En el patio, la cajita con matarratas en una mano y las llaves del coche en la otra. Antes de salir se lo había pensado bien y había llegado a la conclusión de que no tenía elección, pero aun así titubeó antes de abrir el garaje. Era un gran riesgo, demasiado grande; en el peor de los casos se cargaría todo el plan de arriba abajo, pero ¿qué otra cosa podía hacer? Aunque tuviera suficiente confianza con el resto de la gente del pueblo como para pedirles que lo llevaran —cosa que no tenía—, no era ninguna alternativa. Demasiado arriesgado. Las personas con las que tenía alguna relación en Haparanda eran meros conocidos, no amigos, y no confiaba lo suficiente en nadie. Si esperaba hasta que Sandra volviera a casa para coger su coche, ella le preguntaría adónde iba y por qué, y Kenneth no estaba seguro de que pudiera callarse la verdad.

Se le daba muy mal mentirle a Sandra.

Falta de práctica, probablemente. Aunque nunca había sido lo suyo. Y esto era algo de lo que ella no debía enterarse. Así que, ¿qué opciones le quedaban? Ninguna. No podía sino cruzar los dedos para que todo saliera bien.

Kenneth abrió la puerta del garaje. Ahí estaba el Volvo. Los desperfectos, más graves de lo que él recordaba. Por un instante su mente regresó al camino del bosque.

Al antes y el después. Cuando su vida dio un giro.

Uno mayor que cuando lo habían pillado por el robo en Estocolmo, le parecía ahora. Mayor que cuando había entrado en la cárcel, que cuando su familia lo había repudiado. Se quitó todos los recuerdos de la cabeza, no había espacio para la duda. ¿Había alguna manera de disimular las abolladuras más graves y los faros rotos? Paseó la mirada por el garaje, pero se dijo que, hiciera lo que hiciera, lo más probable era que acabara llamando aún más la atención, así que tiró la mochila dentro del coche y se puso en marcha.

Cogió los caminos más pequeños y menos transitados que conocía hasta la cabaña de Thomas. Se descubrió de nuevo a sí mismo pensando en la familia. En realidad, no los echaba de menos. No tenía ningún interés en tratar de recuperar a ninguno de ellos para que formaran parte de nuevo en su vida. Pero, dentro de tres años, cuando Sandra y él se convirtieran oficialmente en millonarios, quería que ellos se enteraran.

Que se las había arreglado bien.

Que todo le iba bien sin ellos. Mejor que bien, a decir verdad.

Que se habían casado, que habían celebrado una boda fantástica, sin invitarlos a ellos, y que Rita y Stefan jamás conocerían a sus preciosos nietos, no formarían parte de su vida. Los niños llamarían abuelo y abuela a Thomas y Hannah.

Pero primero estaba obligado a quitarse de encima la mierda en la que se había metido. En la que UV lo había metido, se corrigió mientras se paraba en la cuneta del estrecho camino de tierra y apagaba el motor. Quedaba un trozo hasta la cabaña, pero no se atrevía a ir hasta la puerta con el coche. A saber si Thomas estaría allí otra vez.

Echó a andar a paso ligero. Cuando faltaban cincuenta metros para llegar a la casa se metió en el bosque. Los mosquitos se interesaron por él en cuanto puso un pie en la vegetación, que estaba inmóvil y a la sombra, y Kenneth se los fue quitando de encima como buenamente pudo. Al ver la cabaña asomándose entre los árboles se detuvo. No había ningún coche en el acceso, ni nadie moviéndose por el terreno que él pudiera ver. Semiescondido por el bosque, continuó hasta el cobertizo destartalado, se acercó a la trampilla en el suelo y la abrió. Comenzó esparciendo el matarratas que llevaba consigo alrededor de las tres bolsas de deporte. Si por alguna razón Sandra descubría que había estado aquí, él le diría que había ido para echar el veneno y proteger el dinero. Lo cual era cierto. No era toda la verdad, pero era cierto.

No contarlo todo no era lo mismo que mentir.

Tras verter todo el matarratas, levantó una de las bolsas y la abrió. Ya sabía lo que iba a ver dentro, pero aun así se quedó sin aire.

Muchísimo dinero. Dinero que era de ellos dos.

