias.
Había sido descuidada. Sabía por qué.
Todo había sido muy fácil desde que había llegado a Haparanda. UV le había dado a Jonte, que le había dado a René, que parecía un contable que trabajaba en una hamburguesería y hacía contrabando de droga escondiéndola en duendecillos de cerámica. Incluso la pequeña ciudad adormecida le había infundido una falsa seguridad, haciéndola bajar la guardia. Katja había subestimado a René por completo, y ahora estaba pagando el precio.
Ya bastaba de autocompadecerse, había llegado el momento de salir de allí.
Estaba sentada, lo cual siempre era mejor que estar tumbada. Las manos, atadas a la espalda. Unas cintas finas que se le clavaban en la piel de las muñecas. Bridas o algo parecido, quizá un cordón de plástico o un hilo de nailon, pero desde luego no una cuerda. Lástima, las cuerdas siempre cedían un poco. Las piernas, atadas por encima de las perneras y a las patas de la silla. Como era obvio, el cuchillo ya no estaba en su sitio. Habría preferido tocar con los dedos para ver si podía hacer algo con las bridas de las muñecas, pero no se atrevía a moverse. Ninguna de las voces que había oído hasta ese momento le había llegado desde atrás, pero cabía la posibilidad de que hubiera alguien allí también, alguien que no hablaba.
—Despiértala —oyó de pronto que decía René.
—¿Cómo?
—Hazlo y punto.
Katja movió lentamente la cabeza para evitar un intento de novato de despertarla. Levantó la cabeza con un pequeño jadeo que no fue forzado: tenía la nuca dolorida por llevar en la misma postura desde no sabía cuánto rato. Poco a poco, abrió los ojos y pestañeó con dificultad, fingiendo estar mucho más grogui de lo que en verdad estaba. Cada vez que parpadeaba, movía la cabeza para poder captar toda la información posible acerca de la estancia y del enemigo.
Por lo visto, eran cinco.
En lo que en algún momento debió de ser una cocina.
Los dos del restaurante, juntos en la puerta, que solo estaba unida al marco por la bisagra inferior. El hombre de la pistola eléctrica, apoyado en la pared que había a la derecha, donde el empapelado se había soltado o lo habían arrancado. René, que se le estaba acercando, y luego el tipo de pelo castaño al que había seguido hasta el piso, que estaba reclinado en una silla tomando cerveza directamente de la lata al lado de unos viejos fogones volcados de lado. No veía ninguna arma. Excepto su propio cuchillo, que continuaba en la funda sobre una encimera, debajo de una hilera de armaritos, todos vacíos y sin puertas. En una esquina, el techo se había desplomado, puede que debido a una gotera sin reparar. El color se desconchaba en todas partes, las dos ventanas de la estancia carecían de cristales y el suelo abombado de linóleo estaba cubierto de la porquería que tanto la naturaleza como el ser humano habían ido acumulando.
Una casa abandonada. Con toda seguridad, apartada. Buena elección.
—¿Cómo te llamas?
Katja miró a René, pestañeó como para enfocarlo.
—¿Eh? —soltó como si no hubiera oído la pregunta o no la hubiese entendido.
—¿Cómo te llamas? —repitió él.
—Louise... Louise Andersson.
No vio venir el bofetón. Su cabeza dio un bandazo y la mejilla le comenzó a arder. Por un breve instante notó una ola de ira, pero enseguida se obligó a poner de nuevo la mirada nublada de antes, incluso dejó que le cayeran un par de lágrimas, nunca estaban de más.
—Existe una Louise Andersson con tu número de identidad y todo, pero la he llamado y no está aquí. Está en su casa, en Linköping.
O sea que no se contentaba con explicarle que sabía que estaba mintiendo, sino que tenía que contarle también cómo lo sabía. Quería presumir, mostrarse listo. Más listo que ella.
—Así que, ¿quién eres?
Katja eligió su estrategia: brindarles la sensación de poseer el control sin mostrarse demasiado débil, demasiado colaborativa. Después de su comportamiento el día anterior en la hamburguesería, él entendería que estaba actuando.
—Me llamo Galina Sokolova.
—¿Rusa?
—¿A ti qué te parece? Да, русский.
