Después de que llegaran los técnicos de Luleå, Hannah y Gordon habían abandonado el piso de René Fouquier y se habían ido a buscar a Anton Hellgren. Las noticias de la radio abrieron con la novedad de que se habían hallado cinco cuerpos en las afueras de Haparanda, pero que por el momento no se sabía mucho más. Cuando pusieron la entrevista telefónica que le habían hecho a la influencer Nancy Q, que se encontraba en la ciudad, Hannah apagó. No quería saber nada de aquella chica, desde luego, pero tampoco lograba comprender el valor que tenían aquellos testimonios. Todo el mundo tendía a usar alguna variante de «terrible», «mucho miedo» y «es horrible cuando ocurre tan cerca». No tenía claro qué podía aportarle al oyente la voz de una persona desconocida que confirmaba lo evidente.
—Esto va a ser gordo —auguró Gordon después de que Hannah apagara la radio.
—Sí.
Igual que la última vez que habían acudido, Hellgren estaba de pie delante de la puerta de su casa, donde se quedó esperando a que ellos se acercaran. Los mismos pantalones de trekking y camisa de franela, o unos iguales. Y sin duda, la misma mirada desconfiada debajo de la gorra.
—¿Qué queréis?
—Hablar contigo —respondió Gordon.
—Estoy ocupado.
—Sea lo que sea, tendrá que esperar un poco, esto es más importante.
—Eso lo dirás tú.
—Queremos hablar contigo en relación con un caso de asesinato, así que... sí, lo digo yo.
—¿Se puede saber a quién se han cargado?
—Mejor lo hablamos en comisaría —dijo Gordon, y lo invitó a subir al coche.
Hellgren se encogió de hombros, cogió su chaqueta de un gancho que había justo al abrir la puerta y los acompañó.
Cuando giraron para bajar al garaje, había una docena de personas reunidas con móvil y cámaras. Los siguieron lo más lejos que pudieron mientras iban gritando preguntas, pero todo en vano, pues tampoco habrían oído nada si a alguno de los que iban en el coche le hubiese dado por responder.
Hellgren se sentó a un lado de la mesa sin dejarse afectar lo más mínimo por el ajetreo ni la situación. Hannah y Gordon tomaron asiento al otro lado. La mayoría de las salitas de interrogatorio eran bastante anodinas. Pequeñas y lúgubres, normalmente sin ventana, pintadas en colores aburridos y mal iluminadas. Hannah solía fijarse en ellas cuando veía una en alguna película o serie y luego se decía que eso no era nada comparado con las de su trabajo. Era como si alguien, después de terminar todas las estancias de la comisaría, hubiese caído en la cuenta de que también necesitaban una sala de interrogatorios, hubiese vaciado un trastero de la planta baja, hubiese pegado un poco de triste papel de pared y, listo, para qué quieres más. Pequeña, mal ventilada y con una altura de techo que habría resultado claustrofóbica aun sin el entramado de tuberías entrecruzadas. Una sencilla mesa de cocina de aglomerado de color blanco y cuatro sillas de plástico con patas metálicas, todo ello atornillado al suelo para que no pudiera emplearse como arma. Nada de espejo bidireccional ni aparato de grabación, solo paredes grises desnudas, dos puertas y el austero mobiliario bañado por la luz fría de dos fluorescentes que zumbaban en el techo. Daba la sensación de que, si dejabas a alguien a solas en aquel cuarto el tiempo suficiente, terminaría confesando cualquier cosa con tal de salir de allí.
Hannah la odiaba.
Gordon dejó el móvil en la mesa, puso en marcha la grabadora, nombró a los presentes en la sala, la fecha y la hora. Hannah cogió una libreta y se preparó para tomar notas. Cuando Gordon había entrado como jefe, había establecido que en todos los interrogatorios había que usar una grabadora de audio y había que tomar apuntes, ambas cosas, con el fin de minimizar los riesgos de que un acusado pudiera aludir a fallos en el protocolo del interrogatorio durante un posible juicio.
—¿Podrías explicarnos cuál es tu relación con René Fouquier? —Hellgren no dijo nada, se limitó a mirar con tranquilidad a Gordon con sus ojos gélidos—. Sabemos que os conocéis —continuó Gordon—. Lo vimos en tu casa.
—Nos conocemos.
—¿De qué?
—¿De qué? Somos conocidos, por eso se dice que la gente se conoce, ¿no?
—¿Cómo os conocisteis?
—Amigos en común.
—¿Podrías darnos sus nombres? —quiso saber Hannah.
Hellgren pareció pensárselo, pero luego negó despacio con la cabeza.
—Lo siento, no me acuerdo.
—¿Qué estaba haciendo en tu casa?
—Estaba de visita.
—¿Para?
—Para visitarme.
Hannah juraría que podía distinguir una discreta sonrisa de satisfacción en Hellgren, claramente entretenido con responder a las preguntas sin decir nada a la hora de la verdad.
—Tenemos motivos para pensar que habéis llevado a cabo actos delictivos juntos —continuó Gordon sin dejarse provocar.
—¿Qué tipo de actos se supone que serían?
—Tráfico de drogas, en tu caso puede que homicidio.
—¿Por qué lo creéis? —quiso saber Hellgren, en apariencia con genuina curiosidad.
—¿Sabes si René tenía previsto quedar con alguien hoy, con una o varias personas? —inquirió Gordon haciendo caso omiso a su pregunta.
—No.