Un euro equivalía más o menos a diez coronas, así que necesitaba alrededor de siete mil quinientos, cogió diez mil. Tenía un plan para los dos mil quinientos sobrantes. Titubeó con la bolsa abierta, el dinero en la mano. Solo en casa todo el día, sin coche, sin posibilidad de ir a ninguna parte. El hastío comenzaba a hacerle mella. Una PlayStation 4 costaba unas cuatro mil coronas. No era nada comparado con todo lo que había. Rápidamente, se hizo con otros cuatrocientos euros. Con un buen escondite y un poco de disciplina, Sandra no tenía por qué enterarse. Ni de lo uno ni de lo otro. Era cierto que había contado todo el dinero al volver a casa aquella noche, pero ¿se acordaba de la suma exacta? ¿Descubriría que faltaba un poco? Si lo hacía, Kenneth se lo tendría que contar. Para entonces ya habrían pasado tres años, así que costaba creer que fuera a cabrearse. Además, la mayor parte habría ido destinada a resolver un problema urgente, a esquivar una amenaza.

Guardó el dinero en la mochila, cerró la bolsa de deporte y le hizo un nudo a la bolsa de basura antes de volver a meterla en su sitio y cerrar la trampilla.

Diez minutos más tarde ya estaba de nuevo en el coche. Se detuvo delante de él y examinó los daños más de cerca. Los caminos de por aquí fuera eran una cosa, pero así no podía entrar en Haparanda. El coche tenía que desaparecer. Sobre todo al existir la posibilidad de que UV intentara presionarlo más veces. Ya le había demostrado que para él su amistad no valía una mierda, así que nada quedaba descartado.

Un desguace sería lo más fácil, pero ¿y si la policía había hablado antes con ellos? ¿Y si les habían pedido que estuvieran atentos? Más que posible, incluso probable. La idea de prenderle fuego se le vino a la cabeza. Sin duda, el fuego se encargaría de borrar todo el ADN, pero entonces corría el riesgo de que lo encontraran de buenas a primeras. Aunque quitara las placas de matrícula, seguro que había un número de bastidor y otras historias que se podían usar para identificar un coche, ¿o solo era un mito? Además, podría originar un incendio forestal considerable, llevaba varias semanas sin llover.

A ser posible, no debían encontrarlo nunca.

¿El mismo sitio donde se había deshecho del Honda?

Había sido relativamente fácil, había encontrado el sitio, pero sería una estupidez que descubrieran los dos coches juntos, en caso de que descubrieran alguno. Pero hundirlo en alguna parte se le antojó como la mejor opción.

De pronto le vino algo a la cabeza.

Tan evidente que se maldijo a sí mismo por no habérsele ocurrido antes. Markku, uno de los tíos del trullo que estaba condenado por un delito de incendio, se lo había contado —o mejor dicho, había compartido con él el truco— una tarde que estaban en la sala común.

«Si tienes que deshacerte de algo aquí arriba, lo que sea..., mina de Pallakka.»

Markku había hundido allí de todo un poco, cuando gente variada, y por diversos motivos, le había pagado para que se deshiciera de algo. Y por lo visto, no había sido el único. O había estado muy solicitado. Hacía un año o dos, Kenneth había leído un reportaje de unas personas que habían metido una cámara subacuática en la mina y la habían grabado por dentro. Habían encontrado por lo menos dieciocho coches, tres motos, un barco y una gran cantidad de bidones de contenido desconocido. El ayuntamiento había llegado a la conclusión de que los gastos de sacarlo todo serían demasiado elevados y que había demasiado riesgo de que alguno de los bidones comenzara a tener fugas si los tocaban. Así que todo se había quedado donde estaba.

«Si tienes que deshacerte de algo aquí arriba, lo que sea...»

La mina había abierto en 1672, cuando el mineral de zinc y cobre se transportaba hasta el río y luego hacia el sur; la habían cerrado a finales del siglo XIX. Aislada y llena de agua, no quedaba muy lejos y no era una atracción turística, como lo podía ser la mina de cobre de Falun, ni tampoco un sitio para bañarse e ir de excursión apreciado, como habían terminado siendo otras minas inundadas. Esta no era más que un puñado de agujeros en el suelo. Sin edificios, sin carteles informativos, sin marca de patrimonio cultural. Solo agujeros. De ocho metros por diez, quizá. Algunos más grandes, otros más pequeños. Pero todos profundos. El que más, superaba los doscientos sesenta metros, creía recordar que le había dicho Markku.

Contento con su plan, aumentó la velocidad y llegó en menos de media hora. La carrocería y los bajos del coche se quejaron ruidosamente cuando obligó al vehículo a abrirse paso por la tupida vegetación hasta el agua, que parecía sacada de un cuadro de Egerkrans, oscura e inmóvil y rodeada de bosque de verano.