Le pareció apreciar cierto titubeo. Se había representado tantas veces a la mafia rusa como criminales despiadados en libros, películas y series de televisión que Katja quiso creer que René lo estaba conectando, que se estaba preguntando en qué se había metido, si merecía la pena seguir adelante. El galo le hizo un gesto con la cabeza a uno de los hombres del hotel.
—Theo me ha dicho que eres bastante buena en el combate cuerpo a cuerpo.
—Sí, soy buena.
—Pero ahora estás aquí sentada.
Entre líneas, «yo soy mejor». Lo cual le iba a Katja como anillo al dedo. Reducir sus propias capacidades, estimular las de él.
—La jugada del hotel ha sido muy hábil.
—Gracias.
—Te he subestimado.
—Sí, me has subestimado. Háblame de las anfetaminas.
—¿Qué quieres saber?
—Lo que tú sepas.
Así que le contó lo de Rovaniemi y lo del negocio que se había torcido; le habló de Vadim, de lo que probablemente había pasado en el camino del bosque, de que las partes implicadas querían recuperar lo que habían perdido. Contó más de lo que ella en realidad quería que supieran, pero desconocía la información que ya tenían o que habían deducido solos. La verdad hizo que se relajaran: habían obtenido información, tenían la situación bajo control. Tampoco importaba demasiado de cuánto se enteraran, Katja no tenía intención de dejar a ninguno vivo.
—¿Y te han mandado a ti? ¿Solo a ti?
Para su satisfacción, Katja descubrió cierta suspicacia en la voz. Como si fuera impensable que una mujer sola pudiera conseguirlo. O por lo menos ella.
—Sí.
—¿Cómo me has encontrado?
—Lo siento, no puedo decirlo.
El golpe vino de repente. Su cabeza dio una sacudida. Katja aprovechó para morderse la mejilla por dentro y procuró que la saliva rojiza rezumara por la comisura de la boca cuando volvió a enderezarse. No solo debían creer que seguían teniendo el control, sino que estaba yendo en aumento.
—¿Te ha dolido?
—Sí.
Katja se cruzó con su mirada. Había algo en los ojos de los hombres que disfrutaban haciendo daño a otras personas. Algo que parecía moverse allí dentro, al fondo, como una niebla negra y oleosa. Viva. Lo había visto muchas veces, empezando por el hombre al que había llamado papá. En los ojos de René Fouquier no vio nada. Ni deseo ni alegría ni placer, ninguna pulsión que pudiera nublarle el juicio. Katja tuvo la sensación de que René no sentía nada de nada. Lo cual lo hacía mucho más peligroso.
—¿Cómo me has encontrado?
Katja lo miró unos segundos, luego miró a los demás. Uno estaba ocupado con su teléfono; el hombre supuestamente llamado Theo parecía tener cierto reparo en ver cómo maltrataban a una mujer maniatada, y vigilaba más la puerta abierta que a ella. El del pelo castaño seguía tomándose la cerveza en la silla. No se sentían amenazados, sino seguros.
Era el momento de actuar.
—¿Recuerdas lo que te dije ayer sobre lo de tocarme si yo no te he dicho que puedes hacerlo?
Mirada firme. Desafío evidente. Katja lo estaba retando. Delante de los otros. Si había sabido leer bien a René, sabía lo que vendría ahora. En efecto. Más trayectoria, puño cerrado, el golpe mucho más duro que los dos anteriores. Katja lo acompañó con todo el cuerpo, trasladó su centro de gravedad, empujó todo lo que pudo y la silla se volcó. En cuanto las patas delanteras se despegaron del suelo, ella basculó la pelvis hacia delante, estiró las piernas todo lo que pudo lo más rápido posible y notó que las bridas se deslizaban de las patas en el mismo instante en que ella aterrizaba en el suelo. Procuró mantener las piernas pegadas a las patas, cruzó los dedos para que nadie hubiese observado la pequeña maniobra. René se sentó de cuclillas a su lado.
—¿Cómo me has encontrado?
—Uno de tus yonquis me contó cómo funcionan las transacciones; mandé un mensaje desde su teléfono para comprar, y luego seguí a ese de ahí hasta tu casa.
Señaló al hombre en la silla. René le lanzó una mirada con la que le decía que no pensaba olvidarlo, que ya se encargaría luego.
—¿Quién es el yonqui?
—Un tal Jonte no sé qué.
