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Al día siguiente, tras indagar en los orígenes de Martino da Vila, el reverendo Mann adiestra a quien fuese mentor de los jóvenes príncipes romanos Doria-Pamphili. Esa misma noche, el de Viloalle ha falsificado, y muy bien, las cartas de recomendación. Ay, si le viera Benvenuto Fieramosca…
—Signore Da Vila… —explica Mann en un frío gabinete de techo artesonado. En aquella sala, y desde hace mucho, el polvo cubre dos pupitres, la mesa del docente, una pizarra y unos púdicos sudarios que ocultan desnudos de yeso—: …ha de saber que la educación de los infantes es muy rigurosa. Hasta el pequeño Christian practica cada mañana esgrima y equitación. De acuerdo a su edad, claro es. Tras un almuerzo y una pequeña siesta, caen en mis manos. Leemos la Biblia, practicamos diversas gramáticas y atendemos los fundamentos de la aritmética. Los dos infantes suman y restan; el mayor divide y multiplica. Y bien sabe Dios que a lo largo de los años aprenderán otro cálculo, más complejo. Día tras día su conducta se amolda a una severa noción: quizá lleguen a reyes, o a príncipes, o quizá nunca sean nada. Además, su padre, quien tiene potestad sobre cualquiera en Schleswig-Holstein con sentidos y afectos, no negociará nunca un tratado, ni le alcanza modificar el destino de una provincia, ni, lo más importante en este caso, establece el porvenir de sus hijos, derecho del rey de Dinamarca y también, de un modo menos claro, de las familias Hannover y Hohenzollern en su ardua tensión con borbones, habsburgos y romanovs para que no prendan en el Orbe las llamas de otra guerra. Eso también debo enseñárselo y, créame, es la parte más difícil. De ahí que, si los infantes, por cariño o confianza al gracioso maestro pelirrojo, indagaran sobre cualquier materia distinta al dibujo, la que sea, absténgase de responder. Da lo mismo que se refieran a una localización geográfica o al hecho de por qué son los elegidos de Dios para la tarea de príncipes. Ni siquiera les encamine en mi dirección. Haga como si no oyera. ¿Queda claro? Pero como la hora de dibujo se vuelva recreo, si sus alumnos le faltan al debido respeto, abandonará Gottorp en el acto. Eso sí, distráigales un poco. Sea ameno. Tienen nueve y cuatro años. Y les vence la fatiga…
—Pero sin que me falten al respeto.
—Me ha entendido usted. Si se lo faltan, abandona la isla a nado.
—El fiordo está cubierto por el hielo, reverendo.
—A eso me refiero…
De acuerdo a las suposiciones del agridulce Mann, los niños llegan medio dormidos a la clase de dibujo. Se sientan en el pupitre, imitan simples figuras geométricas cuyos trazos Martín avanza en la pizarra y, tras dura contienda con el sueño, se duermen sobre pliegos de papel. Y nunca sale una oreja de un huevo, como debiera, ni un perfil de hombre de un triángulo volcado, ni un rostro de cuatro círculos… Pronto los días se vuelven semanas y meses. Todo se deshiela, todo reverdece, todo cambia salvo el buen dormir de los infantes. Al de Viloalle le sobra tiempo para la divagación.
Ahora, mientras los infantes cabecean sobre un rectángulo que nunca habrá de volverse carroza, Martín se asoma a la ventana y mira por un catalejo. Unas figuras se mueven en el claro de la alameda, en la otra punta de la isla. Los oficiales practican la esgrima al resplandor de hachones. Aunque no llega a su posición el resonar de los aceros, o quizá por ello, Martín percibe que su ojo va a la caza del movimiento de sables en remolino, de la fugacidad de las sombras. Un rayo imaginario busca en la continua variación una forja de siluetas y de cuerpos, un molde honorable, lo que decir sobre ello, lo que pensar sobre ello, cómo dibujar eso cuando se ha abandonado la caricatura.
Los oficiales practican su arte, pues, mantienen esa dignidad militar, la destreza y el valor, hasta que llegue su hora.