Kenneth aparcó lo más cerca que se atrevió, se bajó y vació el coche de todo lo que necesitaba. Era poco. Lo más importante era la mochila. Luego se sentó al volante, arrancó el motor, metió primera y soltó el embrague y el freno de mano al mismo tiempo que descendía con agilidad. El Volvo comenzó a rodar al ralentí en dirección al pequeño embalse, cuya profundidad abismal era imposible de imaginar si no te la habían dicho. El coche continuó hasta el borde y se puso en vertical prácticamente en el instante en que el suelo desaparecía bajo las ruedas delanteras. El motor murió ahogado por el agua que se le echó encima, y el vehículo se hundió en silencio en cuestión de segundos.

Kenneth se puso de pie con un arrebato de felicidad en el cuerpo. Parecido a la sensación que había tenido al hundir el Honda y en la cocina por la mañana, antes de que UV se presentara en su casa.

Todo iba a salir bien. Lo lograrían.

Habiendo hecho desaparecer el Volvo, ya no quedaban pruebas de que él y Sandra hubiesen tenido nunca nada que ver con lo sucedido. Retrocedió a pie hasta la carretera. Su plan no pasaba de ahí. ¿Cómo iba a volver a Haparanda? Sacó el móvil del bolsillo.

—Tengo la pasta. Tienes que pasar a buscarme —dijo cuando quien había sido su amigo lo cogió.

—¿No puedes venir tú?

—No. Si la quieres, ven a buscarme.

—¿Estás en casa?

—No...

Kenneth pensó lo más rápido posible. No quería mencionar la mina, no quería que UV pudiera deducir dónde estaba el coche. UV tardaría más de una hora en subir hasta allí arriba, Kenneth tendría tiempo de llegar a Koutojärvi.

 

 

—¿Cómo has acabado aquí? —fue lo primero que le preguntó UV cuando recogió a Kenneth una hora más tarde en el único cruce del pueblo.

—Mi comprador me ha dejado bajar aquí.

Kenneth vio que UV no se lo creía, pero le daba igual. Si UV se pensaba que era aquí donde habían escondido el alijo del Honda, que volviera cuando quisiera y empezara a buscar. No lo encontraría jamás. Ni el coche tampoco. Con gran alegría, Kenneth notó que las lágrimas de la mañana estaban muy lejos y se habían visto sustituidas por la ira y el desprecio. Abrió la cremallera de la mochila y le enseñó el contenido.

—¿Euros? —preguntó UV en cuanto vio el dinero.

—Le he vendido a un finlandés —sostuvo Kenneth con voz firme.

Ya se había esperado que UV fuera a reaccionar ante la divisa. Se había preparado la mentira. No demasiado rebuscada: UV había tenido todos sus contactos en el país vecino durante la época en la que había estado activo.

—¿Quién era?

—Eso no importa.

UV se quedó un rato en silencio, tamborileando en el volante, como titubeando, pero al final se decidió.

—¿También había dinero en el coche?

—No.

¿Demasiado rápido? ¿Demasiada vehemencia? UV seguía poniendo cara de duda, pero optó por no tirar más del hilo y se limitó a asentir ensimismado con la cabeza.

—Hay diez mil —indicó Kenneth.

—Es más.

—Quiero un coche nuevo.

—Ahora no tengo ninguno para vender.

—Arregla uno.

Sonó duro. Resoluto. Muy diferente a esta mañana. UV se volvió para contemplarlo por primera vez desde que Kenneth se había subido al coche, estaba claro que él también lo había notado. Resultaba difícil mirarlo a los ojos.

—Entiendo que estés cabreado.

—Bien.

—Jamás habría hecho esto si no fuera porque estamos...

—No me interesa —lo interrumpió Kenneth logrando mantener la dureza en el tono—. ¿Puedes conseguirme un coche?

Pareció que UV se lo pensaba. Kenneth vio lo cansado que estaba, comprendió lo mucho que aquello lo estaba afectando. Lo veía y lo entendía, pero no le importaba una mierda.

—Sí, puedo conseguirte un coche. Para un tiempo.

—Bien.

Kenneth tiró la mochila al asiento de atrás y se reclinó en el asiento, la vista fija por la ventanilla lateral, dejando claro que se había acabado la conversación. En silencio, volvieron a Haparanda.