A medio camino se arrepintió. Esto no era ni lo que quería ni lo que necesitaba.

Estar sola en un coche. Tener tiempo para pensar.

En Thomas, por supuesto, pero aun así acababa pensando casi todo el rato en Gordon. No acababa de entenderlo. Nunca se le había dado especialmente bien leer a las personas, al contrario de lo que podía sugerir su oficio, pero no lograba comprender el comportamiento que él había mostrado ese día. No era un hombre de los que se sienten desdeñados. Ni heridos en su virilidad. Sin embargo, Hannah recordaba cómo había salido de su despacho.

La mirada, la pena. Sin rabia. La expresión de su cara, decepción.

La sonrisa en el office que no había terminado de alcanzar los ojos, como solía hacer.

Hannah sabía que a Gordon le gustaban sus encuentros como mínimo tanto como a ella, pero ¿acaso lo había considerado más que mero sexo? ¿Empezaba a estar enamorado de ella? Qué estupidez. Él era un hombre de treinta y seis años en plena carrera laboral; ella era una mujer casada y madre de dos hijos adultos, con sofocos y a menos de diez años de jubilarse.

¿Por qué estaba pensando más en él que en Thomas?

Mejor dicho, ¿por qué estaba siquiera pensando?

Pisó el acelerador, aumentó la velocidad, quería llegar lo antes posible. Ponerse a trabajar otra vez.

Veinte minutos más tarde subió la rampa del garaje, donde había un Hyundai aparcado y un hombre de su edad, quizá unos años más, esperando de pie. Hannah miró la casa raída mientras aparcaba. Con sus paneles de fibrocemento, tejado inclinado y la sensación general de ser un caramelo para alguien manitas, le recordaba mucho a la de Kenneth y Sandra, al otro lado del lago. Se bajó del coche y el hombre que había estado aguardando fue a su encuentro a paso ligero y con prisas.

—Mikael. Mikael Svärd. Hola.

—Hannah Wester. Hola.

—Me alegro mucho de que me haya llamado. El policía con el que hemos hablado al mediodía nos ha dicho que no enviarían a nadie.

—Pues al final sí. —Hannah sacó su bloc de notas, buscó una hoja en blanco—. Quería denunciar la desaparición de su hija y su marido —resumió ella mientras se ponía a caminar hacia la casa desvencijada.

—Su pareja, no están casados.

—¿Cómo se llaman?

—Anna. Svärd, claro, y Ari Haapala. Mi mujer y yo hemos venido esta tarde a su casa para dejar a Marielle, y no estaban, no conseguimos contactar con ellos.

—Y Marielle es su hija.

—Sí.

—¿Cuántos años tiene?

—Cumplió dos en mayo. A veces se queda con nosotros, para que Anna y Ari tengan tiempo para estar juntos.

Tiempo para estar juntos. Ella y Thomas nunca se lo habían planteado así. El padre de Hannah tenía buena mano con los críos, pero solo mientras fuera divertido. No tenía el menor interés en quitarles la carga y asumir responsabilidades. El padre de Thomas se había mudado a Francia después del divorcio, y cuando tuvieron a Gabriel su madre ya había cumplido los setenta y cinco y empezaba a mostrar algunos síntomas de demencia. No era como para dejarle un crío. Con Elin ni siquiera habían tenido la oportunidad, pues estaban viviendo en Estocolmo.

—¿Por qué cree que ha pasado algo? —preguntó Hannah para no seguir esa línea de pensamiento, y comenzó a rodear la casa.

—Sabían que vendríamos, ninguno de los dos coge el teléfono y el coche no está.

—¿Qué coche es?

Hannah se detuvo y se agachó. Una de las ventanas del sótano estaba rota, cristales en el suelo. Algo que no dejas ahí tirado si tienes una niña de dos años que corretea por el jardín.

—Un Mercedes. Acababan de comprarlo. El viejo lo llevaron al desguace. Les tocó la lotería.

—¿Número de matrícula?

—No lo sé, era nuevo.

Hannah se incorporó otra vez y continuó con su inspección alrededor de la casa, todo parecía en orden. Excepto el ventanuco, claro.

—¿Tiene llave? —preguntó señalando la puerta de la casa.

Mikael Svärd asintió con la cabeza y sacó un manojo de llaves del bolsillo.

—Por la tarde hemos entrado mi mujer y yo, pero no había nadie —informó mientras subían juntos por la escalinata.

—¿No pueden, simplemente, haberse ido a alguna parte? Que hayan apagado los móviles. Que se les haya pasado el tiempo.