Eso convence a Martín de que ya no ve el mundo con la deformidad a la que inclinaba el oficio de caricaturista. Grandes narices y orejas de asno y sombras burlescas ofrecían una idea del mundo, y no al revés. Por eso, y aunque nunca dibujase, en los últimos años de continuo vagar en zozobra por estados alemanes, toda mirada era caricatura, y toda inactividad en su oficio hacía que sólo dirigiera a sí mismo el afán de caricatura. Falta de convicción, demasiado miedo y demasiada locura para tomar decisiones sensatas y merecer la libertad. Por ello, a punto estuvo de arrojarse por un acantilado; por ello, para salvar la vergüenza de los años, el crimen sobre un indefenso jesuita francés, sacrificó la caricatura primigenia: ese gemelo Felipe instalado en su espíritu como una garrapata. La risa burda, el pensamiento cruel y obsesivo, la duda continua que empuja al error. Así, cuando uno se ve entre un perro que roe la entraña de una vaca y un loco que delira, golpea como el primer hombre que golpeó. Y él fue el ciego y no el jesuita. Ciego entre ciegos, ciego en Gaza, caricatura del Sansón de todos los ridículos. Nimio y minúsculo, a diferencia de esos oficiales que al otro lado de la isla cruzan espadas en salvaje fulguración. Ellos tomaron su camino con temple. Saben que hay coraje, honor y guerra. Ellos se encargan de la guerra. Ellos se encargan.
Pero allá, en la alameda, cae un esgrimista y bultos azorados le rodean con aspavientos. Su rival arroja el sable, pega vuelta, infla el pecho, sacude las manos, alza la cara al cielo con dignidad de carnero victorioso. Como si ese acto de sangre sólo concerniera al reino animal, los caballos cocean las puertas de los establos y aúllan los perros y las carpas. No era una práctica de esgrima lo que veía, sino un duelo. Así se diezman las filas de los hastiados oficiales de Gottorp cuando el clima se vuelve idóneo para el ejercicio al aire libre. Se emborrachan y se desafían y se baten y se matan.
El de Viloalle no puede dejar de preguntarse: «Muy bien, ¿qué he visto entonces en la alameda?».
Y se pregunta: «¿Cómo lo he visto? ¿Cuándo dejaré de verlo así?». Si no es en caricatura, no comprende. Y esa incomprensión de lo ajeno sólo puede sustituirse por una misión interior, posible, tenaz. Aunque se halla lejos de su intención el relumbrar, cree llegada la hora de vivir conforme a su cuna, pero sin la orgullosa necedad que desprecia el trabajo. Martín se desea otro Martín en busca de prosperidad y de prestigio. Un nuevo Martín que por las noches, al volver de sus asuntos, musite a un cuerpo joven, sano y tibio, a una sonrisa agradecida, que es natural de la provincia de Mondoñedo, un lejano lugar entre bosques y colinas que rematan montículos como cabezas de centurión. Un dominio algo triste, aunque él, Martín de Viloalle, pertenezca a una muy antigua casa cuyo emblema heráldico es el de tres lobos con ojos de diamante. Como tus ojos, hermosa, como los ojos de nuestros hijos que serán estirpe…
Un empeño difícil.
Tras su diaria obligación, el signore o monsieur o Herr Da Vila cena con los criados, quienes apenas tratan con el extranjero. Poco más que un sirviente y menos que un caballero, carece de la humildad de unos y del orgullo de los otros. Pasa la noche en un camastro de una celda exigua con una mesita y una lámina del Campo Vaccino en la pared.
Y una tarde, que parece otra cualquiera, mientras Martín vuelve a insistir en la idea de que las figuras geométricas, aunque no se hallen de modo puro en la naturaleza, son esenciales para comprender las formas, porque estas son elaboración de aquellas, Friedrich, el mayor de los infantes, le interrumpe:
—Monsieur Da Vila, avec son permis…
Martín mira a Friedrich con sorpresa porque ya suponía al infante cabeceando. Le gusta el respeto máximo con que los niños se dirigen a su persona, pero le asalta el temor de que esa reverencia se funda una tarde como se funde la nieve en las tejas del castillo. Sin decir una palabra, y con la misma mueca inexpresiva de nube en que abundara de novicio, donde cada uno entiende lo que desea, Martín alza un poco el mentón para que prosiga el mayor de los infantes:
—Mi hermano Christian y yo mismo, profesor, estamos obligados a mencionarle que nos sentimos muy decepcionados con usted.
De no ser por el tono ceniza de casaca y calzón, el contorno de Martín se fundiría con el blanco de las paredes. Sabe que su oficio es interino y, en cuanto a brillo social, pálido como cualquiera de los que ha ejercido. No esperaba, sin embargo, que concluyese en la voz de un mocoso que no ha cumplido diez años.
—¿Sus excelencias han comunicado esa insatisfacción a cualquier otra persona?
Los niños se miran y encogen los hombros. Después, el hermano mayor, quien se sabe primogénito, se obliga a un engendro de pregunta retórica:
—¿A quién pensaba Vuestra Merced que debíamos expresar nuestro descontento sobre Vuestra Merced sino a Vuestra Merced misma?
