2

El elegante redoblar del caballo sobre el verde tapiz de Versalles devuelve a Martín confusiones sobre la naturaleza inagotable del error.

Nunca había visto tanta risa en Carlos de Schleswig-Holstein hasta la hora en que fue llamado al gabinete de estudio. Su alteza estudiaba unos papeles tras el escritorio de Oeben y las carcajadas se unían intermitentes y leves sacudidas de cabeza y hombros. A veces, el rostro —algo estragado por los excesos— se alzaba y dirigía la vista a los caireles de la araña. Carlos musitaba entonces un enigmático y cavernoso: «Bajan las lámparas, mientras ascienden los espíritus…». Y la risa se repetía, idéntica a la del menor de sus hijos varones.

Frente aquella mesa donde una estatuilla de Thor con su martillo vigilaba un manuscrito empaquetado y lacrado con minucia en cada pliegue, seguían erguidos y distanciados de la noble presencia, y en estricto orden jerárquico, el canciller Koeppern, el reverendo Mann, el gordo Fabianus y el profesor de dibujo Martino da Vila.

—¿Sabéis lo que se dice de nosotros en París? —preguntó al fin Carlos a sus fieles súbditos.

—¡Mentiras, alteza! —contestó Koeppern, quien habría dictado aquel informe, según las cartas que Karl de Hesse-Kotenburg, primo del príncipe, enviaba desde Francia con el único objeto de mofarse de su pariente.

—¡Blasfemias, alteza! —exclamó Mann, quien hubiera deseado discutir con Koeppern la conveniencia de mostrar al príncipe un resumen atenuado, pero cierto, a fin de que la máxima autoridad conociera su prestigio difuso y obrase en consecuencia. Sin embargo, hace tiempo que su opinión, de tan predecible, se soslaya.

—Envidia podrida nos tienen… —despreció Fabianus, quien sabría lo que estaba sucediendo tanto como el profesor de dibujo: nada.

Martín no abrió la boca, ambas manos sujetando un pico del tricornio, cabizbajo el ademán.

—Vale la pena que escuchéis —continuó el príncipe—. Dicen, atentos, que aquí se operan curaciones milagrosas. Que los abedules, los nogales y los abetos de los bosques de Schleswig, no mencionan los de Holstein, se han convertido en manantiales de un fluido benéfico. Que interrogamos a los sonámbulos acerca de la Caída de los Ángeles. Que adivinamos el porvenir combinando las ochenta y seis formas de adivinación tradicional…

Llenó el ámbito la risa del príncipe y siguió la paciente resignación de sus leales hasta que Carlos, el cómico entusiasmo a un punto de la lágrima, inquiriese:

—Tú, el profesor de dibujo… ¿Te llamabas…?

—Martino da Vila, alteza —musitó el de Viloalle desde el fondo de la sala.

—Es verdad, claro. Tendría que acordarme de estas cosas… A ver, buen hombre, ahora mismo estoy combinando las ochenta y seis formas tradicionales de augurio… —y el príncipe agitó las manos con excéntrico ademán—: Ya está. ¿Quieres que adivine qué te ocurrirá muy pronto?

Se jaleó de buena gana la ocurrencia del príncipe y miraron todos a un Martín que si bien no entendía, tampoco temía, ya que llevaba a cabo sus obligaciones de modo óptimo. Cualquiera que fuera su causa, se alegraba de esa risa y de esas burlas, pues no le estarían mareando así antes de castigarle: no era teutón el supremo cinismo.

Cuando callaron las risas y el de Viloalle levantó la cabeza, el príncipe ya se había olvidado de él y seguía comentando las mañas esotéricas de Gottorp que se pregonaban por los mentideros de la Francia.

—Al parecer, practicamos la quiromancia, la cartomancia, la bibliomancia, la cristalomancia, la capnomancia, la cleromancia, la oniromancia, la acultomancia, la giromancia, la xilomancia, la hidromancia y la uromancia, materias todas ellas que me son ajenas. Lo digo con alivio. Más… Por medio de la escritura en duermevela, que ya me diréis cómo se logra, si apenas nadie la practica espabilado, conversamos con nuestras vidas anteriores. En una reunión masónica de la Société Olympique se llegó a decir que, según esos diálogos con el pasado, la marquesa de Krenker ha sabido que fue testigo del juicio de Jesús en el palacio de Pilatos. Hasta ahí lo iba creyendo, sólo hay que ver ese trapo de fregar retorcido que es la cara de la bonne marchesse… Pero añade que la de Krenker era un centurión. ¡Un centurión, esa castaña pilonga!

Y rió el príncipe y todos rieron, mientras Martín se sorprendía del cambio de humor de Carlos. No le costaba adivinar a qué personaje imitaba ese talante mordaz.

