—Lo he llamado, pero no coge el teléfono.

Sandra notó que el buen humor que había tenido toda la mañana se apagaba un poco. Se había despertado mucho antes de que le sonara el despertador con un cosquilleo de expectación en el estómago, como las Navidades que nunca pudo celebrar de pequeña. Tarareando, había bajado a la cocina en bata y se había preparado el desayuno. Había leído una vez más el breve mensaje que UV le había enviado el día anterior por la tarde, sin poder evitar sonreír de nuevo.

Puedes recogerlo mañana. Dennis
Niemi, Urgencias Mecánicas.

Correcto, neutral, como si se tratara del coche de Sandra o de alguna pieza de recambio, nada sospechoso, si por algún motivo a la policía le diera por recuperarlo. Era imposible deducir que se estaban refiriendo a ocho millones de coronas. Que ella podía pasar a recoger. Hoy. Había borrado el mensaje —cosa que debería haber hecho cuando lo recibió, probablemente, pero se había puesto muy contenta al leerlo— y luego había vuelto a subir al dormitorio para vestirse. Con algunas de las prendas que se había comprado. Zapatos nuevos. Quería sentirse guapa.

Había salido de casa a la hora de siempre y había fichado en la penitenciaría. Se había puesto el uniforme y le había respondido contenta que sí a una compañera que le había preguntado si el jersey era nuevo. Una taza de café y a abrir las celdas.

Como un día cualquiera.

Pero no lo era. Era un día muy, pero que muy especial. Se descubrió a sí misma varias veces sonriendo embobada, pensando en otras cosas. Por no decir en ocho millones de cosas. El plan era bajar al taller a la hora del almuerzo, pero el tiempo parecía atascarse: Sandra no podía esperar tanto, se estaba volviendo loca dando vueltas por el taller de carpintería. Se había disculpado alegando que no se encontraba demasiado bien, al parecer tenía algo que iba y venía; se había vestido de nuevo de civil y había bajado con el coche al taller. Cuando Raimo fue a su encuentro, le preguntó por UV. No estaba allí. Aún no había llegado. Aunque tampoco había dicho nada de que empezaría más tarde. Raimo no sabía dónde estaba.

—Lo he llamado, pero no coge el teléfono.

Sandra se fue del taller, corrió bajo la lluvia y se subió de nuevo al coche. Marcó el número de UV tan pronto como hubo cerrado la puerta. Le saltó el buzón de voz al primer tono.

Colgó irritada, necesitaba pensar. Lo primero que se le pasó por la cabeza era que se la había jugado. Que había cogido el dinero y se había largado. Que ella había pecado de ilusa e ingenua por confiar en él, cegada por las posibilidades. Notó su respiración más pesada, la rabia creciendo como una bola incandescente en el diafragma. Le vino a la cabeza la escopeta de caza, que seguía debajo de una manta en el maletero. UV se arrepentiría. Pero ¿la niña? ¿Lovis? A ella no era posible trasladarla así como así. ¿Y la novia? A lo mejor ella tenía más información. Sandra sacó otra vez el teléfono y buscó el número de Stina.

 

 

Tenía la sensación de que no podría parar de llorar nunca. Volvió a llamar por la que debía de ser la trigésima vez y escuchó: «Aquí Dennis Niemi, de Urgencias Mecáni...».

Stina colgó, dejó caer el móvil otra vez en su regazo, no tenía ni idea de qué iba a hacer. Algo se había torcido. Fuera lo que fuera lo que Dennis había salido a hacer, se había torcido. En el mejor de los casos solo estaría tirado en alguna parte, esperando a saber qué. En el peor...

No debía pensar en el peor de los casos.

Se ciñó la manta alrededor del cuerpo, sentada como estaba en el piso desconocido. No podía llamar a la policía, no podía entrometerlos, pero ¿a quién podía llamar, qué tenía que hacer si él no la llamaba en breve, si le había pasado algo? El teléfono empezó a vibrar. Stina se abalanzó sobre él. No era Dennis, era un número que no conocía, a lo mejor él había tomado prestado el móvil de alguien porque había perdido el suyo.

—Sí, hola. —Tanta expectación y esperanza en apenas dos palabras.

—Hola, soy Sandra. Fransson. La novia de Kenneth.

—Ah, hola.

Stina carraspeó, se sorbió rápidamente los mocos que le caían de la nariz para así disimular el llanto. Sandra Fransson. La carcelera. ¿Por qué la llamaba? ¿Estaba Dennis con Kenneth? Le habría dicho algo.

—¿Tienes a Dennis por ahí? —quiso saber Sandra.

