Hannah no había oído a Thomas llegar a casa por la noche ni marcharse por la mañana. Sabía que había estado en casa porque a las tres de la madrugada estaba en la cama, cuando ella se había despertado con la sensación de estar hirviendo de pies a cabeza. Se había levantado, había quitado el edredón de verano de la funda y abierto la puerta de par en par: había aprovechado para hacer pis y lavarse la cara con agua fría. Se había vuelto a acostar y se había quedado escuchando la respiración rítmica y relajada de Thomas. Había estado a punto de acurrucarse a su lado, quedarse dormida pegada a él, pero la frenó el mero hecho de pensar en el calor que haría debajo de su edredón.
Por la mañana, cuando le había sonado el despertador, él ya no estaba.
Hannah salió de la ducha y abrió la puerta del cuarto de baño para que se escapara el calor mientras se secaba delante del espejo. La cintura ya no era la parte más estrecha de su torso y la gravedad se estaba apoderando de los pechos y las nalgas, era imposible pasarlo por alto. La piel ya no era tan tersa como antaño, sobre todo alrededor del cuello y en el escote. Tenía cincuenta y cuatro años y se le notaban, pero estaba a gusto con su cuerpo. Al menos en cuanto a aspecto, no al comportamiento de los últimos tiempos. Solo deseaba que Thomas mostrara más aprecio por él.
Aprovechó para ponerse algo de maquillaje, ya que estaba delante del espejo. Una leve sombra en torno a los ojos castaños, un poco de color en las pestañas y un pintalabios discreto. Luego se pasó el cepillo por el pelo, que se teñía para disimular las canas que habían empezado a asomar. Bragas limpias y sujetador. Por lo demás, la misma ropa que el día anterior. Un desayuno frugal mientras ojeaba el periódico y al trabajo.
El sol ya calentaba cuando salió de la vivienda de una sola planta de ladrillo rojo que tenían en la calle Björnholmsgatan y comenzó a caminar hacia el centro. Unos números más abajo saludó con la mano a un hombre que salía de su casa, pero no se detuvo a charlar. Nunca se había molestado en cultivar un contacto más íntimo con los vecinos del barrio.
Quería conservar la sensación de frescor que le había brindado la ducha el máximo tiempo posible, por lo que aminoró la marcha al llegar a la cuesta que subía a la iglesia, dobló a la izquierda por la calle Köpmansgatan y pasó por delante del instituto Tornedalsskolan, al que habían ido tanto Gabriel como Alicia, aunque habían cursado itinerarios diferentes. Poco después estaba en el centro. Tardaba poco más de un cuarto de hora en llegar al trabajo; lo hacía a diario, verano e invierno, y estaba tan acostumbrada al camino que ya no registraba lo que veía, a menos que hubieran abierto una tienda nueva o, más probable, alguna hubiese cerrado.
Para su sorpresa, Gordon y Morgan la estaban esperando a las puertas de comisaría cuando llegó.
—Ahí estás, justo iba a llamarte —dijo Gordon en cuanto la vio.
—¿Tenéis novedades acerca de Tarasov?
—No, pero llegas tarde.
—¿Tarde para qué?
—La prueba de competencia.
Hannah suspiró ruidosamente; más que olvidarla, la había estado evitando. Cada dieciocho meses, todos los agentes armados estaban obligados a hacer una prueba de tiro para poder conservar el arma. El invierno pasado la había superado con el mínimo margen de error permitido, y no había practicado ni una sola vez desde entonces. Nunca había sentido la necesidad. En todos sus años como policía solo había desenfundado el arma en tres ocasiones, sin abrir fuego.
—¿No podemos aguardar unos días? —intentó ella.
—No, ya la has pospuesto dos veces. Hazla ahora y así tendrás una semana para repetirla si suspendes.
Hannah volvió a suspirar, pero los acompañó a regañadientes al edificio bajo situado detrás de la comisaría, en dirección al río. Morgan, unos pasos por delante, con la mirada en el suelo.
—¿Qué tal ayer? —preguntó Gordon con ánimo de conversar.
—¿El qué?
—La cena, la velada en casa.
—Estuvo bien —contestó Hannah encogiéndose de hombros, con lo que esperaba dejarle claro que no había mucho más que contar.
—¿Hiciste la pasta con pollo?
