5

Y la tarde siguiente, en una de las buhardillas de la planta que ocupa la compañía Marceau, el de Viloalle protege su desnudez del primer frío que se cuela por las ventanas altas y dice:

—Anoche me confesó que te añora…

Hace un mes que han vuelto a verse. Y, es cierto, Emmanuelle vive en casa de una prima suya casada con el demagogo Legendre, uno de los seguidores más impulsivos de Robespierre, y comparte habitación con sus cinco hijos, que a esos no les queda otra que mantener a sus hijos en la insalubre París. Emmanuelle y Martín se cruzaron un día por la calle y hablaron. Martín disimuló sus rencores, le preguntó cómo le iba. Fue comprensivo ante el enojo de Emmanuelle por el barullo en casa de Legendre. Al fin le dijo que podía disponer de su buhardilla en la vivienda de los cómicos. Si Emmanuelle buscaba calma alguna vez, o un lugar donde leer, por ejemplo, le podía dejar una llave. Y ella la tomó. Cuando supo que Roberta no era la amante de Martín, se volvió a entregar. Y en cuanto lo hizo, en cada visita traía leche o vino a los comediantes, y con ello creía pagar una discreción que tenía asegurada. Aunque nunca iba a comprar su simpatía, precisamente, por querer comprar su discreción. Ahora, se limita a un saludo cuando se cruza una y otra vez con los miembros de la compañía Marceau que no trabajan y pasan las horas sentados en el corredor, ajenos del todo a las novedades políticas. Son cinco y parecen multitud. Unos se cuentan a otros las mismas historias de siempre y, sin embargo, ríen porque importa más el modo de contar que la historia misma. Y beben y siguen riendo. Y remiendan calcetines cuando beben y ríen. Y ríen cuando secan las babas de Benvenuto. Y esa risa continua y por todo acompaña tras la puerta los ardores de Emmanuelle y Martín. Cuando Emmanuelle se va, Martín se queda un rato con ellos, en silencio, y a veces desearía contar la historia de cuando fue reclutado por el ejército de su majestad inglesa, Jorge III, mientras brincaba desnudo por los tejados de Hannover, pero entonces recuerda el abominable episodio con el jesuita francés y calla.

Pero volvamos a Emmanuelle y a la incapacidad de Martín para decir algo más que «Anoche me confesó que te añora». Del mismo modo que antes, por imperativo de la situación, jamás se tomaban su tiempo para hablar de cuanto sucedía, ya fuera cuestión pública o particular, siguen sin hacerlo por mero hábito y una mutua sabiduría de lo eficaz. Por eso, el comentario «Anoche me dijo que te añora, Emmanuelle…» ha quedado suspendido sobre las sábanas y resuena como un segundo silencio alterando el silencio de siempre. Emmanuelle se revuelve en la cama y dice:

—Si fuera tú, me avergonzaría de mi papel.

—No sólo me avergüenza, me asquea…

—Lo dudo. Ahora eres demasiado feliz.

—¿Yo? ¿Martín de Viloalle? ¿Feliz?

—Eso he dicho. Martín de Viloalle: un idiota feliz en una ciudad de locos. Y te diré algo: hay razones para ser un idiota feliz. De todos modos, será pasajera. La felicidad, digo…

Martín no comprende, ni se esfuerza mucho; por eso vuelve el silencio, mientras Emmanuelle se viste, el pudor recobrado.

La velada amatoria siempre transcurre del mismo modo, salvo una tarde en que Martín sestea agotado y entonces oye: «Mire, señor de Viloalle…». Abre los ojos y, al lado de la cama, sentada frente a una mesita, Emmanuelle hojea el Amigo del Pueblo, el Orador del Pueblo y el Revoluciones de Francia, todas las gacetas a un tiempo. Lee, compara, deduce, concluye. Así se hace con un criterio y no se halla en desventaja a la hora de debatir con quien sea donde sea. Pero esa voz, «Mire, señor de Viloalle», no es la suya, desde luego, y además, Martín puede ver a Emmanuelle y cómo se muerde un labio al mirar la puerta. Así que se vuelve en la cama y en el rostro de Roberta el llanto vence al orgullo en su lucha desigual. La mano de la muchacha va despacio hacia la cabeza donde, algo ridículo, pero encantador, se ha puesto uno de esos gorros que empiezan a llevar algunos radicales, un gorro frigio o «de la Libertad», como se le llama a todo. Aunque Emmanuelle esté vestida y parezca la mismísima secretaria del casto y estricto Robespierre, no hay duda sobre lo que ha sucedido en la estancia. La boca de Roberta ha tomado forma de puente. La tristeza se vuelve rabia cuando tira el gorro a la cara de Martín y desaparece. Y Martín se viste las calzas, se asoma al pasillo, ve a los cómicos en silencio y a Rosella con los brazos en jarra. Rosella le informa:

—Se ha estropeado uno de los rodillos del cacharro ese… Si quisieras acercarte al muelle, el moro Alí aún espera que abran el almacén para guardarlo todo.

Dicho esto, se mete en la habitación que comparte con su hija.

Sin decir nada y sin tomar en consideración la mirada de los cómicos, que no pierden detalle, Martín se acerca a la puerta tras la que discuten madre e hija:

—Préstame atención, Roberta. Ese hombre no es malo, pero es un hombre. Así que ve con mucho cuidado… Que no te vea llorar por un viejo, stronza… Y no hables nunca con él a solas. Sobre todo, ahora que sabe de esa inclinación tuya, que hay que ser stronza del todo… ¿Qué has hecho con la educación que te he dado?

