6

Aún no ha amanecido cuando llevan a Martín a la nave de una antigua iglesia católica donde se hacinan los reclutas. Le obsequian con unos calzones agujereados del ejército de Su Majestad británica y ahí lo abandonan. Camina entre una vaharada fétida de leprosería que emana de aquellos bultos, la hez de Europa, y sólo se sienta cuando halla cobijo en lo que fuera el altar. La tristeza no le deja maldecir su suerte o buscar opciones. A su lado, un perro roe la placenta de una vaca. El hedor a carroña es la causa de que ni siquiera esos ocupen aquel sitio.

Mientras espanta nubes de pulgas, y al rascarse, el de Viloalle repara en que aún lleva colgado el medallón con la escuadra y el compás. La pobreza del metal, al contacto con el agua caliente en la bañera de Frieda, le ha levantado ronchas en la piel. Un tirón y se deshace de la cadena. La medalla cae en la tiniebla de un coro de ronquidos que, entre pesadillas, se restriega en estiércol. De pronto, un ser harapiento, cuyo rostro apenas vislumbra Martín, se aproxima arrastrándose, y su aliento mefítico susurra en bronco dialecto del francés:

—Kentu-ki, Kentu-ki. Hasta allí vamos. Kentu-ki. «Río de sangre» es lo que dicen cuando dicen Kentu-ki. Yo he estado antes en Kentu-ki… ¡Tantos años…! Un río sin principio ni fin. Montañas y montañas, bosques hechizados… Salvajes desnudos. El pelo es la cresta de un gallo. Todos con la misma cara, la frente y los carrillos de rojo y azul —el francés ulula, mientras se tapa la boca una y otra vez a golpecitos con una mano sin dedo meñique—. ¡Idólatras que bailan!

El francés pasa un brazo por el hombro de Martín y canta un tonillo infantil con el siguiente libreto:

—Los niños de los colonos brillan, chillan, brillan… Canta conmigo… Los tizones brillan y los ojos brillan y las cuencas se vacían. Los niños de los colonos chillan…

Sin decir una palabra, Martín se deshace del brazo del francés y se sienta en otro lugar. Intenta mirar al loco, pero sólo ve unos ojos enfebrecidos bajo una extraña calva pardusca, como si alguien hubiera emplastado una calva en otra inferior, que a veces ilumina esa primera luz del día que se filtra por un rosetón. Martín descubre lo que pudieron ser las siluetas esfumadas de antiguos frescos en lo más alto de muros requemados. Y vuelve la cantinela del francés tarado:

—El gran bosque se alegra con las canciones de los niños de los colonos, los hombres labran y las mujeres cocinan y rezan… Llegan las crestas de gallo, el pelo de cresta de gallo, la cara azul de guerra, los niños chillan, todos en fila, sacan el hacha, los niños chillan, la cabeza suelta del hombre chilla, la cabeza suelta de la mujer chilla. Callan y chillan, mueren y chillan, los niños en fila chillan, los tizones brillan, los tizones en las cuencas brillan, las cuencas se vacían, los niños chillan, los niños ciegos chillan, las casas quemadas chillan, los niños ciegos chillan, los niños ciegos caminan, los niños en fila chillan, se pierden y chillan, en fila chillan. Por el río Kentu-ki caminan y chillan, ciegos chillan, los encuentro y chillan. Las crestas de gallo se acercan, las caras de azul se mueven y los niños ciegos chillan y chillo… El indio levanta mis cabellos que ya no son míos y dice: «Waka quiere que tu alma sea mía». En Kentu-ki… El río de sangre…

Pían ya los pájaros cuando la puerta de la iglesia cruje y el centinela, medio dormido, asustado y confuso, lanza un «¡Quién vive!» que despierta a la nave. Aquella chusma recuerda su destino y lo maldice. O nada recuerda, pero maldice. O maldice al francés doblemente calvo, porque ya se levanta, mientras alza aún más la voz:

—Ahora subiremos a barcos y bajaremos de barcos y subiremos a canoas y bajaremos de canoas y nos cortarán la cabeza y nuestra cabeza rodará y caerá en el agua de ríos sin principio ni fin y la corriente arrastrará la cabeza y las cabezas chocarán con las piedras y la cabeza sin alma cantará: «Frère Jacques, frère Jacques, dormez-vous, dormez-vous…». En Kentuki… El río de sangre…

