Ya podía descartar otro sitio. Thomas no estaba en casa de ninguno de sus compañeros de trabajo. Ninguno de ellos lo había visto desde que se había marchado de la oficina, a la hora de siempre, a mediodía.

A Hannah le costaba imaginar que se hubiese ido a algún bar a tomarse una cerveza. Habría sido fácil y rápido dar una vuelta de reconocimiento, no había muchos locales donde elegir, por no decir ninguno a esas horas, pensándolo bien. La oferta de bares y pubs aumentaba algo durante los meses de verano, con la llegada de turistas, pero todavía había pocos y Thomas no tenía por costumbre salir a tomar nada. Al menos no solo, y después de hablar con todos sus compañeros de curro ya no quedaba nadie que pudiera hacerle compañía. Su círculo social era más bien pequeño. Mayor que el de ella, pero pequeño igualmente.

De nuevo, la idea de que pudiera estar en casa de otra mujer. Entonces Hannah no lo encontraría nunca. Pero no había nada que lo sugiriera, excepto el distanciamiento que él le había mostrado en los últimos tiempos. No había rastros ni en su ropa ni en el coche. Ningún olor a perfume. Ninguna compra inexplicable desde la cuenta común. No sabía si había mensajes o correos electrónicos, no le había revisado el teléfono ni había entrado en su ordenador, ni tampoco se le pasaba por la cabeza hacerlo.

Pensó en llamarlo, pero se abstuvo. Thomas quería estar solo; si ella lo llamaba, él no le comentaría dónde estaba, solo le diría que ya volvería a casa luego, más tarde, enseguida.

A lo mejor había ido a ver a Kenneth y Sandra. Se había implicado mucho con su sobrino después de que la familia de este lo abandonara. Stefan nunca le había caído bien a Hannah, y con Rita jamás se había entendido. Una cosa era no tener la mejor relación del mundo con tus hijos, como ella misma, sin ir más lejos, y otra era casi hacer como si tu hijo no hubiera existido nunca. De Stefan se lo podía esperar, no la sorprendía que hiciera algo así, pero ¿Rita? No había nada de masculino-femenino en la cuestión, todo se reducía a que Stefan era un psicópata frío y controlador, y Rita no.

Sandra entraba a trabajar temprano y tardaba una hora en llegar al trabajo todos los días, así que seguro que estaba durmiendo; pero Kenneth estaba desempleado y podría estar levantado. A veces Hannah se preguntaba qué sería de él. No había trabajado ni un solo día desde que había salido de la cárcel, no había mostrado ningún interés en estudiar nada ni en seguir formándose, no tenía ninguna iniciativa. Sandra cargaba con un lastre importante. Hannah siempre había tenido la sensación de que la chica se las apañaba con casi todo, pero en algún momento ella también llegaría a su límite. ¿Durante cuánto tiempo le parecería bien asumir ella sola todos los gastos domésticos?

Hannah aminoró la marcha delante de la ajada casa de Norra Storträsk. Fuera había un Mercedes que no conocía, así que a lo mejor tenían visita, aunque parecía que la casa tenía las luces apagadas y no se percibía movimiento dentro. En cualquier caso, el coche de Thomas no estaba allí, así que no se molestó en bajarse y llamar al timbre. Siguió su camino. Solo se le ocurría un último sitio donde mirar. Si no estaba allí, tendría que tirar la toalla. Volver a casa, llamarlo por teléfono o aceptar que, probablemente, había conocido a otra. ¿Cómo reaccionaría ella si se enteraba de que era así? ¿Lucharía por la relación para conservar a Thomas? ¿Acaso era siquiera posible? En tal caso, ¿no la habría dejado él a ella porque estaba cansado, porque había encontrado a otra persona, alguien mejor? ¿Qué probabilidades tenían de volverse a «encontrar»? Pocas, se aventuró a pensar. Mínimas. Por supuesto, dependería de lo que tuviera con la otra. Si solo era sexo, como lo de ella y Gordon, solo alguien que le brindaba intimidad y un cuerpo, pues quizá. Pero, a diferencia de él, eso era justo lo que Hannah le había ofrecido. Muchas veces. Y él la había rechazado. Si tenía una amante, debía de ser por algo más. Otra cosa.

Para su alivio, pudo quitarse todas esas ideas de la cabeza. El coche de Thomas estaba aparcado delante de la cabaña, que a Hannah nunca le había gustado. Cuando Rita había dejado de mostrar interés en ella —es decir, cuando Stefan no quiso que la conservara—, Hannah había cruzado los dedos en silencio para que la vendieran, pero lo que hizo Thomas fue comprarle su parte a la hermana. Hannah nunca había hecho ningún comentario al respecto, había entendido lo importante que era la cabaña para él. Había dejado que fuera de Thomas, no de los dos.

Aparcó detrás de su coche. Vio salir a Thomas de la caseta de las herramientas que había a un lado de la casa, llevaba algo en las manos. Él se detuvo, sorprendido de verla, y no en el sentido positivo de la palabra. Hannah se bajó del vehículo y se le acercó; observó que había más herramientas y equipamiento esparcidos por el suelo, delante de la caseta.

