Stepan Horvat estaba sentado en el calabozo; la decisión de si debía quedarse detenido o no la tenía que tomar un fiscal. Personalmente, Alexander podía empatizar con él. La amenaza contra su familia eran circunstancias atenuantes, pero al mismo tiempo no dejaba de haber cometido un delito. En el peor de los casos, si gracias a su ayuda la mujer rubia había obtenido información en comisaría que la había conducido hasta Fouquier y los demás, sería considerado cómplice de asesinato.
Pero todo tendría que esperar hasta el día siguiente, ahora tenían cosas más importantes que hacer.
Mientras subía la escalera de camino a la sala de reuniones notó la misma expectación tensa que había sentido cuando Gordon se le había presentado para contarle lo que Hannah había descubierto. El gran giro en la investigación. La visita a la casa de los Horvat no había dado mucho de sí, había que reconocerlo, pero ahora tenían una fotografía. Alexander había solicitado material de las cámaras de vigilancia de la ciudad —no eran muchas, pero todas sumaban—; contaban con un programa de reconocimiento facial y podrían contrastar la foto de carnet con todos los registros posibles. Tanto suecos como internacionales. Gordon seguía en casa de los Horvat, esperando a los técnicos de la científica, que estaban por llegar. En el mejor de los casos, obtendrían alguna huella dactilar o incluso ADN de las fotos y el sobre que habían dejado en el piso.
Abrió la puerta del office y se detuvo al ver a una chiquilla sentada en el sofá, con un refresco de cola, una bolsa de bollitos de canela y un iPad sobre la mesa de centro.
—Hola... —dijo él sorprendido.
—Hei —respondió ella sin quitar los ojos de la pantalla.
—¿Qué haces aquí?
—Olen täällä idiootin kanssa.
Alexander creyó entender la tercera de las cuatro palabras, adivinó que la razón de la presencia de la niña se hallaba en la sala de reuniones, entró en la estancia y cerró la puerta.
—¿De quién es la niña de ahí fuera?
—Mía —dijo Ludwig—. Bueno, es la hija de mi novia. No he encontrado canguro.
Alexander se dio la vuelta y miró la pared que tenía detrás, donde una imagen partida en dos llenaba el lienzo. La foto original que les había dado Horvat, y a su lado una donde el pelo rubio había sido sustituido, con ayuda de un ordenador, por cabello corto moreno.
—¿Sabemos quién es?
El silencio que recibió fue una respuesta más que suficiente.
—No, todavía no —contestó Lurch al final, al ver que nadie parecía querer decir nada.
—Las cámaras de la ciudad, ¿han dado algo?
—Aún no la he visto en ninguna de ellas —respondió P-O—. He empezado por las que están más cerca de la estación, no tenemos demasiadas, como ya sabrás, así que existe el riesgo de que haya llegado a Haparanda sin pasar por ninguna de ellas.
—O, simplemente, las está evitando, parece bastante preparada e inteligente —indicó Ludwig.
Alexander volvió a mirar las fotografías: sí, parecía bastante preparada e inteligente. Pero Haparanda no era grande; la tenían en foto; él tenía gente, recursos, tecnología y los registros de todo el planeta a su disposición.
Darían con ella. La cogerían.
Se vio interrumpido en sus cavilaciones cuando se abrió la puerta. Sami Ritola entró con una taza de café en una mano y tres bollitos en la otra. Alexander lo había citado a la misma hora que a los demás, pero él no se había molestado en presentarse hasta ese momento, cómo no. A veces tenía la sensación de que el compañero finlandés hacía ciertas cosas solo porque sabía que a él lo irritaban.
—Qué bien que puedas hacernos compañía —saludó con tanta acritud que la esencia de sus palabras quedó clara sin necesidad de traducción. Aun así, Morgan lo dijo en finés.
—Los mejores invitados siempre llegan tarde —fue la respuesta.
Sami se metió uno de los tres bollitos de canela en la boca y, sin ninguna prisa, fue a sentarse en su sitio de siempre, en el extremo de la mesa. Al ver las fotos proyectadas en la pared, puso los ojos como platos, tragó lo que tenía en la boca y las señaló con el dedo.
—¿Por qué hay una foto de Louise ahí?
Toda la sala se quedó de piedra, uno por uno fueron volviéndose hacia él. Morgan hasta se olvidó de traducir.
—¿Qué ha dicho? —quiso saber Alexander—. ¿Se llama Louise?
—¿La conoces? —preguntó Hannah.
—Tanto como conocerla... Me he acostado con ella. —Miró a Alexander mientras Morgan traducía—. Nos hospedamos en el mismo hotel.