Por el portón hace su entrada una pareja de soldados. El rojo de las casacas, en la débil luz de la aurora, parece el sol mismo. Tras ellos, un oficial de alta graduación y una figura cuya identidad es indiscutible y provoca que Martín se levante sin poder disimular su júbilo y, al poco, una inmensa humillación. Los soldados, el oficial y el señor de Welldone toman un candil, empiezan a recorrer la nave de la iglesia, estudian la cara de los hombres amontonados. El resplandor aturde a la chusma tendida y los más sañudos corresponden al examen con una patada que requiere al punto un culatazo. Mientras explica las campañas del rey Jorge en las Trece Colonias, el oficial inglés se dirige a Welldone como «señor conde» o «Excelencia». Por lo visto, Welldone sí parece un conde. Martín no aguanta más, acepta lo que pueda venir y se acerca a la pareja. Al descubrir a Martín, uno de los soldados le apunta con su arma, otro va hacia él y muestra el madero de la culata chorreando sangre. Todos se tranquilizan cuando Welldone, exhibiendo su inefable descaro, proclama:

—¡Ah, caballero de Viloalle! ¡Gracias les sean dadas al maestro Hiram-Abi! El capitán ya sabe de la terrible confusión. Pero, sin duda, todo será más claro si muestra sus credenciales.

Como Martín no entiende, Welldone, con un mover de los dedos, tal que si tocase el clavicordio y el clavicordio fuera la base del cuello, le está diciendo algo. El capitán inglés pasa de una mirada atenta a otra de creciente hostilidad, y pregunta al fin:

—¿Nos conocemos de alguna parte?

«Te dibujé ayer en la plaza», piensa Martín, pero se limita a enderezar la espalda y sacar pecho con el fin de que su figura adquiera dignidad, honor y, en última instancia, mueva a compasión.

—¡Claro que le conoce! —afirma Welldone—: ¿No nos conocemos todos?

Pese a las exclamaciones de Welldone, que allá él si las entiende, la intuición del capitán sigue sin encajar las piezas de esa escena:

—Comprenda, señor conde, que si este hombre es sólo un simple criado, y habiendo cometido además un delito…

Entre las sombras, crece la impaciencia de Welldone, los labios apretados, la mirada fija. Sin embargo, Martín no entiende hasta que, muy enojado, el Gran Venerable —y ahora conde, según parece— susurra un ronco:

—¡Hermano Libertus! ¡Sus credenciales…!

Martín se apresura hasta el rincón donde ha caído la medalla masónica. Palpa el suelo resbaladizo y nada encuentra. Allí, iluminadas por la claridad que ya asoma por los ventanales, le escrutan miradas temerosas, desoladas o criminales. Se desespera Martín, mientras los soldados y Welldone le observan desde el otro lado de la nave. Ya no se oye ronquido alguno y todo es silencio expectante del que previene un suceso. Ese mutismo singular hace que Martín comprenda. Da media vuelta y ve muy callado, desorbitados los ojos, al francés enloquecido. De su puño asoma el brillo oscilante de unos eslabones:

—Te cortan el pelo con el hacha, te meten tizones en las cuencas, se comen tu alma y bailan… En Kentucky… El río de sangre…

Con un aplomo que desafía el tiempo, el espacio y el rigor de la vida y de la muerte, Felipe de Viloalle surge de su hermano gemelo, se hace con la pata de un banco astillado de la antigua iglesia. Hunde la estaca en el ojo derecho del francés. La saca luego como si fuera el corcho de una botella para hundirla en el izquierdo. El loco chilla como chillaron aquellos absurdos niños ciegos: «Mes yeux, mes yeux…!», un alarido infinito de cerdo castrado. Felipe se apaga, Martín cruza la iglesia y muestra la medalla a un capitán distraído con las excusas y los inacabables discursos egotistas de Welldone.

