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Los oficiales salen en tromba del pabellón ciñéndose el sable. En la guarnición se oyen las primeras voces. Junto a las fogatas, muy pocos cuellos se estiran y muchas espaldas se encogen. A través de las sombras, sombras más oscuras van hacia los oficiales, chapotean en las charcas del deshielo. Los sargentos se cuadran ante sus mandos y se aprestan a cumplir los requisitos urgentes. En los lados norte y sur de una pradera que declina de la guarnición al río, las compañías que serán rivales forman con esa agilidad que envidia Europa. En la otra ribera, y más allá del bosque, sestea el ejército austríaco.
Si el castigo y el extenuante ejercicio físico, si la humillación constante y el mínimo rancho no pulverizan la salud, la remiendan. Así, los reclutas del ejército prusiano, una manada de tísicos, sifilíticos, picados por la viruela, tuertos y desnutridos, elegirán muy pronto entre las dos alternativas que ofrece su ejército adoptivo: morir o formar parte, con su uniformada desolación, de la compañía del capitán Von Scheppenburg. Aunque muchos no están bautizados por el fuego; otros, como soldados de los ejércitos austríaco, francés o sueco, ya han recibido heridas y han matado en escaramuzas y batallas anteriores a la captura que les ha llevado hasta un prado y a una formación que se aguanta a grito de sargento. El futuro refuerzo de la compañía al mando del capitán Von Scheppenburg será en esa maniobra uno de los ejércitos que remeda el problema matemático. Sus imaginarios rivales, al mando de los tenientes Von Scherin y Helwig, han descendido ya el terreno y esperan junto a la orilla del río.
Al pasear la vista por la compañía del capitán Von Scheppenburg y fijarnos en las caras, reparamos en que uno de ellos desmiente la opinión que califica a los reclutas de gañanes monstruosos. Ese hombre posee noble figura: frente ancha, nariz larga, porte gentil; sin embargo, una mayor cercanía se sorprende ante el deslucido pelo rojo y la expresión de alguien que desea ignorarlo todo, hastiado de pensar en la venganza contra quienes no cesan de apalearle, aunque esa misma venganza sea el único cobijo al recuerdo de la humanidad, si alguna vez fue hombre y pensó como hombre. Además, los ojos de ese recluta se entregan a veces a un espasmo de lo más inoportuno. Durante un instante, mantiene los ojos grises desorbitados, a fuerza de querer seguir abiertos, para derrotarse luego ante dos, cuatro, diez guiños rapidísimos. El rostro del recluta se amotina, sacude luego la cabeza como un perro mojado y, cuando sus vecinos sólo esperan convulsión y delirio, vuelve a una apariencia, aún lejana del sosiego, pero que al menos no turba a quien le mira.
Ese recluta responde, si responde, al nombre de Jean Deville y ha sido capturado por los prusianos en la batalla de Leuthen, cuando se hallaba al servicio de la emperatriz austríaca; un origen similar al de algunos que, ahora, en formación, resoplan en torno suyo a la distancia justa de un codo. Las raras veces en que los demás reparan en su persona, suelen tomarlo por francés; aunque los de ese origen, pese a que Jean maneja el idioma con mayor soltura que ellos, no aciertan en adivinar su procedencia debido a ese acento que ni es normando, ni gascón, ni lorenés, ni occitano, ni bretón, ni de ninguna otra de aquellas regiones. El enigma no se da tan sólo en el habla; sus modales y hasta sus silencios comparten esa falta de llaneza que tan ingrata le es al vulgo cuando no debe agasajarla. Entre la tropa se ha llegado a rumorear que Deville pertenece a la nobleza. Pero ¿a la nobleza de dónde? En cuanto a ese punto, y de ser cierto, Deville sigue tan callado como en todo. Quizá no sea más que otro cómico borracho, o un clérigo renegado cuyas maneras confunden a la buena gente cuando inventan un linaje en los reinos de Jauja para estafar una cena, o unas piezas de oro, o acomodarse una temporada en el palacio de un gran señor a cambio de extrañas promesas. ¡Y encima hay que aguantar esos guiños repugnantes, casi diabólicos! Deville, sentado como un turco frente a las lenguas de una hoguera, mira la bazofia de su escudilla como si se mirara en un espejo y lleva la cuchara a la boca muy de tarde en tarde. Entonces comienza el parpadeo, el guiño repetido la sacudida, el espasmo. Si alguien indaga el motivo de ese gesto, el recluta no responde, como si no entendiera, y desde luego, nunca vuelve el rostro a quien pregunta. Los que dicen conocerlo de antiguo, o al menos le vieron luchar en las filas austríacas, aseguran que ese irritante parpadeo es nuevo y tiene un origen muy claro: Jean Deville ha sido el único entre los reclutas en escribir una carta a su familia con el fin de comprar la libertad al ejército prusiano, aun sabiendo que el servicio postal no admite cartas de extranjeros. «¿Puedo comprar mi libertad y no puedo escribir a los compradores? Es absurdo…», se atrevió a decir. Debido a ello, fue crujido por la baqueta entre dos filas de soldados. De ahí, según muchos, el origen de la mirada espasmódica.