Como toda respuesta, un largo sollozo ahogado en la almohada. Entonces, Martín oye un carraspeo y valora el encogerse de hombros de los cómicos. Martín les devuelve el gesto y regresa a su buhardilla.

—¿Qué? —pregunta Emmanuelle—: ¿No te dejan consolarla?

—A mí me gustan las mujeres, no las niñas…

—Ya, y a mí los hombres y no los dátiles bajitos y enclenques, pero el deseo es muy traidor como sin duda esa muñequita acaba de aprender ahora mismo…

Martín guarda silencio y mientras acaba de vestirse, sonríe a Emmanuelle malévolamente, señala los periódicos que se amontonan sobre la mesa y dice:

—¿Acaso está celosa la Novia de la Libertad?

—Qué más quisieras… —y Emmanuelle no parece ella cuando palmea el colchón y le dice muy serena—: Ven, siéntate aquí.

Y obedece Martín. Si añadimos a su baja estatura las circunstancias de hallarse sentado en el camastro y que su amante no haya abandonado la silla, resulta de ello que Emmanuelle parece superior en cualquier sentido, la idea de la madre que nunca tuvo. Porque aquella doña Eugenia, de borrosa memoria, nunca fue, desde luego, la madre maestra:

—Aunque no lamento demasiado la situación de esa preciosa ridícula, y hasta me divierto un poco, porque alguna vez tendría que ser yo quien no sufriera y sólo mirara, sí estoy celosa. Pero sólo estoy celosa de tu estado… Tendrías que decirle la verdad.

—¿Qué verdad?

—Mírate… —ordena Emmanuelle, mientras le hace volver la cara al pequeño espejo de la buhardilla.

Y donde Martín sólo ve al triste fantoche que le encierra, Emmanuelle descubre algo más:

—Afortunadamente, no tiene tus facciones, ni tu altura. Pero es algo que se percibe… Ella alterna tu modo de evadirse de la pena, haciéndose un poco la boba, a diferencia del volcán que es la madre.

—También se hacía algo la boba en sus años, la madre… Y era bonita. Pero la muchacha lo es más… Es idéntica a mi hermana.

—¡Claro que lo sabías…! Aunque me parece que, saberlo, lo saben todos menos ella, la pobre. Y la madre.

—Sí que lo sabe, sí, la madre…

—¿Qué es entonces? ¿La avaricia? Porque tiene que ser la avaricia, los delirios de una antigua grandeza… Estas últimas tardes oigo a los otros hablar del teatro en el Pequeño Trianón. Se les escapa… No vienen de Grenoble, como me has dicho. Vivían en Versalles… ¡Por Dios, Martín! ¡Eran criados de María Antonieta! ¿Cómo has podido esconderlos? De hecho, te admiro…

Y como Emmanuelle le admira, Martín le cuenta de principio a fin la historia de la salvación el seis de octubre del ochenta y nueve. Y cuando está explicando cómo huían como conejos aquellos vándalos que querían matar al buen Marcel en su propia tumba, y el modo en que consiguió tal hazaña, ríen, y al reír se miran y les asalta una súbita vergüenza. Es la primera vez que, solos los dos, se cuentan algo, pierden un poco el tiempo. Y no hay aspereza al acecho, ni ese acoso del envés maligno de la pasión:

—Escúchame, Martín: no tengas dudas. Es tu hija. Y así son estos tiempos de locura: la has encontrado. Y la ayudas. Deberías imponerte. Darte a conocer. Tenerla contigo para siempre al precio que sea…

—No puedo decirte más, pero si hiciera eso sería muy cruel con la madre. Y ya he sido cruel con demasiada gente.

—Nadie es cruel si hace eso. Y se enmienda y protege… Si la pierdes algún día, te arrepentirás, alguien pagará tu furia y entonces sí serás cruel…

Cuánta razón tiene y qué pocas ganas de dársela.

—Sólo dices eso porque quizá pierdas a tus hijos… Pero yo convenceré a ese terco…

Emmanuelle le interrumpe:

—Calla, escucha y respétame. Creo que antes no me respetabas, o sólo lo fingías por el uso que haces de mí. Ahora puedes elegir si me demuestras respeto o no. Así que atiende: jamás pronuncies una mala palabra sobre Baptiste Rivette. Nunca. ¿Entiendes? Primero por lo que le has hecho. Y después porque toda la culpa es mía. Y no es excusa el que fuera casi una niña, mucho más joven que Roberta, mucho más sin experiencia, recién salida del convento de unas monjas delirantes, con un padre que era un monstruo avaricioso y que me casó por conveniencia con un empleado. Guapo, sí, trabajador, con talento… Me costó verlo… Porque no sabíamos hablarnos, ni tocarnos. Un embarazo malo. El parto me dejó sin una gota de sangre… La primera vez que vi a mis hijos, me parecieron un solo engendro con dos cabezas que me había dejado sin entrañas. Su llanto se me clavaba en las sienes… El olor de mi marido me repugnaba. Me figuraba que de su piel salían aliagas estercoladas y del bigote, musgo y champiñones… Las manchas de tinta de sus manos me parecían estigmas… Me alivió que se llevasen a los niños al campo… Pero a Baptiste le seguí teniendo ese asco, primero, y luego la vergüenza por el asco que le había tenido. Y él se resignó por mí. Y yo me condenaba porque así le salvaba… Hasta que supe que nada de eso tenía el menor sentido. No puedo vivir con él por lo que le he hecho, ni por lo que él ha hecho y porque los dos sabemos que la locura de uno alimenta la del otro. Ahora, para mí, lo único que tiene sentido es que cuando me corro suspendo la desgracia, que te has hecho a mis solicitudes y que los jacobinos son muy torpes en el lecho…