Martín tiene ganas de abrazar al niño. Pero como sólo le está permitido azotarle, si fuera menester, evita la arrogancia al preguntar sin retórica ninguna:
—¿Y qué esperan de mí sus excelencias?
—Pues que nos dejemos de triángulos y hexaedros para hacer estampas de linternas mágicas, que eso sí tiene gracia de verdad. Dentro de dos meses es el cumpleaños de la princesa… —el crío se refiere a su madre—: …y nuestra hermana María llega de Copenhague. Queremos sorprenderlas con una linterna mágica que las represente. Ayúdenos, s’il vous plaît…
—S’ilvous… —añade Christian, en infantil contracción de palabras.
—Eso no se logra así como así, excelencias. Tendrían que dedicar mucho tiempo, al menos, y para empezar, por dibujar a la madre de sus excelencias, quien se halla muy ocupada…
—Está siempre bla, bla, bla y no hace más que marear el naipe… —sentencia el pequeño Christian, muy enojado por la locuacidad y los divertimentos de la princesa.
—Es sabido que se halla siempre recibiendo… —añade Friedrich—: Pero hay un modo de dibujarla sin que ella nos vea. Así, además, no nos dormimos. Ni usted se aburre ni habla solo. El reverendo Mann ha dado su consentimiento.
—¿Pero sus excelencias le han dicho al reverendo Mann…?
—De la idea de dibujar a nuestra madre, todo. Nunca se nos ocurriría manifestar descontento hacia el signare Da Vila.
Martín habla con el reverendo Mann. Este sonríe porque ronda los temores del profesor. Le confirma que los niños le han expresado su deseo y el modo de cumplirlo. El reverendo Mann está de acuerdo. Será una grata sorpresa.
Y así se hace.
En primer lugar, Martín recibe de los infantes aquella cámara oscura, el Mundo Nuevo, la misteriosa caja roja del señor de Welldone. Como ya no tiene a su disposición los planos que dibujara a partir del Ars Magna Lucis et Umbræ de Athanasius Kircher y pretende, además, que las imágenes no queden en el interior de la caja, sino que salgan proyectadas y se reflejen en telas, su labor consiste en desmontar el artefacto de Welldone y adaptarlo a las necesidades. Cuando ve las láminas calcadas por un pulso tornadizo, los descacharrantes garabatos, Martín sonríe con ganas y reconoce que si algo sabe el viejo Welldone es que importa más el asombro de lo bien vendido que de lo bien hecho.
Una puerta secreta se camufla en la pared de una antesala azul turquesa con cenefas de arpas y clavecines. A través de esa puerta, y subiendo una escala de madera, los músicos que amenizan las veladas de la princesa llegan hasta el balconcito del salón chino. Ahí, agazapados tras las sillas del cuarteto, los infantes dibujan lo que Martín mejorará. Cada tarde, y durante varias horas, en una mesa se juega a los naipes, en otra se toma chocolate y en un diván se fingen intensos galanteos que se encienden hasta el engañoso cénit de la risa mutua, conocedores dama y caballero de ser actores en una comedia baladí. Ondea el pañuelo, se agita el abanico, nada.
El runrún de Versalles es el único asunto.
El de Viloalle sabe desde hace meses, cuando no son años, lo que en el salón se cuenta como reciente. La señora de Housse, embajador francés en Hamburgo y Schleswig-Holstein, refrescaría esas veladas con nuevas noticias; pero no es invitada a las recepciones, porque aguaría la fiesta de quienes no podrían ofender ni al rey Luis ni a María Antonieta. Por ello, los contertulios revisan hasta la saciedad escándalos y anécdotas de los que Martín tuvo noticia en Leipzig, o en Brandenburgo o, en un caso, y por desgracia, en las afueras de Hannover. Así vuelve la torpeza viril del rey Luis, el afecto excesivo que la reina siente por su cuñado, el conde de Artois, y por el barón de Besenval, y por el duque de Guines y por el conde de Esterhazy. Pero sobre todo, los miriñaques y los petos vibran y se agitan cuando se pronuncia el nombre de Axel de Fersen. ¡Un sueco, su amante, un escandinavo vikingo gañán! En general, todo es cosa rancia en cualquier posada más allá de la isla. Sin embargo, una tarde Martín oye la nueva versión de un hecho que sigue despertando su interés:
—El paraíso terrenal está donde yo estoy… —exclama Fabianus como si la ocurrencia fuera suya.