—Jonte Lundin —dijo el hombre de la lata de cerveza, ansioso de echarle las culpas a otro—. Compró ayer. Tiene que haber sido él.
René volvió a ponerse de pie y les hizo una señal a los dos de la puerta. Katja cruzó los dedos para que no fuera a mandar a alguno a castigar a Lundin ya mismo. Quería tenerlos a todos reunidos en el mismo sitio.
—Ayudadla.
Se le acercaron. Uno la cogió por los antebrazos mientras el otro levantaba la silla. Katja pegó con fuerza los gemelos a las patas; era un momento crítico, con que estuvieran mínimamente atentos se darían cuenta de que ya no estaba atada. Pero no lo estaban. En cuanto la hubieron sentado de nuevo, regresaron a sus puestos. René se le volvió a acercar.
—¿Tienes alguna idea de dónde pueden estar las anfetaminas esas?
—Sí —afirmó, y carraspeó. Tosió, escupió un poco de sangre—. ¿Puedo beber un poco de agua?
—No tenemos agua.
—¿Tenéis algo que pueda beber? —preguntó ella en voz baja y rasposa, y miró al hombre en la silla.
René le hizo un gesto con la mano; el hombre se levantó y se acercó a Katja con la lata preparada para dejarla beber.
Katja se levantó de golpe de la silla, la apartó de una patada, saltó en vertical con todas sus fuerzas al mismo tiempo que recogía las rodillas hasta el pecho y se pasaba las manos por debajo de los talones. Cuando volvió a poner los pies en el suelo ya tenía los brazos por delante y se pegó al hombre del pelo castaño antes de que tuviera tiempo siquiera de reaccionar. Lo rodeó con los brazos, bloqueando los de él uno a cada lado del cuerpo. La lata de cerveza se le cayó de la mano, y de pronto los otros parecieron salir de su parálisis. René les gritó que la cogieran, y dos de los hombres comenzaron a acercarse a ella. Titubeando, ambos habían visto lo que había hecho en el hotel.
Katja necesitaba un poco más de tiempo, así que utilizó al hombre como un escudo contra los otros dos y le clavó los dientes en el cuello. Apretó las mandíbulas y tiró hacia atrás con la cabeza. El hombre soltó un poderoso grito de dolor y sorpresa. La sangre le comenzó a brotar del cuello y enseguida le llenó la camiseta blanca. El repentino ataque y el alarido de su compañero tuvo el efecto deseado: los otros se detuvieron e intercambiaron una fugaz mirada. ¿Qué coño estaba pasando? Katja escupió el trocito que le había arrancado del cuello al hombre y atacó de nuevo. Esta vez logró lo que pretendía desde el comienzo: sus dientes desgarraron la arteria carótida y la sangre comenzó a bombear en un chorro grueso y rojo oscuro, salpicando el suelo a una distancia considerable. El hombre gritó aún más fuerte que la primera vez, si cabe, mientras Katja lo fue arrastrando hacia atrás. Con los brazos pegados al cuerpo por la llave que ella le estaba haciendo, el hombre no tenía ninguna posibilidad de detener la hemorragia, por lo que la sangre continuó brotando a raudales. Katja volvió a escupir y miró fijamente al resto de los hombres en la cocina, que estaban en estado de shock por los acontecimientos de los últimos segundos, al mismo tiempo que les enseñaba los dientes en una sonrisa ensangrentada.
Al llegar a una de las dos ventanas, Katja levantó los brazos y soltó al hombre, que se desplomó en el suelo delante de ella. Convencida de que moriría desangrado, Katja se echó hacia atrás y saltó por la ventana. Aterrizó de espaldas en el suelo de fuera. La caída era de poco más de un metro y el golpe la dejó sin aire, pero aun así siguió actuando tal y como estaba programada para hacerlo. Rodó a un lado, se puso en pie y se alejó a toda velocidad del sitio en el que había aterrizado. Dobló la esquina, se detuvo, obligó a sus pulmones a coger aire, analizó rápidamente el lugar en el que se encontraba y las opciones que tenía.