Y porque siguieron riendo, Martín meditó aprisa. ¿Ignoraba Carlos que los rumores parisinos sobre «ese castillo de Gottorp envuelto en niebla de misterio» eran idénticos a las habladurías en las cocinas del mismo Gottorp? ¿Que la actitud del príncipe, ausente, reconcentrada y algo beoda en los últimos años, su lento caminar por corredores hablando como un antiguo romano, como Carlomagno o como el místico zapatero Jakob Boehme, daban pie a la exhaustiva murmuración? ¿Que el estupro constante de las doncellas de la isla había disparado la superstición que suele enmascarar el orgullo humillado y, aunque las muchachas no se quejaran y hasta alardeasen de tal intimidad, los criados susurraban posesión demoníaca? Aunque eso era lo de menos, sobre todo ahora. Si, de acuerdo con la insinuación de Carlos, el de Viloalle iba a conocer enseguida su destino, comprendía la presencia en aquel gabinete de Koeppern y Mann. Pero, ¿qué hacía ahí Fabianus, tan sonriente como el que más, iluminado por la llamada de su príncipe?

Carlos empuñó la estatuilla de Thor y dio un par de golpes en la mesa. Se hizo el silencio.

—En fin, canciller, reverendo y demás… Podéis imaginar de dónde surgen estas memeces. La por todos añorada figura del señor de Welldone y esa envidia de la chusma que se esparce como polen nos han convertido en una banda de nigromantes. No es que esta sarta de mentiras importe demasiado, si no fuera porque somos conscientes de la irremediable locura de nuestro rey y de la próxima boda de mi amada hija con el heredero del trono danés. Es injusto y absurdo el desprestigio que hemos ganado en el extranjero, pero se ha de limpiar, y hacerlo requerirá del esfuerzo de todos. Como sabéis, la semana que viene salgo hacia Noruega para ponerme al frente de los ejércitos cuyo mando me fue asignado. Reverendo, usted viene conmigo. Creo que la idea de unir la disciplina militar de nuestros súbditos noruegos, algo descarriada, con la amenidad bíblica, si no es idea nueva, conserva el sentido práctico. Las misas de campaña son más gratas que los bastonazos. Así, el ardor guerrero se llena de sustancia espiritual. Y las levas en nombre del rey son más en nombre de Dios por ser en nombre del rey. Porque Dios siempre ha estado y estará de nuestro lado.

—Siempre, alteza —certificó Mann y su gesto mostraba ahora la duda de si ese destino no sería un pretexto para alejarle de la corte.

—Ya estoy viendo a esos labriegos desfilando y recitando salmos. ¡Qué rimen esos salmos, Mann! ¡Virilidad y arrojo en esos salmos…! —Esa fue la divisa del príncipe al palmear el ancho manuscrito que ahora sopesaba—: Koeppern… Encárgate de que las instrucciones sobre este volumen sean precisas. El gasto valdrá la pena. Nos revelaremos como un centro de Ilustración tan grande como en su día fue la corte de Federico. Estaría bien que, si han de suponernos algo, esos extranjeros nos crean en dura rivalidad con la corte de Prusia.

—Esa ha sido muchas veces mi impresión, alteza.

—No tanto la mía, Koeppern, te seré sincero… Pero ahora se nos brinda la oportunidad de mostrar nuestra excelencia… Vosotros dos, acercaos…

Ahí, la certeza estalló en Fabianus, quien miró a su príncipe con gesto de horror y de súplica. Martín no lograba hacerse con la finalidad de la escena, pero obedeció, se acercó y reverenció.

—Arrodíllate… —le susurró imperativo Mann.

Y se arrodilló Martín. Quizá me armen caballero o cosa parecida, llegó a pensar. O me decapiten. Sin embargo, el lloriqueo de Fabianus rompía la solemnidad, ya fuera bendita o funesta. De reojo, Martín vio como el príncipe se levantaba sin perder la sonrisa. Martín, que mantenía la vista fija en Thor, oyó un par de golpes sordos y la mole de Fabianus, lacrimosa, vino a postrarse a su vera.

—Por la Gracia de Dios y como súbditos de mi soberanía, os bendigo y me encomiendo a vosotros.

—¡Alteza…! —gemía Fabianus, mientras gateaba sobre los arabescos de la alfombra. Ciego de lágrimas, volvía en todas direcciones la cabeza empolvada entre un bosque de pantorrillas para reconocer y abrazar las de su príncipe amado. Pero la fugaz imagen de Carlos se desvanecía ya en un espejo del corredor y el ujier cerraba la puerta.

Entretanto, Koeppern había llamado a Dieter, y el secretario, con el voluminoso manuscrito bajo el brazo, hizo que Martín y el antiguo cantante le siguieran a su despacho. Ahí, palabras amables sobre sollozos ahogados de Fabianus, el secretario explicó tanto el origen de la misión que les había sido encomendada como la misión misma.