—¡Ah, Voltaire! ¡El mayor talento del siglo! —se admira un tal señor de Sauckel sin reparar en que importuna los méritos del cantante.
—¿Pero no era un ateo infame? —pregunta la princesa, más atenta al juego que a las ocurrencias de Fabianus y de Sauckel.
—¿Y eso os preocupa? Ateo no era, aunque sí infame. En cualquier caso, era su ateo infame. El de ellos, alteza —insiste Sauckel como si la princesa fuese tonta—. La infamación era borbónica. Eso lo convertía en nuestro aliado.
—Si usted lo dice… —La princesa mira su mano de naipes y frunce el ceño. Después de hacer una jugada, añade—: No sé si el príncipe Carlos soportaría tal incordio como hizo Federico.
—Le exprimió bien el jugo, Federico…
—¡Fabianus! —reprende la princesa.
—Me refería a que se burlaba de él, alteza. Al menos, eso me han dicho. Nosotros, en cambio, protegemos a un bufón y lo hacemos… —el paje suspende la voz. Fingiendo olvido, interroga con astucia lo que ignora—: No recuerdo bien qué puesto le concedió su Alteza Graciosísima a aquel mamarracho…
La princesa, sin desatender el juego ni un segundo, levanta la mirada con agilidad y pregunta:
—¿Cantante de cámara?
El único ingenio en ese salón, la propia princesa, tiene tardes espléndidas, pero le falta complicidad y casi nunca exhibe sus dotes. Ahora mismo, su pulla sólo obtiene como respuesta unas monerías de saltimbanqui. Fabianus se hace como siempre víctima de un súbito vahído, busca a tientas una silla, se hace con dos abanicos y los agita con el desespero de un doble sofoco. Cuando finge recuperarse de su mareo, no tiene más remedio que seguir informando:
—Es notorio que volvió a París para morir.
—¿De qué hablas ahora? —pregunta Luisa algo molesta, sin mirar más que su mano.
—Sigo hablando de Voltaire, alteza. Vio representar su Irène, vio a Madame du Deffand, vio la admiración de unos y el temor de otros y ya se pudo morir tranquilo.
—Mal que nos pese, Fabianus dilecto, nadie muere tranquilo… —sentencia Sauckel, quien parece allí el más dado a las filosofías y, por ende, el más plúmbeo—: Sé por algunas informaciones que, debido a un retiro de años, su aspecto era de lo más pittoresque. O quizá sólo estrafalario. En cualquier caso, él era las dos cosas. Imaginad al tipo con cara de bruja desdentada, envuelto en un abrigo de pieles y bajo una peluca de lana con bonete rojo. Como su visita a París coincidía con el carnaval, los niños creían que era un pelele y le seguían por las calles, abucheándolo. ¿Os parece esa forma de cortejar la gloriosa memoria que se pueda tener de uno?
—No sé si eso serán calumnias, porque a mí me han dicho que le rendían toda clase de honores… —dice la princesa a quien sólo le quedan dos cartas en la mano.
—Hay más, señora… —prosigue Sauckel—: Al monigote, con tanto homenaje, no dejaban de llevarle de un lugar a otro. Y según parece tenía sus almorranas en pie de guerra y los cólicos disparando salvas. Para aliviarse y aguantar, tomaba opio. Y fue el exceso de opio su asesino.
—Morir por exceso de opio y de gloria. ¡Qué placentera paradoja! —exclama Fabianus.
—¿Es eso una paradoja? —cada pregunta de la princesa es como esa mano que se clava en la mesa, gana la baza y se acerca el beneficio.
Encaramado en su escondite, Martín medita sobre la conveniencia de escribir una carta al señor de Welldone para contarle que no todo fue agasajo y pompa en los últimos días de Voltaire. Recuerda entonces que esos días sólo tiene tiempo para disfrazar el rendimiento artístico de los infantes, porque en una quincena se trasladan a Louisenlund, el palacio de verano, y enseguida se celebrará el aniversario de la princesa.