Tal como había sospechado, no vio más edificios. Era una casa roja de dos alturas en medio de la nada. Un pequeño patio delante con un coche aparcado. A un lado, un prado verde, abierto y lleno de maleza; todo lo demás era bosque. Facilidad para huir, para esconderse, planificar el siguiente paso. Pero no quería que los cuatro de dentro tuvieran tiempo de dividirse, quizá marcharse de allí, a pie o en el coche. Desde el interior de la casa le llegó la voz de René que les gritaba a sus ayudantes que salieran, tenían que cogerla, no podían dejarla escapar. A juzgar por el número de veces que tuvo que repetirlo, Katja llegó a la conclusión de que los otros tres no tenían demasiadas ganas de ir a por ella después de la escenita que les había montado en la cocina.
Frotó la brida contra la esquina de la casa lo más fuerte que pudo y, tras unos pocos roces hacia arriba y hacia abajo, logró partirla. Volvía a tener las manos libres. Se giró para volver por donde había venido. Dio por hecho que René o alguno de los demás habría mirado por la ventana por la que se había tirado y habría comprobado que ya no estaba allí. Por lo tanto, debía de ser el lugar por el que menos se esperaban que fuera a aparecer. Se apoyó en la pared y subió a pulso, echó un vistazo rápido por la ventana y vio que no había nadie en la cocina. Con agilidad, en silencio y controlando cada movimiento, se metió dentro. Sangre por todas partes. El hombre al que le había destrozado el cuello yacía muerto unos metros más adelante; debía de haberse arrastrado hasta allí en un intento inútil de hallar la salvación. Katja le pasó por encima y se acercó a la encimera. Con gran alivio comprobó que el cuchillo Bowie seguía allí. Lo sacó de la funda y continuó avanzando.
La estancia contigua, que en su día debía de haber hecho las veces de salón, se veía igual de decadente que la cocina. Katja la cruzó con todo el sigilo que le permitía el parqué hinchado por la humedad. Se detuvo, aguzó el oído. Tuvo la sensación de que no quedaba nadie en la casa. Siguió hacia delante hasta llegar a un pequeño recibidor, donde el empapelado superior se había desprendido y colgaba flácido sobre el revestimiento de madera de la pared, oscurecido y despegado. En el suelo se mezclaban los restos de un armario empotrado destrozado, un colgador arrancado y piezas de motor con hojas y suciedad. Katja avanzó hasta el marco de la entrada, donde no había puerta, y asomó la cabeza con cuidado. Unos pasos a la izquierda estaba el hombre que por la mañana la había estado esperando en el vestíbulo del hotel. Le estaba dando la espalda. Tal como había sospechado, no se esperaban que fuera a aparecer desde el interior del edificio.
—¿La ves? —gritó el hombre, y Katja divisó a Theo unos diez metros más allá, dirigiéndose con cautela hacia unos arbustos de bayas muy densos, armado con una barra de hierro de medio metro.
Katja le dio la vuelta al cuchillo, lo sujetó de la punta, se deslizó en silencio y cogió al hombre joven por detrás. Le dejó que soltara un gritito de sorpresa, lo cual hizo que Theo se diera la vuelta. Katja alzó el brazo y lanzó el cuchillo. No fue un tiro brillante, pero se le clavó en la barriga justo por debajo del esternón; debía de haberle dañado el hígado y punzado el bazo. Theo cayó de espaldas con un chillido, al mismo tiempo que ella pateaba los pies al hombre al que estaba sujetando, que cayó como un saco al suelo. Katja aprovechó su peso corporal y le dio un fuerte pisotón en el cuello, chafándole la nuez y el esófago; retorció el pie y se quedó así un momento, escuchando los vanos intentos del hombre de coger aire antes de acercarse a paso ligero a Theo, que seguía tumbado bocarriba entre la hierba alta, con las dos manos ensangrentadas alrededor del mango del cuchillo. Gimoteaba en voz baja, sin decir nada; ella se inclinó y él la miró con ojos suplicantes, pero Katja se limitó a sacarle el cuchillo. Luego se lo volvió a clavar en el pecho, directo al corazón.
Tres muertos, quedaban dos.
Se irguió, volvió a hurtadillas a la casa y se metió otra vez dentro. Cruzó la vivienda hasta que llegó a las ventanas que daban al otro lado. El hombre que la había estado esperando con la pistola eléctrica en el pasillo del hotel estaba cerrando el maletero del coche con un golpe. Portaba una escopeta en las manos que cargó con dos cartuchos antes de empezar a rodear la casa con el arma en ristre. Katja retrocedió hasta el pasillo y subió la escalera hasta el primer piso.
