Se levantó desnuda de la cama y se fue al baño. Sabía que él la estaba mirando. Se habían acostado. A ella se le daba bien, había aprendido a hacerlo con la misma meticulosidad que todo lo demás. Él había resultado ser mejor de lo previsto.
Katja lo había elegido en el bar de un hotel. Hombre de negocios, extranjero. Unos cuarenta y cinco años, de aspecto normal, con ojos castaños, pelo oscuro bien cortado, barbita de cuatro días, americana peculiar sobre una camisa azul claro con el cuello desabrochado; parecía cuidarse bastante. Había estado sentado a solas con su ordenador. Antes de proseguir, Katja había comprobado si llevaba anillo. No es que le importara si el otro le era infiel a alguien, pero siempre era más fácil si no tenían que tomar esa decisión. En el peor de los casos, se rajaban ya bien entrada la noche, y no tenía ganas de perder el tiempo con él si al final resultaba que no tenía intención de acostarse con ella. Se había acercado a él y le había preguntado en inglés si el sitio que tenía enfrente estaba libre; se había presentado como Nadja.
Él se llamaba Simon. Simon Nuhr.
De Múnich, por lo visto.
—Yo hablo un poco de alemán —dijo ella con un fuerte acento ruso, en verdad forzado. Hablaba alemán con gran fluidez y sin acento alguno. Alemán y cinco lenguas más, y podía hacerse entender en seis o siete más. Con pretendida alegría ante la posibilidad de poder practicar, Katja había continuado en alemán, había cometido algunos errores simples que a él le habían hecho reír y le había corregido. Ella le había preguntado si podía invitarlo a algo, pero él le había cogido el relevo—. En ese caso, una copa de vino, gracias.
Él se había pedido una cerveza. Habían brindado sobre su portátil cerrado. Ella le había sonreído con gracia y había ido alimentando la conversación con ligereza. Era evidente que él consideraba que la tal Nadja jugaba en una liga completamente superior, dado su aspecto, y su alegría sincera por contar con su compañía revelaba que no acababa de entender la suerte que había tenido. Aun así, o quizá justo por eso, había titubeado cuando ella, después de un par de horas juntos, le había propuesto que se fueran a algún sitio donde pudieran estar solos.
—No soy prostituta —le había dicho.
Él se había ruborizado y, tartamudeando, le había respondido que tampoco lo había creído. Mentía. Cuando una mujer joven y atractiva cortejaba a un hombre de negocios adinerado en un hotel de San Petersburgo, los occidentales daban por hecho que se trataba de prostitución. En ocasiones, combinada con extorsión. Algunos empleadores advertían a sus contratados, ella lo sabía. Y este había titubeado. Se lo había pensado. Acababan de conocerse, así que considerar que él le gustaba a ella o que albergaba sentimientos por él sería raro y sospechoso, pero si Katja quería obtener lo que andaba buscando tendría que quitarle el miedo a que ella fuera a drogarlo, robarle o algo peor.
Había decidido probar con la verdad. O una variante de esta.
Se había inclinado hacia delante, había bajado la voz y había pasado al inglés.
—Hoy he terminado un trabajo importante —informó mirándolo a los ojos—. No soy de aquí, me vuelvo mañana a casa, esta noche quiero desconectar de todo y me gusta el sexo.
Siguió mirándolo con unos ojos francos que, a decir verdad, parecían exhortarlo a no creer ni una palabra de lo que le estaba diciendo.
¿Demasiado? ¿Muy directa?
Por lo visto, no. Simon Nuhr se había limitado a asentir con la cabeza y no había podido contener la sonrisa al decirle que tenía una habitación en la cuarta planta.
Katja regresó del baño. Simon seguía tumbado en la cama doble, contemplándola con una cara que —aunque él no fuera consciente de ello— revelaba que aún estaba intentando comprender cómo había podido tener tanta suerte como para terminar en una habitación de hotel con ella. Katja dejó que la mirara.
—¿Puedo poner la tele? —le preguntó con su alemán con acento, y cogió el mando a distancia que había en el escritorio.
—¿Quieres ver la tele ahora? —respondió él, y echó un vistazo al reloj.
—¿Quierese dormir? —replicó ella conjugando mal a propósito el verbo y con una cara con la que decía que, si era el caso, prefería no molestarlo con la tele.
—No, no, podemos verla.
Ella volvió a la cama y se tumbó de nuevo a su lado. Ahuecó la almohada en la que apoyaba la espalda. Una mano en el mando a distancia, la otra sobre la tripa de Simon. Notó que a él se le endurecieron los abdominales al contacto con su mano. Katja pasó una pierna por encima de la suya, el exterior de su muslo sobre su miembro, y comenzó a hacer zapping hasta que encontró un canal en el que estaban dando las noticias.
Una operación de rescate en un bloque de viviendas completamente destrozado. La mitad se había desplomado, como si un gigante le hubiese pegado un pisotón y lo hubiera aplanado a nivel del suelo, pero dejando intacta la otra mitad de las once plantas. El personal de rescate estaba intentando encontrar supervivientes entre los escombros. El titular de la noticia y el texto que corría por el borde inferior de la pantalla decían lo mismo. Estaba confirmado que el periodista Stanislav Kuznetsov y su pareja Galina Sokolova habían perecido en la explosión de gas que había destrozado gran parte de un bloque de viviendas en Afonskaja Ulitsa.
A veces tenía que parecer un accidente. Había sido aún más importante esta vez. Mucha gente podía perder mucho si la verdad llegaba a salir a la luz.
Así que ella la había enterrado.
—¿Qué ha pasado? —quiso saber Simon señalando la tele, donde usaban el ruso tanto en la locución como en el texto.
—Explosión de gas, un famoso periodista crítico con el Kremlin y su amante han muerto mientras follaban en el piso de su madre.
—¿Están diciendo eso? —preguntó Simon con extrañeza en la voz—. ¿Que le era infiel a su mujer?
—No, solo lo sé.
El teléfono móvil de Katja sonó sobre la mesilla de noche. Ella lo cogió, miró la pantalla. La transferencia del pago había sido efectuada. Se permitió media sonrisita de satisfacción.
—¿Buenas noticias?
—Sí.
Dejó el teléfono, cogió el mando a distancia, silenció la tele y comenzó a deslizar hacia abajo la mano que había tenido hasta entonces sobre la tripa de Simon.