—Sabían que vendríamos hoy con Marielle. Jamás se irían sin ella.

«No, ¿qué clase de padre deja a su hija?», pensó Hannah cuando cruzaron la puerta y entraron en el recibidor.

En la pared, perchas con ropa colgada. Zapatos en el zapatero y el suelo. Bien colocados, por orden de tamaño.

—¡Anna! ¡Ari! —gritó Mikael al interior de la casa.

Hannah lo dejó hacer, había percibido su energía nerviosa en cuanto lo había saludado en el jardín. Era obvio que deseaba que hubieran vuelto. Que se hubieran presentado en casa. Que las horas de preocupación y angustia fueran a convertirse enseguida en un paréntesis del pasado. Pero no obtuvo respuesta. Ningún alivio.

Continuaron juntos hasta la cocina. A Hannah le llamó la atención lo limpio y ordenado que estaba todo. Era cierto que solo tenían una niña, de dos años, pero incluso cuando ella y Thomas se empeñaban en tener la casa arreglada, siempre se notaba que había críos presentes. Aquí estaba todo bien colocado, sin polvo, clasificado. Juguetes a lo largo de la pared, encimeras sin migas, cuchillos en la barra imantada en la pared, de más pequeño a más grande. Incluso las fotos y las notas en la nevera estaban dispuestas en filas alineadas a la perfección, sujetadas con imanes redondos de tres colores diferentes. Los que no estaban en uso estaban esperando su turno en una columna en el canto izquierdo.

Rojo, verde, azul. Rojo, verde, azul.

—¡Anna! ¡Ari! —volvió a gritar Mikael, y se adentró en la vivienda.

Hannah lo oyó subir por la escalera. Gritar otra vez sus nombres. Justo iba a seguirle los pasos, cuando un ruido le hizo darse la vuelta. Al principio pensó que alguien había tirado algo, pero enseguida cayó en la cuenta de lo que era. Lluvia que repicaba en la ventana y el alféizar. Primero fueron cuatro gotas gordas, pero a los pocos segundos aumentó la intensidad y el agua comenzó a martillear con rabia el cristal.

Los ojos de Hannah se posaron sobre una foto enmarcada entre dos plantas verdes. Se acercó y la cogió. Marielle, cómo no. La habían tomado en invierno. Se la veía riendo, bajando por una cuesta en trineo y con los brazos en el aire. Chaqueta de borrego y gorro con orejeras. Guantes cogidos con un cordón a las mangas del traje. Mejillas sonrosadas. Como Elin, cuando volvía del frío. Su cuerpecito caliente y sudado, las mejillas heladas. Uno de los dos inviernos que tuvo tiempo de vivir. Hannah miró por la ventana, el jardín salvaje, cuyos contornos se habían difuminado tras la pantalla de agua que corría en goterones por el cristal.

 

 

Está cayendo una lluvia torrencial.

Los limpiaparabrisas trabajan a máxima velocidad, pero aun así se las ven y se las desean para apartar el agua. La gente corre por todas partes para resguardarse del repentino chubasco. Se encogen de hombros para protegerse, se cubren la cabeza con lo que tienen a mano para evitar así la peor parte. Las alcantarillas no pueden hacer frente a tanta agua en tan poco tiempo. Las calles se inundan, las ruedas de los coches levantan cascadas que caen en la acera, mojando a los apresurados transeúntes desde un nuevo flanco.

«Debería haber cogido el paraguas, a pesar de todo», piensa al pasar junto a la hilera de coches aparcados a lo largo del pequeño parque del barrio de Söder. Para en doble fila, demasiado cerca del paso de peatones, bastante segura de que ningún guardia osará plantarle cara al temporal. Solo serán cinco minutos. Como mucho. Apaga el motor. La lluvia golpea el techo del coche, superando al Cotton Eye Joe de Rednex que suena por la radio. Una cosa buena de la tormenta. La tienda de discos está unos metros más abajo en esa misma calle. Suficiente para que Hannah se cale. ¿Debería esperar a que pare de llover? Echa un vistazo al cielo. Negro uniforme. Ningún indicio de que vaya a parar. Ni siquiera amainar. Se vuelve hacia el asiento de atrás. Elin está durmiendo en la sillita. Tiene el chupete medio salido de la boca. Hannah lo empuja para ponerlo de nuevo en su sitio y Elin da unas chupadas, satisfecha, igual que el rey con su pulgar en la película de dibujos Robin Hood estas Navidades. Si Hannah la saca del coche con esa lluvia, seguro que se despierta. Mira la tienda donde le han prometido que le iban a conseguir una copia de contrabando de un disco de Bruce Springsteen. No es legal, pero tampoco tan ilegal como para que vaya a suponerle un problema. Le vendría tan bien tenerlo hoy... Así podría regalárselo a Thomas para celebrar el trabajo nuevo que está segura que le van a dar. Se decide. Se desabrocha el cinturón y se prepara. Abre la puerta, se sube las hombreras en cuanto nota el agua, hace de tripas corazón, cierra la puerta con todo el cuidado que puede para luego cruzar la calle corriendo casi doblada por la mitad.