Ella tenía un cuchillo. Él, una escopeta.
Ella tenía que acercársele. Él lo sabía.
En el piso de arriba había tres habitaciones pequeñas y un cuarto de baño, donde todas las baldosas estaban destrozadas y tiradas en el suelo. Katja se orientó con rapidez y se metió en una de las habitaciones que en su día había sido un dormitorio. Vacía, a excepción de una cama mugrienta y mohosa en un rincón. El colchón estaba rajado y comido en varios sitios. Se aproximó a la ventana, miró con cuidado hacia abajo. Efectivamente, el hombre de la escopeta estaba sentado en la esquina, donde el porche sobresalía del resto de la casa. Difícil de ver, pero con buena visibilidad sobre la mayor parte del patio. Si Katja hubiese intentado llegar hasta el coche, no habría tenido ninguna posibilidad.
Metió la cabeza y se quedó un momento pensando. Primer piso. Tres metros y medio, cuatro. Quizá un poco más. Pero controlado y con algo, alguien, que amortiguaría el golpe. Se decidió, retornó a la ventana y subió con cuidado un pie. Apoyó el peso sobre él, el marco aguantaba sin hacer ruido, así que Katja terminó de subirse con sigilo hasta que quedó de cuclillas en la abertura. Estaba segura de que lo había hecho en silencio y sin dejar caer nada, pero el hombre de abajo debía de haber presentido algo, porque al mismo tiempo que ella se dejaba caer, él volvió el cuerpo y miró hacia arriba. Era rápido, si la caída hubiese sido más larga le habría dado tiempo de apuntar con la escopeta. Por suerte, solo logró levantarla hasta la mitad y con un rugido de rabia. Katja aterrizó sobre él y le hundió el cuchillo en un ojo con ambas manos. Por un instante, se quedó sentada a horcajadas encima de él, respirando con tranquilidad mientras hacía un escaneado mental de eventuales heridas en su cuerpo. No localizó ninguna, así que se puso en pie. Se agachó y recogió la escopeta. Pegó la espalda a la pared mientras la inspeccionaba con familiaridad.
—¡René! ¡Solo quedas tú!
Se quedó quieta escuchando. Nada. Solo la naturaleza; de vez en cuando algún ruido de motor que el viento arrastraba de los coches que pasaban a toda velocidad lejos de allí. Katja se permitió el lujo de relajarse un poco. Bastante convencida de que René no tenía ninguna arma de fuego y que era demasiado listo como para atacarla sin nada. Desde luego, demasiado listo como para creer que podría negociar con ella, salir de esa a base de hablar.
Él ya sabía que era hombre muerto.
La única opción que le quedaba era huir. Rápido y lejos.
Existía una pequeña posibilidad de que ya lo hubiera hecho; Katja no lo había visto ni oído desde que había gritado las órdenes después, de que ella saltara por la ventana. Desde que había perdido el control, la iniciativa. Si era el caso, no podía haber llegado muy lejos. Debía de estar dirigiéndose a Haparanda. Ella contaba con un coche, tendría que ser capaz de regresar más deprisa que él. Miró la hora y luego el sol. No sabía dónde estaba, pero al menos podía orientarse con los puntos cardinales.
Tarde o temprano daría con él. No importaba si le llevaba un poco de tiempo.
Se le daba bien esperar.
Hacía tanto tiempo que no estaba aquí.
El piso de la calle Råggatan. Le gusta.
Amplio y espacioso, de dos habitaciones. Nubes oscuras fuera. Pero ella no puede verlas, no desde el pasillo, donde está luchando por conseguir ponerle el mono de invierno a Elin.
No sabe que están ahí.
Springsteen suena en el salón.
No tenía claro cómo iba a llevar lo de vivir en un piso. Y en una gran ciudad, además. La más grande. Pero a ella le gusta. La vida que llevan en Estocolmo. Elin no quiere ir sin su padre. Está muy apegada a él. No es de extrañar, pasa mucho más tiempo con él, por no decir todo el tiempo. Él tiene hoy una entrevista de trabajo. Traje y corbata. Elegante. Así que Elin, que acaba de cumplir dos años, tiene que irse con Hannah. Un bonito día juntas, madre e hija. Por mucho que Thomas haya disfrutado de quedarse en casa, empieza a echar de menos tener otra vida, una vida de adulto. Además, los ingresos extras siempre son bienvenidos.