—Como sabrán, el último año de la vida del señor de Welldone se vio felizmente iluminado por la amistad de nuestro príncipe. Desde entonces, y a partir de las explicaciones de su alteza, de algunas disertaciones del señor de Welldone y de otros documentos, el príncipe ha ido elaborando lo que podríamos llamar una memoria para servir al señor de Welldone, o conde de Saint-Germain. Su vida, sus afanes, su alta sabiduría. El príncipe desea que el volumen se edite en París y en idioma francés para que desde allí tenga una rápida difusión por el continente. El privilège o permiso de publicación ya ha sido concedido. Esa obra será ilustrada con grabados de tono clásico en los que destacarán, hay instrucciones anexas, los proyectos del señor de Welldone sobre la llamada Ciudad del Hombre, así como algunos momentos cruciales de su modélica existencia. Tanto el canciller Koeppern, como el pastor Mann y, he de añadir, modestamente, que esa fue también mi sugerencia, aprobamos lo que, en cualquier caso, fue última voluntad del señor de Welldone: las láminas ilustrativas no podrán ser de otra mano que la suya, Herr Da Vila. También fue voluntad del señor de Welldone, y por supuesto lo es del príncipe que, una vez concluida la tarea, el primer ejemplar sea bendecido en el llamado Árbol de Cracovia, el cual, no me pregunten por qué, también se ubica en París y no en Cracovia. ¿Ha entendido correctamente el deseo de su alteza, señor Da Vila?

—El príncipe es infalible y sobrehumano —contestó Martín.

—Y usted, Fabianus —continuó Dieter—, se hará cargo de supervisar los gastos de la edición, así como de la manutención y alojamiento, mientras se hallen en París. Cada mes, nos remitirá una carta con la adecuada contabilidad. El alojamiento y la manutención no serán muy onerosos, pues el mismo impresor, monsieur Baptiste Rivette, ha asumido esa obligación según el contrato que ahora entregaré. Una vez concluida la tarea, usted, Fabianus, supervisará la distribución de los ejemplares en Francia, en Ginebra y en las Provincias Unidas. Comprobada documentalmente dicha distribución, se embarcarán en Calais con los ejemplares restantes. Ya de vuelta, entre el señor Da Vila y un servidor, iniciaremos el trámite para que en Hannover se publiquen las ediciones en danés, inglés y, no hay que decirlo, la lengua madre. La obra, desde luego, irá firmada por nuestro eminente príncipe, ya que su alteza ha sido el noble vehículo de la idea y el autor de las páginas más inspiradas. La feliz resolución de esta empresa es de capital importancia, ya que dará cuenta en toda Europa de la categoría filosófica de nuestro amado príncipe. No creo que falten honores para todos si queda satisfecho con el resultado… Aquí tiene, Fabianus, los contratos a fin de que los vaya estudiando, salvoconductos diversos y los pasajes para el buque Pertinax que zarpa de Hamburgo en cinco días.

Y mientras el secretario Dieter se empachaba de su mezquina y dudosa gloria, Martín sólo requería tiempo para una última visita en Gottorp.

—¿Es posible ser recibido por el infante Christian? —preguntó. Desde que Friedrich marchara a la escuela militar, las clases con el pequeño Christian habían sido la única amenidad en aquella corte. El talento para el dibujo que despuntaba en el niño Christian evidenciaba un modo inteligente y sutil de ver la vida, tan parecido al que una vez él mismo creyó poseer y disfrutar. El imaginativo mocete tenía un don para la caricatura que a Martín le enternecía y consolaba de miserables enconos rutinarios.

—El infante Christian ha partido esta mañana con su madre, la princesa Luisa, para visitar a la futura reina de Dinamarca —le respondía Dieter con aquel gesto complaciente y apto para cualquier circunstancia.

—¿No te has enterado? ¡Qué extraño…! —masculló con desdén el febril Fabianus.

Si no lo hacían los marineros del Pertinax, él mismo arrojaría a aquel cerdo por la borda a la menor ocasión.

Llegó el amanecer. En la cocina, arrullado por el rítmico raspar de piezas de jabón sobre las mesas, y mientras comía un torrezno, el de Viloalle fue testigo de la despedida entre Fabianus y la cocinera Heike. En el silencioso asentir de otras miradas fue como Martín supo que Fabianus era hijo de la cocinera. En esos años, nunca había visto al paje dirigir un saludo a la criada y ahora gemía entre los brazos mullidos y rosáceos.