Entretanto, la conversación sobre la muerte de Voltaire lleva a departir sobre madame du Deffand y los amoríos de la tal señora. Nunca salen los asiduos de territorio francés, ya que chismorrear sobre la locura del rey Jorge de Inglaterra sería aludir de modo indiscreto, no sólo a un pariente del príncipe, sino a la locura misma del rey de Dinamarca, hermano de la propia Luisa, y a las intrigas verdaderas, demasiado cercanas y por tanto hirientes, vivas y peligrosas de la corte de Copenhague. Así, la tarde da paso a la noche. Hacia el final de la velada, el ujier anuncia al príncipe. Carlos entra en la sala y avanza entre súbditos como un espectro. Su leve ademán para que nadie se levante, a medias ejercido, se sobreentiende del todo, y la exigua corte del palacio de Gottorp no finge siquiera que se alza y reverencia. Una etiqueta laxa, no hay duda. Sólo los dogos, tras gimotear su aburrición sobre la alfombra, pobres animales a quienes se les da un ardite la borbónica trastienda o un philosophe más o menos, se levantan y trotan con paso sordo y afelpado por el salón hasta que sus enormes hocicos encuentran la caricia de Carlos. Y el príncipe anuncia:
—He recibido carta de Fernando de Brunswick. Se halla en Copenhague por unos asuntos. María viajará con él. El de Brunswick ha prometido quedarse en Louisenlund todo el verano. Estoy contento.
Y pronuncia «Estoy contento» como si el doctor Lossau, su médico, le acabase de diagnosticar la viruela.
—Será un verano emocionante… —afirma la princesa en el mismo tono, exhibiendo un sarcasmo subterráneo.
—Donde se levante Louisenlund que se quite Fontainebleau… —desprecia Fabianus con un canturreo rechinante.
—Un castillo de Vincennes falta aquí… ¡Una buena Bastilla! —replica el príncipe—: ¿Y para qué? Para encerrarte ahí y tirar la llave al fiordo…
—¿Y a su alteza dónde le gustaría quedarse? ¿Dentro o fuera? —pregunta Fabianus, convencido de que escandalizar sigue à la mode.
Y sigue, sí, porque Carlos arroja una porcelana al paje cantarín. La chinoiserie se estrella en la frente de Fabianus quien cae de culo y rueda por la alfombra. Los dogos se lanzan a por él como si fuese una liebre y la corte de Schleswig-Holstein ríe al fin con la espontaneidad y la joie de vivre requeridas. «¡Qué divertido!», se admira alguien. Y «¡Qué divertido!», repite un segundo. Y así los «¡Qué divertido!» se reproducen aquí y allá, ahogados entre suspiros y gemidos, como el lamento repetido de un enfermo.
—Terrore! Corriamo, fuggimo! —canta desde el suelo Fabianus, la frente ensangrentada, uniéndose a la gresca. Al oír aquella voz, los dogos, que se disputaban la peluca de Fabianus tirando de sus extremos con mandíbula fiera, hacen gala de sutil instinto y aúllan. La peluca cae al suelo y Fabianus se calza los restos. Y los descendientes de jutos germánicos, según Carlos, el príncipe estudioso de la formidable riqueza histórica de esas tierras de Schleswig y de Holstein, ríen de nuevo a toda carcajada y se palmean la espalda.
Y Martín se pregunta: «¿Aún miro en caricatura? ¿Es caricatura lo que veo?».
Y el príncipe ordena a Fabianus:
—Encárgate de las amenidades para cuando llegue el de Brunswick. Que no sean demasiadas… No me cargues el programa. Necesito jugar a ese simulacro militar que ha inventado su maestro de páginas. Ya conozco ciertos detalles que me darán alguna ventaja. Se trata de un gran cartón que reproduce la victoria de Neisse. Y me parece formidable que, Fernando de Brunswick, el vencedor de Minden, acepte un juego en el que se recree, no su gran victoria, sino una terrible batalla en la frontera con el imperio austríaco. Imaginad todos… —y el príncipe reclama la atención de su corte—: Ese gran cartón tiene al parecer más de mil cuadrados en los que de modo parecido al juego de las damas y acompañándose de la suerte de un dado, se van realizando movimientos de infantería, caballería y artillería con pequeñas piezas de plomo. Arduo en su inicio, pero muy ameno una vez se domina. Aunque yo me pregunto ¿qué ocurrirá si se juega y, en lugar de Federico, ganan en Neisse los austríacos? ¿No sería traición? ¿No es un desafío a Dios variar el curso de acontecimientos pasados?
Todos afirman con la cabeza, pero nadie escucha y el príncipe lo percibe. Mira de reojo a los músicos y una sonrisa muy tenue alivia la gravedad del semblante. Se halla en el secreto de la futura linterna mágica. El gesto regresa enseguida al papel que interpreta en sus contadas apariciones en el salón. Y ese no es otro que el del fantasma impávido en torno al cual, según derecho divino, gira toda labor en esa corte, todo protocolo y toda ceremonia. Cuando Carlos se esfuma, los dogos, enormes y serviles, van tras su rastro.