A causa de ese castigo, de tan rara naturaleza, aún le duelen a Deville todos los huesos en el prado junto al Neisse, y se halla tan ignorante como los demás sobre lo venidero. No sabe si a continuación llegará un inútil ejercicio, o un verdadero combate cuya preparación se ha mantenido tan en secreto como todo, y habrá de llevarle más allá del río para invadir Bohemia, empujándole a otra batalla, ante más fuego y bayoneta, marchando sobre caídos que aúllan disparates y expiran. Deville piensa en lo holgado de su casaca azul, herencia de un muerto de mayor envergadura; reniega de los agujeros en la tela, del mal presagio que invocan unas manchas oscuras, de las botas demasiado grandes y de un bastón que ha silbado muy cerca. La compañía avanza en monótona geometría sobre la hierba, más allá de las empalizadas; un paso machacón que aplasta las ideas y fija en Deville el hecho cierto de que todos los reclutas que le rodean miden más que él, y esa diferencia le mantiene ignorante, no sólo de lo que sucederá, sino de cuanto sucede en torno suyo.
Los oficiales han decidido que las compañías maniobren sin estandartes ni tambores: no es necesario alarmar a los habitantes de la ciudad. Tampoco les parece apropiado mandar recado a los generales. Acomodados en las mejores villas, bastante hacen con entregarse a adivinar, como si fuesen astrólogos, la próxima orden del rey. No necesitan saber ciertas minucias.
El capitán Von Scheppenburg mantiene la señal de avance. Junto a la ribera del Neisse de Lausitz, los fingidos rivales se preparan para la defensa incruenta. Otros oficiales, sentados en el muro de una linde, apuran su jarra de cerveza, fuman su pipa, cruzan apuestas y calculan. O trotan en paralelo a la marcha de la compañía y calculan. O calculan al imaginar enemigos decapitados, mientras siegan tréboles con su sable. Todos calculan cuando revive ante ellos la táctica que no han resuelto en el papel.
Quizá por hallarse cada uno en lo suyo, o por el rugido de las impetuosas aguas del río, nadie oye el estampido lejano, ni el silbido de la trayectoria del proyectil que ahora, ante sus ojos, levanta la tierra. Ni por ello se explican los oficiales prusianos que salten terrones, hierba, topos, gusanos y metralla. Ni que se encabriten los caballos, ni que los lobos salgan del bosque perseguidos por ciervos a quienes persiguen conejos.
Ha sido un cañonazo, sin duda. Un cañonazo que se repite cuando los oficiales prusianos contemplan aún la traza de humo que nace en la otra ribera. Y se miran perplejos, mientras dominan la montura, y apenas deducen que los invisibles pero nada imaginarios artilleros han rectificado el tiro, porque el segundo disparo ha alcanzado de lleno la formación del capitán Von Scheppenburg, y debido a esa contingencia, vuelan, y no de alegría, tricornios ribeteados. Aún dura la confusión cuando un tercer cañonazo acierta de nuevo en las filas que bajan por el prado, impávidas ante el percance, con esa disciplina y ese desafío al miedo de los que se sienten orgullosos. Al otro lado del río, algún oficial del ejército austríaco ya está seguro de cuáles son las trayectorias para diezmar las filas prusianas. Tras el lapso de confusión, que ha parecido durar un siglo, los prusianos ordenan retirada, más allá de la empalizada y del alcance de los cañones. La carrera a campo abierto hasta posiciones seguras, librada por una vez de cualquier orden, requiere de cada soldado atravesar ese prado maldito entre nuevas explosiones, cadáveres, humo y los primeros engaños del anochecer.