Se sentía mal por no estar en el hotel, muy mal, pero no había tenido más opción. Cuando le había preguntado a Helmi si había alguien con quien le apeteciera quedarse un rato, la niña se había limitado a negar con la cabeza. Él le había propuesto alguna compañera de clase o quizá alguien de danza, pero ella había continuado diciendo que no, que solo quería ir a casa con su madre. Y casi que mejor así, porque era muy tarde para la mayoría de los críos de siete años, y si Ludwig empezaba a llamar a la gente para intentar colocar a la niña a estas horas solo quedaría como el novio irresponsable de la madre, tal y como se imaginaba que Helmi ya lo había descrito.
Presionado por la situación, le había propuesto a Alexander que Helmi lo acompañara a la plaza y estuviera con él. Un padre con su hija que participaban del luto colectivo. No la estarían exponiendo a ningún peligro, no pensaban evacuar la plaza de civiles, y Eveliina podía pasar a recogerla por allí cuando volviera a la ciudad.
—Y si tienes que intervenir, entonces ¿qué? —quiso saber Alexander.
—Tiene siete años —respondió Ludwig mirando a la hijastra en el sofá—. Puede quedarse un rato sola y esperarme.
La mirada que recibió bastó para que Ludwig comprendiera la opinión que su propuesta le merecía a X.
Ahora estaba sentado al ordenador, sintiéndose un imbécil. Sin duda, era mucho mucho más tarde de lo que se podía considerar horario normal de trabajo y no había absolutamente nadie que pudiera hacerle de canguro a Helmi, pero Ludwig era el más nuevo de la plantilla y no quería aportar menos que los demás.
—¿Cuánto rato vamos a estar aquí? —preguntó Helmi en finés; tiró el lápiz con el que había estado dibujando y le clavó los ojos mosqueada.
—Hasta que venga tu madre. —Ella arqueó las cejas en una clara expresión de no entender, por muy convencido que Ludwig estuviera de haber colocado las palabras adecuadas en el orden correcto—. No mucho —dijo pronunciando las palabras despacio y vocalizando bien. Helmi soltó un suspiro con el que sus mejillas se inflaron como los mofletes de un hámster y puso los ojos en blanco muerta de aburrimiento—. Puedes dibujar alguna otra cosa —le propuso Ludwig, a lo que ella levantó un puñado de dibujos, con lo que vino a decirle que no había hecho otra cosa durante la última media hora—. ¿Y el iPad?
Con un nuevo suspiro, Helmi abandonó enfurruñada la sala arrastrando los pies, y a los pocos segundos Ludwig oyó voces de dibujos animados. Volvió al trabajo, pero no pudo concentrarse. Sería mejor recoger los bártulos. Solo una cosa más antes de irse, más que nada para poder decir al día siguiente que lo había hecho.
Para compensar el hecho de no estar en el hotel.
Rastreó de nuevo el teléfono cuyo número habían encontrado en casa de René Fouquier. Hasta la fecha no les había dado ningún resultado. La operadora Tele2 no había podido decirles qué tienda había vendido la tarjeta de prepago, y las veces que habían intentado rastrearla no la habían podido localizar.
—¡Helmi, nos vamos a casa! —gritó hacia el office, se levantó, se puso la chaqueta y recogió los papeles y lápices de colores que la niña había esparcido por la mesa de reuniones—. Apaga eso y ponte la ropa de calle.
Justo iba a cerrar el portátil cuando se detuvo. ¿Era posible? ¿De verdad podía tener tanta suerte? Retiró la silla y volvió a sentarse. Abrió la información que le acababa de llegar. Notó que el estómago se le encogía por la tensión y la expectación al ver el quesito de color en la pantalla.
—¿Nos vamos o no? —insistió Helmi en la puerta.
—Sí, enseguida, solo un momento —respondió Ludwig sin apartar los ojos de la pantalla.
La niña dio media vuelta y volvió al sofá de fuera. Él se lo pensó un momento: la radio o el teléfono; optó por el móvil y llamó a Alexander, quien lo cogió al primer tono.
—Ha encendido el teléfono —dijo Ludwig casi gritando de emoción—. Lo tengo.