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El ronroneo del público, el crujido y el chirrido de los bancos, los susurros y carraspeos. La luz de las velas se filtra a través del lienzo del telón y de ese modo invierte el mapa de Europa que lo adorna. Los comediantes van ocupando su lugar en el fingido salón de recepciones del brumoso palacio Rasmidessen para iniciar la obra con esa brillante escena que denominan «El rey de Siam no conoce el hielo». Un mago trae al principado unas cajas mágicas en cuyo interior los infantes sólo ven escenas de gran calma, mientras el príncipe, al mirar por el mismo agujero, descubre guerra y devastación. Su hijo mayor será Crispín, el ayudante; el menor, el pequeño infante durmiente; Catherine hace de cantante Pristinus; Godard tensa las mangas de su túnica estrellada y maneja las cajas de colores que centran la escena; Henry pasea tras el trono y, como siempre, exagera una arrogancia en el príncipe que el texto propicia sin más esfuerzo. William —el príncipe heredero Friedrich— pasa ante ella y le susurra con divertida altanería «¡Conejos…!». Roberta le sigue con la mirada hasta que su hijo ocupa la silla con blasón. William no puede evitar una sacudida nerviosa, y otra, y varios guiños… Roberta dice para sus adentros: «Calma, mi amor, calma…».
Henry Ferguson, el príncipe de Rasmidessen, examina la disposición de la compañía, chasquea los dedos y exclama con voz ahogada: «Magic time!». A saber dónde aprendió el conjuro.
Los tramoyistas saben qué hacer.
Poco a poco, se alza el telón.