—No, no está aquí.

—¿Sabes dónde está?

—No. ¿Por qué quieres saberlo?

—Habíamos quedado en el taller, tenemos un... me está ayudando con una cosa.

—No está aquí. No sé dónde está.

Sandra se mordió pensativa el labio inferior. Stina estaba intentando ocultarlo, pero era evidente que estaba triste, que había llorado. ¿Debía ignorarlo sin más? No se conocían. ¿Estaba llorando porque UV la había dejado? ¿Habría cogido los diez millones y las habría abandonado a las dos?

—¿Ha pasado algo? —le preguntó en un intento de poner un poco de compasión y calidez en la voz—. Suenas como si estuvieras llorando.

Stina no respondió en el acto; estaba luchando para que las lágrimas no empezaran a correr otra vez mientras pensaba en qué podía decir y qué no. Sandra era funcionaria de prisiones, pero ella necesitaba hablar con alguien. La incertidumbre, la preocupación... la estaban volviendo loca.

—¿Stina? —oyó preguntar a Sandra al otro lado de la línea, lo cual le hizo entender que llevaba un rato en silencio.

—Salió de casa ayer por la tarde-noche. Tenía que hacer una cosa y ya está, pero no ha vuelto.

—¿Qué tenía que hacer?

—No lo sé, pero era algo, ya sabes, no del todo legal, ya sabes...

—Creía que todo eso ya lo había dejado —manifestó Sandra; sería mejor hacer ver que no sabía nada para que a Stina no le diera por pensar que ella estaba metida en eso que no era del todo legal.

—Y lo había dejado, pero nos han recortado horas, y bueno...

—Sí, me he enterado, Kenneth me lo comentó.

Sandra le puso otra dosis de compasión a su tono de voz; en realidad le importaba un comino, lo único que quería saber era dónde estaba su dinero. Es decir, dónde estaba Dennis. Pero estaba bastante segura de que Stina no se lo iba a poder decir.

—Necesitamos ayuda —continuó Stina con voz ronca—. Pero cuesta dinero, así que... Dennis iba a salir a hacer algo.

—Y aún no ha vuelto.

—No.

—¿No tienes ni la menor idea de dónde está?

—No.

Sandra la creía. Encajaba con lo que ella sabía. Era probable que UV intentara engañarla a ella, pero no abandonaría a su familia. Stina sonaba realmente destrozada; no había motivos para creer que fingía estar alterada y triste, que toda la familia estaba planeando desaparecer. Con su dinero.

—Seguro que vuelve, ya lo verás —dijo con ganas de colgar cuanto antes—. Y no le diré nada a nadie de esto que me acabas de contar.

—Gracias.

—Avísame si tienes noticias.

—Sí, lo mismo te digo.

Luego colgó. Sandra se quedó mirando fijo la lluvia. ¿Qué había pasado? Porque algo debía de haber pasado. Había muchos indicios de que tenía que ver con la venta. ¿Quién podía saber algo al respecto? Abrió la puerta del coche y volvió corriendo al taller para hablar con Raimo.

—¿Lo has localizado? —quiso saber él en cuanto entró.

—No. Cuando venga, dile que me llame cuanto antes.

—Claro.

—¿Sabes qué? Mejor aún, llámame tú directamente.

Se acercó a uno de los bancos de trabajo mientras hurgaba en su bolso en busca de papel y boli.

—Por cierto, ¿has podido hablar con ella? —preguntó Raimo cuando Sandra sacó un recibo y comenzó a anotar su número de teléfono en el reverso.

—¿Con quién?

—Antes ha venido una chica preguntando por ti.

Sandra detuvo la escritura, enderezó la espalda y miró a Raimo.

—¿Qué chica?

—No lo sé. Sabía qué aspecto tenías, pero no cómo te llamabas.

—¿Y se lo has dicho?

—Sí... —soltó Raimo con cierto titubeo; parecía que acababa de caer en la cuenta de que a lo mejor no había sido tan buena idea decírselo, pensándolo bien.

—¿Cómo era?

Raimo se la describió, y Sandra supo al instante de quién se trataba. Era la mujer del Mercedes caro. De la que UV se había negado a hablar cuando había entrado en el despacho, después de su encuentro en el taller, y Sandra le había preguntado quién era. Se había limitado a decir que era una clienta. Ahora que lo pensaba, UV había estado extrañamente nervioso. Como si la mujer del coche caro le hubiese dado más cosas en las que pensar que una clienta normal y corriente.

Terminó de escribir su número de teléfono en el papelito y se lo dio a Raimo.

—En cuanto entre por la puerta —dijo, y volvió al coche.