—Hola, ¿qué estás haciendo aquí? —la saludó cuando Hannah se acercó.

—Te estaba buscando. Pensaba que estarías en casa.

—No, he venido aquí.

—Ya veo. ¿Qué haces? —preguntó señalando las cosas que había tiradas en la hierba.

—Estoy haciendo un poco de limpieza.

—¿Por qué?

—Ya tocaba. Tenía un montón de mierda acumulada que nadie utiliza.

Hannah deslizó la mirada por el equipo de pesca, las herramientas y los aperos. Hacía mucho tiempo que no iba por allí ni participaba de la vida de la cabaña, pero le sonaba que algunas de aquellas cosas Thomas las había comprado muy recientemente. No le dio mayor importancia, no era ese el motivo de su visita.

—No pareces muy contento de verme.

—Claro que sí.

—¿Claro que sí?

Hannah fue a coger una silla plegable de camping que Thomas había dejado apoyada en una pared, la desplegó y se sentó. Thomas se quedó donde estaba, siguiéndola con la vista, todavía con un salabre y un bichero en las manos. Hannah se inclinó hacia delante, apoyó los brazos en las rodillas y lo miró a los ojos.

—¿Qué está pasando?

Thomas no respondió, se limitó a soltar un profundo suspiro y a contemplar al cielo naranja. Reinaba un silencio absoluto. Ni un coche, ni un sonido humano; incluso los pájaros e insectos parecían haber abandonado el lugar para que pudieran estar tranquilos. Cuando Thomas volvió a mirarla a la cara, la gravedad de su mirada casi la sacudió físicamente, la preocupación hizo que su diafragma se contrajera. Cuando Hannah se dio cuenta de que Thomas no solo estaba lidiando con las palabras, sino también para contener las lágrimas, lo entendió todo.

De pronto lo supo.

No sabría explicar cómo. Pero cuando se le pasó por la cabeza resultó todo muy evidente, muy claro. Thomas pensaba dejarla, pero no por otra. Miró las cosas que había tiradas por el suelo mientras su cerebro trataba de seguirle el ritmo y conseguir comprender la intuición que había tenido.

—Eso son cosas que ni los niños ni yo queremos.

Thomas no dijo nada, soltó todo el aire de los pulmones en una larga exhalación con la que pareció encogerse. Las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas, a perderse bajo la barba.

—Estás enfermo.

Thomas asintió con la cabeza. Hombros caídos, brazos flácidos, las cosas de pesca aún en las manos, como si destinara toda su energía únicamente a mantenerse en pie.

—No quería que te enteraras así.

—¿Cuánto hace que lo sabes?

Si lo pensaba un poco, creía saber ya la respuesta. ¿Cuándo comprendió ella por primera vez que en casa no iba todo bien, cuándo habían dejado las cosas de ser como siempre entre ellos dos?

—Un año, más o menos.

Encajaba bastante; fue entonces cuando Thomas había comenzado a retirarse, a guardar las distancias.

—¿Cuánto te queda?

Oyó las palabras saliendo de su boca, pero le costaba entender que vinieran de ella, que estuviera sentada en una silla de camping en la hierba de la cabaña preguntándole a su marido cuándo iba a morir.

—Unos meses, a lo mejor, si tengo suerte.

Hannah comenzó a tener dificultades para respirar. Tenía la impresión de que iba a estallarle el corazón en el pecho. No podía pensar con claridad, no podía gestionarlo. No tenía ni idea de qué decir, pero tampoco qué sentir. Demasiados sentimientos. Muchos de los que ni siquiera era consciente que tenía.

¿Qué debía hacer?

¿Gritar, enfadarse, llorar, sentirse traicionada, engañada, asustada?

Más que notar, oyó que su respiración se volvía más pesada, comenzó a percibir un zumbido en la cabeza; el silencio se tornó más denso, apagado, como si de repente se le hubieran tapado los oídos. Una parte minúscula que parecía mantenerse funcional trató de decirle que estaba sufriendo un shock, pero no pudo hacer nada con dicha información. No sabía cómo reaccionar ante absolutamente nada, ni cómo gestionarlo.

La única solución fue levantarse y marcharse.

—¡Hannah! —oyó a sus espaldas, pero ni siquiera se dio la vuelta.

Lo único que hizo fue levantar una mano para indicarle que no la siguiera mientras seguía caminando.

Thomas le hizo caso, por lo que Hannah pudo comprobar cuando se sentó en el coche. Seguía de pie delante de la caseta. Roto, débil e igual de incapaz de gestionar la situación que ella, no pudo más que mirarla arrancar el coche, dar marcha atrás e irse.

El ruido del aire que entraba por la ventanilla abierta casi superaba el del pulso que le latía en las sienes. Pero solo casi. Los pensamientos se le seguían arremolinando en la cabeza, esquivos, huidizos, imposibles de asir y retener. Pensaba que estaba llorando, tenía las mejillas húmedas, pero no sentía más congoja o pena que cualquier otra emoción.