Si Hannah tan solo pudiera ponerle a la niña la ropa de abrigo...
La soborna. Deja que se ponga los zapatos rojos de charol, a pesar de no ser un calzado para salir de casa. Y cuando vayan a la tienda le comprará un helado, ¿suena bien? Por fin, los brazos y las piernas se meten por donde toca. Se lo van a pasar bien juntas. Dile adiós a papá. Por última vez.
Eso ella tampoco lo sabe.
Él está cantando en el salón.
Las vidas de los jóvenes terminaron antes de empezar
Esta es una oración por las almas de los difuntos.
Cuando ha atado a Elin en la sillita del coche y da la vuelta para sentarse al volante, levanta la cabeza y mira al cielo. Ahora sí las ve. Las nubes oscuras.
¿Va a llover?
¿Debería subir corriendo a buscar un paraguas?
No tiene ánimos para hacer bajar a Elin otra vez. Cruza los dedos para que el tiempo aguante. Se sienta en el coche y se marchan.
—¿Hola? Ya hemos llegado. —Hannah abrió los ojos y pestañeó, miró un tanto adormecida a su alrededor. Estaban en el coche aparcado delante de comisaría. El motor, apagado—. Te has dormido —le aclaró Thomas sin ninguna necesidad.
—Esta noche he dormido mal —repuso Hannah, y se secó la barbilla, donde notaba que le había caído saliva, al mismo tiempo que se estiraba en el asiento.
Se habían quedado en el lago hasta que X y Gordon habían llegado y constatado lo que Hannah ya sabía y les había dicho: que necesitaban un buzo. Tardarían lo suyo en conseguir que subiera alguien, y no hacía falta que permanecieran todos allí hasta entonces. Hannah no había tardado en ofrecerse para volver a comisaría. Pasaba pocas veces, pero siempre se ponía tensa cuando Thomas y Gordon coincidían. Habían regresado por el mismo camino, en el mismo silencio familiar que a la ida, y a los diez minutos Hannah se había reclinado en el asiento y, por lo visto, se había quedado dormida.
Echó un vistazo al reloj y se volvió hacia su marido.
—¿Te apetece ir a comer algo?
—Claro.
¿Thomas había titubeado o eran imaginaciones suyas? Él arrancó de nuevo el coche, atravesó sin prisa el escasamente poblado y transitado centro de la ciudad, subieron a Leilani, aparcaron delante y entraron.
Sami Ritola estaba sentado a una de las mesas del fondo del local junto con un hombre al que Hannah no conocía. El compañero estaba de espaldas a ella, y a Hannah no le apetecía acercarse a saludar. Le sorprendió un poco encontrárselo allí, pensaba que había vuelto el día anterior a Rovaniemi, después de la puesta al día del caso. X había sido muy claro diciendo que los servicios de Ritola no serían necesarios de ahí en adelante y, en caso de que lo fueran en algún momento, bastaría con una llamada telefónica.
Se metieron a la izquierda después de la barra, pasaron por delante de la gigantesca estatua de un buda y tomaron asiento. Después de pedir las consumiciones, Hannah sacó el teléfono, abrió un mapa y dejó el móvil en la mesa entre los dos.
—Conocer el lago, encontrar el camino lleno de maleza y saber de la existencia del claro al final del bosque. Teníamos razón, es alguien que conoce la zona.
—Puede ser —respondió Thomas, y se sirvió un vaso de agua.
—Él fue atropellado aquí, y el lago está aquí. —Deslizó dos dedos por la pantalla para ampliar la imagen del mapa—. Así que, si nos centramos en esta zona de aquí, Vitvattnet, un poco más arriba, hacia Norra Storträsk, Grubbnäsudden, Bodträsk, a lo mejor hay alguien que haya visto algo.
Thomas dio unos tragos de agua con la mirada fija en la pantalla, como si estuviera pensando en algo.
—Tu no-amigo, el que te llamó, ¿pudo ver al conductor?
—No me dijo nada.
—¿Se lo podrás preguntar?
—Claro.
—Gracias.
Hannah se guardó el teléfono en el bolsillo otra vez, estiró una mano por la mesa y la puso sobre la de Thomas; le acarició los nudillos con el pulgar.