—¿Sabes algo de con quién hacía negocios?
—¿No es más fácil preguntarle todo esto directamente a él? —comentó Hellgren en un tono y con una mirada al reloj que dejaban muy claro que ya se había cansado del interrogatorio.
—René Fouquier está muerto —declaró Gordon seca y objetivamente—. Él y otras cuatro personas han sido asesinadas esta mañana. Por eso queríamos hablar contigo en relación con un caso de homicidio.
Por un instante solo se oyó el zumbido eléctrico de los fluorescentes y el ruido de las tuberías, mientras Hellgren procesaba la nueva información. Se enderezó en la incómoda silla.
—No sé nada de eso —afirmó luego con convencimiento.
—¿Ni siquiera por qué han sido asesinados?
—¿Por qué iba a saberlo?
—¿Puedes hablarnos de tu relación con René Fouquier? —repitió Gordon.
Hellgren no contestó en el acto. A Hannah le pareció ver que detrás de sus ojos azules había una actividad cerebral de lo más febril.
—Nos conocíamos —dijo al final con un leve encogimiento de hombros—. Eso es todo.
—¿Sabes a qué se dedicaba?
—Trabajaba en la hamburguesería Max, y estaba estudiando, me parece.
—O sea, que este hombre joven, con quien en verdad tú no tienes nada en común, iba a verte de vez en cuando solo para... ¿veros?
Saltaba a la vista que Gordon no se creía nada de lo que Hellgren les había dicho hasta ese momento. Se reclinó en la silla meditabundo. Hannah creyó intuir qué decisión estaba a punto de tomar —quizá contarle la verdad—, pero lo dejó en sus manos. Aún sumido en sus pensamientos, Gordon se levantó y comenzó a dar los pocos pasos que la pequeña estancia le permitía.
—¿Has oído algo del ruso al que atropellaron cerca de Vitvattnet? En el coche llevaba un cargamento de anfetaminas por valor de treinta millones de coronas que ha desaparecido. Sabemos que René Fouquier traficaba con drogas, pero no sabemos quién atropelló al ruso y cogió la droga. Así que nos estábamos preguntando... ¿Podrías ser tú, Anton?
—¿Para eso iba René a tu casa? ¿Para comprar? —añadió Hannah.
—¿Por qué creéis que he sido yo? —preguntó Hellgren.
—No lo sé. ¿Por qué no? —sonrió Gordon—. Pero si nos cuentas qué estaba haciendo Fouquier en tu casa, quizá podamos tacharte de la lista, en el mejor de los casos.
Hellgren permaneció un rato en silencio y con la mirada fija en la pared que tenía enfrente. Fuera lo que fuera lo siguiente que saliera de su boca, Hannah estaba convencida de que no sería cierto.
—Hacíamos negocios —respondió Hellgren después de su momento de reflexión—. Pero no de drogas.
—¿Qué clase de negocios, pues?
—Me compraba pieles, carne, cuernos..., lo revendía.
—¿A quién?
—No lo sé, nunca se lo llegué a preguntar. Todo lo que le vendía era completamente legal.
—¿Por qué no lo has dicho de buenas a primeras?
Hannah creía conocer ya la respuesta. Sin duda alguna, Hellgren era una de las personas de la ciudad que consideraban a la policía el enemigo. Sin embargo, ahora lo vio vacilar, pero al final continuó:
—No hay recibos ni ningún documento donde haya constancia. Todo es en negro.
—Entonces no es completamente legal —constató Hannah.
—Lo que le vendía era legal, me estaba refiriendo a eso.
Hannah tomó nota. Había algo que no cuadraba. Durante todos los años que había tenido que relacionarse con Anton Hellgren, él nunca había reconocido un delito. Si tenía algún motivo para hacerlo, solo podía ser para ocultar un delito mayor.
Llamaron a una de las dos puertas y Roger asomó la cabeza. Recordaba a Lurch más que nunca, debido a la poca altura del techo.
—Gordon... —dijo con su voz grave y haciendo un gesto con la cabeza para pedirle que saliera un momento.
—Haremos una pequeña pausa —indicó Gordon, paró la grabación y salió del cuarto.
Hannah dejó el bolígrafo sobre la mesa, se reclinó en la silla y observó a Hellgren, que permanecía sentado con la espalda erguida, los antebrazos apoyados en la mesa y la mirada aún fija en la pared de delante. Si estaba preocupado por las consecuencias que pudiera tener su confesión, no lo demostraba en absoluto.
—Te lo has buscado tú solito, verte metido en esto —manifestó Hannah después de estar un rato callados. Hellgren le lanzó una ojeada distante—. Si no hubieras envenenado a esos lobos...
—¿Qué lobos?
—¿Sabías que andaban por la zona o solo echaste el veneno al tuntún?
Antes de que Hellgren pudiera contestar, si es que pensaba hacerlo, Gordon volvió con un pequeño montón de papeles en la mano. La mayoría eran fotos impresas, pudo ver Hannah cuando se sentó de nuevo en su silla. Gordon sacó otra vez el teléfono, puso en marcha la grabadora y lo dejó en la mesa. Dijo que retomaban el interrogatorio y la hora que era; luego se inclinó hacia delante y repartió las fotos que traía consigo sobre la mesa, delante de Hellgren.
—Acabamos de iniciar un registro domiciliario en tu casa...
Hellgren miró las fotos, dejó ir un leve suspiro y se hundió en la silla.