—No, al final fue comida para llevar. —Se planteó contarle por qué había llegado demasiado tarde a casa como para cocinar algo, las visitas a UV y Jonte, pero como ninguna había dado ningún resultado decidió dejarlo estar—. ¿Qué tal la partida? ¿Ganaste?
—Al final no hubo, mi hermano no podía quedar.
—Qué pena —comentó, y por un instante se le pasó por la cabeza la idea de que podría haber estado parte de la noche con él.
Cruzaron la puerta de hierro y Morgan encendió los fluorescentes del techo, que iluminaron las instalaciones de la galería de tiro, simple pero funcional. En la pared corta colgaban cinco blancos en forma de busto de persona, con un aro en el pecho que marcaba la superficie de aprobado.
Gordon fue a buscar armas, cargadores y balas. Hannah montó el arma, se puso los protectores de oídos, cogió el arma, cargó una bala en la recámara y se colocó en posición. Tiro de precisión desde veinte metros. Cuatro de cinco dentro del círculo, todos en el blanco para poder aprobar. En la cabina contigua, Morgan efectuó sus disparos en una serie rápida, todos en el centro del círculo. Tranquilamente, sin presión. Hannah respiró hondo, soltó el aire al mismo tiempo que apretaba el gatillo. Cuatro dentro del círculo, aunque no tan centrados como los de Morgan.
Acercaron el blanco trece metros para los siguientes dos ejercicios: estado de alerta y actuación de emergencia. Morgan acertó cinco de cinco en ambos. Hannah aprobó el primero gracias a que Gordon contó como buenas dos balas que habían rozado el círculo, aunque estuvieran más fuera que dentro. La actuación de emergencia —desenfundar el arma, cargarla y efectuar los disparos en tres segundos— no la superó. Una bala muy por fuera del círculo, otra fuera de la diana.
—Repetimos la semana que viene, todo irá bien —dijo Gordon para consolarla mientras le quitaba el arma.
—Claro —contestó ella, se encogió de hombros y salió de la galería de tiro.
No necesitaba consuelo, no estaba ni decepcionada ni intranquila. ¿Qué era lo peor que le podía pasar? ¿Trabajos de escritorio hasta que aprobara? ¿Que le retiraran el arma reglamentaria? Lo dicho, no es que la usara a diario precisamente.
Tras cambiarse y ponerse el uniforme, subió a su despacho y se cruzó con la mujer de la limpieza, que ya se iba. No recordaba haberla visto antes. Ambas se disculparon al mismo tiempo, Hannah le pidió que continuara.
—No, no, I am done —dijo la mujer, joven y rubia, derrochando acento de Europa del Este en la breve frase.
La rotación de mujeres del Este que limpiaban la comisaría debería de ser motivo más que suficiente para que alguien revisara las condiciones de contratación de la empresa que había ganado el contrato público, pensó Hannah, y miró a la joven, que se alejó por el pasillo hasta el siguiente despacho. Hannah entró en el suyo, encendió el ordenador y justo entonces la llamaron al teléfono. Thomas. ¿La llamaba para pedirle disculpas por lo del día anterior, por haberla dejado sola cuando era tan obvio que ella quería que se quedara? Esperaba que así fuera.
—Hola —lo saludó, y se dejó caer en la silla mientras introducía su contraseña.
—Soy yo —dijo Thomas.
—Lo sé.
—El Honda ese que estáis buscando. A lo mejor sé dónde lo podéis encontrar.
Diez minutos más tarde, Thomas aparcó delante de comisaría.
—¿Por qué esta persona te ha llamado a ti? —le preguntó Hannah en cuanto cerró la puerta del coche.
—Sabe que estoy casado contigo —repuso Thomas, y se dirigió a la E4.
—¿Por qué no nos ha llamado directamente a nosotros?
—No todo el mundo quiere hablar con la policía.
—¿Se puede saber qué clase de clientes tenéis?
Solo obtuvo un ligero encogimiento de hombros a modo de respuesta. Hannah lo entendía. La persona que había llamado no tenía por qué estar implicada en algo ilegal o delictivo, podría tratarse de cualquiera. La gente quería vivir su vida, no entrometerse, no verse salpicada. La desconfianza hacia las autoridades estaba bastante extendida en la zona, sin ser la policía ninguna excepción. Desconfianza e incluso recelo.