Cuando estuvo a punto de salirse en una curva del estrecho camino, que ni siquiera sabía con certeza si era el correcto para regresar a casa, había vuelto de forma repentina a una suerte de realidad. Se paró en el arcén, se quedó sentada en el asiento, las manos en el volante, la mirada al vacío sobre las dos roderas que cortaban el bosque como una herida abierta. Los mosquitos se agolparon al instante, atraídos por el calor del motor, y encontraron por dónde meterse en el habitáculo. Hannah no se dio cuenta. A pesar de llevar la ventanilla bajada, le costaba respirar, así que se desabrochó el cinturón, asombrada de habérselo puesto, pues no recordaba haberlo hecho, se bajó del coche y echó a andar. Se metió en el bosque.

Respiración jadeante, al límite, a punto de perder el control.

Cuando se sentó en un tronco caído, no sabía cuánto rato llevaba caminando. Se frotó las palmas de las manos en las perneras mientras se iba meciendo hacia delante y hacia atrás. Se obligó a ir despacio recuperando el control, a recapacitar, a poner orden.

Lo único que encontró fue aturdimiento. Aturdimiento y desorientación.

Como cuando tenía catorce años. Durante todo el instituto. Después de que su madre se hubiera quitado la vida. Cuando el suelo desapareció bajo sus pies, cuando el mundo se volvió incomprensible y ella dejó de saber cuál era su sitio en él. Thomas había sido quien la había rescatado años más tarde. La había vuelto a poner en pie. Sin grandes gestos, nada premeditado. Solo había visto algo en ella que le gustaba y había estado a su lado. Con su calma, su claridad y su paciencia. Se había vuelto la base sobre la que ella, poco a poco, había empezado a reconstruir su vida. Había conseguido hacerle ver un futuro, mejorar las notas, entrar en la escuela de policía; se fue con ella a Estocolmo; una vez más logró insuflarle fuerzas para tirar adelante después de lo que le había ocurrido a Elin.

¿Quién se las daría esta vez?

Los niños. No había pensado en Gabriel y Alicia en ningún momento. Iban a perder al adulto que más les importaba y, puesta a ser brutalmente sincera, el que más se preocupaba por ellos.

Sin exageraciones. Sin autocompasión.

Las cosas eran así, siempre habían sido así.

Thomas tenía una relación más estrecha con los críos que ella. Pese a sus formas calladas y un poco retraídas, siempre se había implicado más que Hannah. Había estado ahí para ellos se tratara de lo que se tratara, en todo momento y para cualquier cosa.

Igual que había estado ahí para ella.

Quizá de manera inconsciente, Hannah había sentido miedo de vincularse, de querer de forma incondicional. Lo había hecho antes, con su madre, hasta cierto punto, pero sobre todo con Elin, y Elin se había ido. Aquello había estado a punto de hacerla sucumbir. Hannah recordaba haberlo pensado ya con el embarazo de Gabriel. ¿Se atrevería a entregarse del todo otra vez? No podría sobrevivir una vez más a semejante pena. Así que siempre había guardado cierta distancia con ellos.

Pero ¿no la habían castigado ya bastante? ¿A cuánta gente más pensaban quitarle de su lado? Su madre, Elin y ahora Thomas.

Se le hacía muy grande. Era demasiado.

Soltó un grito, rompiendo el silencio. Llenó los pulmones y chilló una vez más. Y otra. No se calló hasta que notó sabor a sangre en la garganta, se percató de que estaba llorando, de que había cedido, y se quedó sollozando sobre el tronco del árbol caído.

No sabía cuánto rato.

Dejó que pasara todo el tiempo que fuera necesario antes de incorporarse y volver al coche. Y ahora, ¿adónde? No tenía ganas de regresar a casa. No podía. Thomas estaría allí, o acabaría apareciendo. Ahora mismo no tenía fuerzas para verlo. Necesitaba más tiempo. No iba a salir nada bueno de que se vieran ahora. Probablemente, él también lo sabía. No la había llamado ni le había escrito ningún mensaje desde que Hannah se había ido de la cabaña.

Cuarenta y cinco minutos más tarde entró en Haparanda por la carretera 99 desde el norte, se metió en Västra Esplanaden, pasó por delante del piso de René Fouquier. Tuvo la sensación de que hacía una eternidad que Gordon y ella habían estado allí dentro. En las calles no había nadie, pese a la luz y el calor. Hannah pasó por la plaza. Aún había alguna que otra antorcha dando los últimos suspiros entre las flores y las fotos, pero por lo demás estaba todo desierto. Continuó en dirección sur, pasó junto a la estación de tren, la segunda torre de agua de la ciudad, la fea, que parecía como si alguien hubiese clavado tres contenedores azules en varios pilares de hormigón, se metió por Movägen y aparcó delante de una de las casas idénticas al final de la calle. ¿Era una buena idea? Daba un poco lo mismo. No tenía mucha gente a la que elegir. A nadie, para ser francos.

—¿Puedo quedarme aquí esta noche? —preguntó cuando Gordon abrió la puerta soñoliento.

Se hizo a un lado y la dejó pasar sin decir nada.