Caminan ya hacia una berlina de dos caballos y, empuñando la medalla mojada de sangre o sudor, Martín soporta la reconvención de un viejo:

—Me haces perder tiempo, dinero y prestigio…

Y ha sido al recordar que Dimitri murió durante esas mismas horas el día anterior, cuando Martín vislumbra un futuro destruido y, aunque sabe vano y ridículo impedir el acontecimiento que llegará antes o después, afila un sarcasmo de hielo:

—Quisiera lamentarlo, pero no puedo. —Y tras una pausa—: Señor conde…

—Lo que tendrías que lamentar es que no hayas pasado una jornada entera sin la necesidad de recurrir a mí. Y tendrías que agradecer mis esfuerzos. Y rezarle al Sagrado Corazón por el milagro que acaba de hacer. En un instante, ha librado a dos infelices del reclutamiento.

Martín no entiende.

—La medalla… La que llevas en el puño. Menos mal que tenía al mayor convencido y aún no hay luz suficiente.

Con verdadero pánico, Martín abre la mano que debería ocultar una escuadra y un compás pero guarda un corazón sangrante, el Sagrado Corazón. Los ojos de aquel pobre loco, la tortura… Como si quemase, arroja la medalla al suelo…

—Hasta el oficial se ha dado cuenta de que ese pobre hechizado es un antiguo jesuita francés. El pobre habrá estado en las colonias de misionero… Le arrancaron la cabellera. ¿Te has fijado? Si sobrevivió a eso, también lo hará a la mano implacable del vengativo Viloalle. Ciego como Homero, seguirá cantando los desvaríos del mundo.

Suben a la berlina. El cochero se queda mirando los pies descalzos de Martín.

—Habrá que comprarte unas botas. Y otros calzones… Pero no en Hannover, por cierto.

Salen al camino.

—Después de procurarle el necesario descanso al pobre Dimitri, me di cuenta de que no era muy bien recibido en Hannover. Por lo visto, alguien ha difundido el gracioso desdén a Federico por los cuatro puntos cardinales. ¡Viva el secreto masónico! Sin embargo, aún conservo prestigio y me hacen favores. Y aún tengo coraje. Y planes. Quiero ir a Schleswig. Dicen que allí mora un príncipe que ansía ilustración en medio de la molicie de sus cortesanos y la superstición de los súbditos. En previsión de tus actos originales, solicité dos salvoconductos para cruzar la frontera con Dinamarca: el despecho nunca ha sido un buen guía en tierra extraña, ni mejor consejera la ingratitud. Cuando estaba a medio camino hacia Schleswig, supe cuáles eran tus alternativas… Y una voz en mi interior, la voz del idiota que todos llevamos dentro, sin duda, me susurró que te debo algo. Debe de ser la misma voz incauta que le habló a Federico, supongo. Por ello decidí volver con el inusitado objeto de darte explicaciones. Demasiado tarde, porque el desastre había sucedido. Pero dejemos eso. La explicación que quería darte era que en esa mugrienta posada, donde la cuñada del amo es famosísima, por cierto, no dije toda la verdad sobre Dimitri. Por una vez, Martín, por una vez. Y yo me pregunto: ¿tú, que nunca crees nada de lo que digo, creíste lo que dije a esos palurdos?

—Yo le creo siempre, señor. Lo terrible es que la suma de sus verdades siempre es una gran mentira. Cuando murió Dimitri salió de Hannover a toda prisa. «Después de procurarle el necesario descanso…» ¿Estaba allí cuando lo arrojaron a la fosa y lo embadurnaron de cal? Yo sí. Ahora vuelve y consigue que me suelten, porque necesita mis servicios. No hay otra razón. Y ahora mismo le digo que puede detener el coche aquí y me bajo… En la vida podré expiar la monstruosidad que le he hecho a ese pobre loco.

—Te has confundido, eso es todo… Alguien le habría matado antes de embarcar. En esa antigua iglesia se respira violencia.

Martín se siente apresado por dos arañas gigantes: la desesperación y la vergüenza. Sólo puede bracear, gritar a la campiña y a los bosques que mecen las copas y, al mecerlas, niegan. Niegan el cielo y la tierra y los años que vendrán:

—¿Cómo voy a reparar mi culpa si me dejo tratar como un criado? ¡Nunca lo haré! ¡Antes muerto!