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La guerra aprende de la guerra, y los austríacos aprendieron de Leuthen. Aunque sus tropas se hallasen acuarteladas a varias leguas del río, se había destinado a su ribera un destacamento que ocultó piezas de artillería entre una espesura de aulagas, sauces y nogales. El sigilo era absoluto y la guardia continua. Al ver cómo una compañía enemiga se agazapaba entre los juncos de la ribera en la hora del ocaso, y otra avanzaba por el prado sin tambores ni estandartes, el centinela avisó al oficial de guardia, quien dedujo un nuevo ataque a la vil manera de Federico. Como la noche se aproximaba, el capitán Krauss, que ese era el nombre del oficial austríaco, mandó abrir fuego de cañón, una medida disuasoria para el enemigo que a su vez advertía al propio regimiento. Tras la andanada, a Krauss le fue dado observar a través de su catalejo que los prusianos corrían hacia posiciones seguras con notable ligereza.
No tardaron en llegar junto al oficial austríaco dos compañías avisadas de la escaramuza. Krauss dio novedades y los austríacos esperaron en la oscuridad. Aquella noche se hizo eterna, fue inmóvil. Sólo las placas de hielo bajaban oscilantes por el río, acelerado fulgor a la luz del cuarto creciente.
Al alba, el catalejo de Krauss mostraba el prado donde yacían las bajas enemigas. Krauss vio cómo unos soldados metían en sacas de lienzo los restos de sus compañeros, no sin antes despojarles de los uniformes y hacerse con cualquier objeto de trueque por miserable que fuera, mientras sus sargentos, amables por una vez, accedían a esa audacia por un diezmo del botín. Ese calmo trajinar hizo que el informe de Krauss a sus superiores fuese cristalino: los hechos del día anterior fueron el rechazo en su mismo inicio de lo que, a todas luces, se anunciaba como gran ofensiva del enemigo. Su general estuvo de acuerdo, y también Kaunitz, el todopoderoso valido de María Teresa. Alegre al menos una vez, merced a la inapelable victoria de Neisse, la emperatriz ordenó que se celebrara un Te Deum. En todos los dominios austríacos se lanzaron campanas y estallaron cohetes y hubo maravillosas iluminaciones por la hazaña memorable.
En el otro bando, el informe de los oficiales prusianos fue unánime. Sus compañías se hallaban de maniobras cuando recibieron fuego; eso hizo suponer que los austríacos iniciaban una ofensiva. Un rápido movimiento de distracción, el veloz repliegue y los preparativos inmediatos para la defensa de la plaza de Neisse avisaron al enemigo de lo inútil de su acción en ese punto. De acuerdo con el contenido del informe, los generales informaron a Federico de su victoria, y Federico sonrió al recibir la noticia. Sin embargo, sus allegados opinaron que la sonrisa real no era compañera de la satisfacción, sino de un comentario de su misma boca:
—El embuste, lo quieras o no, tiene algo de mito, y un mito, sin duda, tiene algo de verdad.
Quelle finesse! Todos recordaron esa nueva sentencia afortunada de Federico y el Te Deum conmemorativo fue muy hermoso. Se iluminaron los palacios y un resplandor de cohetes celebró en cúpulas de colores la victoria prusiana en Neisse.
En esas batallas aún habrían de morir muchos hombres y, hasta llegar a la paz, muchos diplomáticos hilarían sus telarañas. Pero volvamos al dudoso campo de batalla de Neisse, no sin mencionar que tras una de las guerras más devastadoras nunca libradas en suelo europeo, el 15 de febrero de 1763 se firmó la paz de Hubertusburg. Por ese acuerdo, después de siete años de hostilidades y de pérdidas inmensas en hombres y oro, Austria y Prusia decidieron recuperar las posiciones que tenían antes de la guerra.
El prestigio de Federico II de Hohenzollern se elevó a la máxima eminencia.