—Me ha gustado ir hasta allí contigo, hacer algo juntos.
—Sí...
—Aunque solo fuera trabajo.
—Ya.
—Ayer te eché de menos cuando fuiste a casa de Kenneth.
—¿Ah, sí?
—Sí, me sentí un poco... rechazada, si te soy sincera.
Ahí. Lo había dicho. Se sorprendió a sí misma. No tenía pensado siquiera sacar el tema. Al menos no allí y entonces. Quizá fuera porque estaban en terreno neutral. Comiendo fuera de casa. Como una pareja. Eso le quitaba dramatismo al asunto. Tampoco hacía falta darle tanta coba, solo era algo que estaban comentando a la espera de que les trajeran la comida. Un tema de conversación entre muchos otros.
Ahora la pelota estaba en el tejado de Thomas.
Él no contestó enseguida; la miró con una gravedad que Hannah solo recordaba haberle visto una vez en la vida.
Hacía veinticuatro años. En Estocolmo.
Cuando él le había dicho que tenían dos opciones: dejar que todo se fuera a pique o seguir adelante.
Hannah se asustó. Le dio una sensación de que, fuera lo que fuera lo que había presentido que Thomas iba a decir, en realidad era peor. Peor de lo que se podía imaginar. Thomas cogió una bocanada de aire de mal augurio, pero pareció detenerse, negó con la cabeza discretamente y, sin darse cuenta, o al menos Hannah estaba convencida de ello, soltó el aire en una larga exhalación. Cuando volvió a mirarla a los ojos, toda aquella gravedad se había desvanecido.
—No era mi intención, no sabía que..., no lo sabía.
Hannah se inclinó sobre la mesa y bajó la voz. Ya puestos, mejor llegar hasta el final.
—Tenía las manos metidas en tus bolsillos, creo que te estaban dando una pequeña pista de lo que andaba buscando.
—Lo siento.
—Ya llevo un tiempo teniendo esta impresión de que... me evitas.
—Lo siento, no ha sido mi intención.
La pena y la sensación de culpa de Thomas parecían tan francas que Hannah se sintió más que dispuesta a creerlo; él no se había dado cuenta de que la estaba hiriendo al tomar tanta distancia, tal como ella pensaba. ¿Era tan simple como eso? ¿Que solo habían interpretado diferentes situaciones de distinta manera? Sin hablar de ello, dejándolo pasar y que se hiciera más grande, sin que ninguno de los dos supiera qué pensaba y sentía el otro.
—Ahora puedes resarcirte —comentó ella con una leve sonrisa de alivio.
—¿Ahora... ahora?
—No aquí, pero mis dos jefes van a pasarse unas cuantas horas en el lago, así que podríamos ir a casa.
—Tengo que ir a trabajar —repuso él, y retiró la mano apenas un milímetro de la suya, sin querer decepcionarla de nuevo, pero lo suficiente como para marcar distancia.
—Pensaba que estabais muy tranquilos en el trabajo —dijo Hannah, y le puso las cosas fáciles retirando ella misma la mano. Las mentiras que había estado dispuesta a escuchar ya no se sostenían más.
—Y lo estamos, pero hay cosas que hacer de todas formas. Y Perka coge vacaciones la semana que viene, así que...
—Claro. Vale.
—Pero a lo mejor esta noche.
—Claro. A lo mejor.
Les llevaron los platos y comieron en silencio. Ninguno quiso café; pagaron y salieron juntos. Se detuvieron en la acera delante del restaurante. Thomas se abotonó la chaqueta fina que llevaba puesta y señaló el coche con la barbilla.
—¿Te llevo de vuelta?
—No, iré caminando.
—Pues nos vemos esta noche.
—Sí, nos vemos luego.
Hannah se quedó donde estaba, mirando a Thomas cruzar la calle, meterse en el coche y arrancar. Él se despidió con la mano y ella alzó la suya antes de dirigirse de vuelta al centro y al trabajo. A los pocos pasos, sacó el móvil del bolsillo y lo aguantó en la mano, vacilando. No era así como solía hacerlo, no era así como lo quería hacer, pero a la mierda. Lo necesitaba. Lo quería. Marcó un número, esperó varios tonos, se lo cogieron.
—¿Cuánto rato tienes que estar en el lago?