Se sacude como un perro en cuanto entra en la tienda. Solo tiene un cliente delante en el mostrador. Parece estar ahí más para hablar con alguien que para comprar algo. Están intercambiando opiniones de Stax. Hannah no sabe si es un grupo de música, un estilo musical o una discográfica. Echa un vistazo al coche. Casi le cuesta distinguirlo, en el incipiente atardecer y tras la cortina de lluvia. Entonces llega su turno. El hombre de detrás del mostrador se acuerda de ella, saca lo que le había encargado, ella paga y, con el disco en una bolsa de plástico, se prepara para hacer otra vez frente al agua.

En cuanto sale de la tienda nota que algo va mal, sin saber exactamente qué. Algo asoma al otro lado del coche. Algo que no tiene que estar ahí.

Una puerta abierta.

Elin no sabe abrir puertas.

¿Acaso no ha cerrado con llave? Sí que ha cerrado. Tenía prisa por escapar de la lluvia, pero ¿verdad que ha cerrado con llave? Tiene que haberlo hecho. Pero la puerta está abierta. Una mano fría le aprisiona el corazón cuando cruza la calle a toda prisa. Tiene suerte de que no venga ningún coche, ni siquiera piensa en mirar antes. Solo tienes ojos para una cosa. La puerta abierta hacia el parque y los árboles de detrás. Llega hasta allí, casi resbala, se le cae la bolsa, recupera el equilibrio y rodea el coche.

Está vacío. La sillita está vacía.

Da la vuelta en la acera. Elin tiene que estar ahí. Cualquier otra cosa es impensable. Pero no está. El azote del pánico. Hannah sabe lo que ha debido de ocurrir, pero no puede, no quiere entenderlo. Grita su nombre. Grita. Ve que la gente se detiene buscando cobijo. Un sonido de lo más hondo de pura desesperación y terror. Un sonido que no se puede pasar por alto. Ve que se le acercan, pero no ve a nadie con su hija en brazos. Vuelve a gritar su nombre. Y entonces lo ve. En la acera. Un zapatito de charol de color rojo. Las piernas ya no aguantan el peso. Hannah cae de rodillas. Se le hace tan difícil respirar... Cree recoger el zapato, pero no está segura. No lo recuerda.

El zapato rojo hace que todo se vuelva negro.

 

 

—No están aquí —dijo Mikael Svärd al volver a la cocina.

Al verla mirando la foto se quedó quieto, desconcertado, y Hannah comprendió que se había puesto a llorar. También comprendió que Mikael Svärd había interpretado sus lágrimas como la peor noticia posible.

—¿Qué ocurre? ¿Qué ha encontrado? —le preguntó con nerviosismo en la voz.

—Nada, discúlpeme, su nieta me ha hecho recordar algo. Lo siento.

Se secó las mejillas. Se maldijo a sí misma. Maldijo a Thomas. Esto era culpa suya. Él la había hecho débil, la había hecho vulnerable. Ella nunca se permitía pensar en Elin.

—No están aquí —repitió Mikael, y sus ojos se movieron inquietos, incomodado como estaba por las lágrimas de la agente de policía.

—He oído lo que decía.

—¿Qué van a hacer ahora?

Hannah sabía lo que ella iba a hacer: marcharse de allí. Cuanto antes. Volvió a dejar la foto en el alféizar, se aclaró la garganta e hizo acopio de fuerzas para volver a ser una representante oficial de la autoridad.

—No podemos hacer gran cosa. Casi todo indica que se han ausentado por propia voluntad, y en ese caso no actuamos hasta que han transcurrido veinticuatro horas.

—Algo les ha pasado. Ellos nunca «se ausentarían». Algo ha pasado.

—Lo lamento.

—Por lo menos podrían buscar el coche, ¿no? Dar un aviso de búsqueda o algo.

—Sí, eso podemos hacerlo —repuso Hannah, y dejó atrás la cocina, la casa y a un Mikael Svärd claramente perplejo en la rampa de acceso mientras ella daba la vuelta con el coche para regresar a Haparanda.