—¿Qué tal el calentador de agua? —preguntó Hannah reemprendiendo la conversación del día anterior.
—Bien, ya está arreglado.
—Qué bien.
Nada más. Ninguna disculpa. ¿Debía decirlo ella? Que lo echaba de menos. Que cuando él se había ido se había sentido rechazada, se había puesto triste. Que se había dado cuenta de que se habían distanciado, o más bien que él se había distanciado de ella.
¿Adónde conduciría todo ello?
¿Le contaría él por qué habían ido así las cosas? ¿Le diría por qué iba tan a la suya? ¿Que no quería seguir con ella, que pensaba que sus años juntos habían llegado a su fin?
¿Qué ganaría Hannah con ello?
Sería mejor no enfrentarse a él. Mientras no se hubiera verbalizado nada, todo era posible, incluso podía imaginarse que todo estaba como siempre o que todo volvería a ir bien. Así que le contó que acababa de fallar en la prueba de tiro. Él le preguntó cuáles eran las consecuencias y ella respondió que ninguna; solo era una manera de comprobar lo que ya sabían: que era una tiradora bastante mala. Luego continuaron en silencio.
—Se metió por aquí —contó Thomas al cabo de un rato; se detuvo en el arcén y señaló un camino menor a mano derecha.
—¿Y está seguro de que era el coche que estamos buscando? —quiso saber Hannah oteando el bosque.
—Tanto como seguro... Era un Honda azul, abollado y sin luz trasera.
—¿Cuándo fue esto?
—Sobre las dos y media de la madrugada.
—¿Qué hacía aquí tu amigo a esa hora?
—Primero, no es mi amigo, y segundo, esa clase de preguntas son justo lo que ha hecho que me llamara a mí y no a ti.
Con una sonrisita que la reconfortó por dentro, Thomas volvió a arrancar el coche y se metió por el camino del bosque. Fue avanzando despacio por él hasta que, cerca de un kilómetro más adelante, terminó de forma abrupta en una pequeña explanada donde se podía dar la vuelta. Hannah suspiró decepcionada. La llamada de Thomas le había infundido ciertas esperanzas. Una persona (o más de una) se había llevado el Honda del lugar del hallazgo, lo había tenido escondido unos días y el día anterior lo había vuelto a mover, o esa madrugada, se corrigió. Sería muy difícil hacerlo sin dejar rastro. El coche tenía muchos números de poder proporcionarles ADN y otras pruebas científicas. Pero no estaba aquí. A lo mejor la persona que lo había conducido se había equivocado de camino; había descubierto que era un callejón sin salida, había dado media vuelta y había vuelto a salir al camino principal. O bien la cosa era tan simple como que el informante se había equivocado.
En cualquier caso, aquí no estaba.
—Volvamos —constató Hannah, y se reclinó desanimada en el asiento.
Thomas fue marcha atrás y hacia delante unas cuantas veces hasta que el coche dio la vuelta. Pero al minuto siguiente volvió a detenerse. Hannah se irguió en el asiento.
—¿Por qué paras?
—Mira.
Thomas señaló por la ventanilla del lado de Hannah. Ella lo vio al instante. El sotobosque no había tenido tiempo de levantarse de nuevo y ocultar las dos roderas, que resultaban fáciles de identificar cuando sabías qué estabas buscando. Algunos matojos con las ramas partidas, cuyas roturas brillaban blancas, sugerían que alguien había atravesado el bosque ralo justo por ahí.
Se bajaron del coche y siguieron la vegetación chafada. Solos ellos dos. Juntos. Hannah lo cogió de la mano. Por un instante, tuvo la sensación de que él quería retirarla, pero luego Thomas entrelazó los dedos con los de ella y siguieron avanzando. Hasta que llegaron al canto arenoso que se precipitaba al lago. Las huellas terminaban un poco más adelante en la cuesta abrupta; no cabía duda de adónde había ido a parar el coche.
—¿Sabes qué lago es este? —quiso saber ella antes de bajar un poco por la cuesta hasta el borde para mirar la superficie oscura de abajo.
—Ni idea.
Resultaba imposible calcular la profundidad que podía tener el agua negra más cercana, pero era suficiente como para no poder afirmar si al pie del peñasco había un coche o no.
—Entérate. Tenemos que traer a un buzo —constató Hannah en voz alta.