Sin embargo, conforme se alejaban de Schleswig en el tambalear de un chirriante vehículo, la debilidad del antiguo cantante volvía a la soberbia. Reclinado como un pachá frente a Martín, Fabianus se dedicaba a fumar una pipa tras otra de tabaco dulzón. Los ojos entornados de víbora lánguida no ocultaban el asco que le producían su vecino y el viaje, y alzaba cada tanto, y con mucho enigma, esas líneas de hollín que sustituían las cejas. Martín simuló ira cuando Fabianus preguntó:

—¿Tú eres medio hombre, dibujante?

Tosió el de Viloalle, miró la espada de Fabianus colgada de un soporte y respondió:

—Me inclino a pensar que soy hombre entero…

—Pues no se sabe que hayas conocido mujer en estos años… Ni hombre… ¿Te ruborizas? Conocer hombres, no te hace medio hombre, te hace hombre doble.

—Y además uno se entretiene con esos juegos de palabras… A menos que el ingenio se confunda con malicia, el cantante carecía de aquel chispeante atributo. Para mostrarlo y para comprenderlo:

—Las mujeres de este país viven en la creencia de que el trato carnal con extranjeros es fuente de enfermedades y desgracias. Se lo dicen desde niñas…

—Pudiera ser… Sin embargo, me temo que el fundamento de mi obligada castidad sea que carezco de la necesaria apostura y del obligado arrojo. Y me he acostumbrado a vivir con ello…

Pero Fabianus no atiende y masculla:

—Se lo dicen a las niñas y a los niños. Desde la primera al último…

—Son muy prudentes, lo sé…

—Pero, al parecer, eso no ha impedido que te entretuvieras con el pequeño infante…

La pequeña estatura de Martín facilitaba sus movimientos dentro del coche. Cuando se volvió a sentar, Fabianus mojaba la lengua en el labio partido.

—En fin, parece que de un modo u otro amas a nuestro pequeño Christian…

—Por supuesto. Como a un hijo…

—¿Como a un hijo? —se escandalizó Fabianus—: ¡Serás arrogante! Pues mira atrás, renacuajo, y despídete del lugar al que nunca has de volver con ese hijo tuyo que han inventado estúpidas ofuscaciones…

Disimulo y cara de nube. Porque adivina las astucias del monstruo, el de Viloalle impone una cadencia felina a sus silencios y a sus palabras. Bastará la insinuación para que Martín sea descoyuntado y bañado en plomo derretido en cuanto regresen a Schleswig. De hecho, le está invitando a no volver nunca, porque eso es lo que va a difundir. Fabianus le odia y le seguirá odiando, porque es el único al que puede odiar y martirizar. Y Martín es capaz de volver a Schleswig sólo para defenderse de la sombra de esa acusación, demostrar a ese lagarto que, si tiene una misión en la vida, será defenderse de sus acusaciones. Han sido años de una conducta intachable, años decisivos cuando llegue la hora de los balances. Se ha esforzado en ser buen profesor; su orgullo y su reputación emanan de esa creencia ¿Y han de quedar abolidos y humillados por una insinuación de atrocidad…? Si así fuera, el aborto de Fabianus llevaría razón: su condición de extranjero le hace medio hombre.

Ese imbécil había conseguido que Martín enmarañase sus pensamientos en la amenaza de calumnia.

—Ya te arrepientes de haberme pegado… Es que siempre se os veía tan unidos, a ti y al infante… Un día el pastor Mann quiso saber mi opinión…

—Sabrá que eres doctor en esa ciencia…

Fabianus seguía sin escuchar, y mientras se secaba el labio con un pañuelo y miraba su preciosa sangre, dijo:

—Le dije que no, por supuesto. Pero, ya sabes, dibujante, que los celos son terribles. Y el pobre Mann, al que la edad ha trastornado y no tiene más ocupaciones, se ha visto desposeído, no sólo de influencia en el príncipe, sino también en los infantes. Ya no educará más… Ese es el motivo de que el príncipe se lo lleve a Noruega. Es prescindible. Otro reverendo será nombrado para devolver Schleswig-Holstein a la senda derecha del evangelio.

—¿Cómo es que sabes tanto del destino de los demás y tan poco del tuyo, según se vio ayer?

Y Fabianus, nada, que no escuchaba. Al poco, cuando se aburrió de hacer aros de humo, desveló con mucha intriga:

—Anoche, Dieter visitó mis aposentos… Es uno de mis amantes. No descompongas la cara… A ti y a mí nos hermana —una mueca de asco por no encontrar un verbo más preciso— nuestra condición singular. Tú, un criado extranjero, un paria y, no has de negarlo, un librepensador que no se foguea en el libertinaje, lo que te convierte en peligroso eunuco. Yo, en cambio, soy… múltiple, demasiado libertino. Víctimas propicias de la virtud, nos toman y nos dejan, mienten y se olvidan. ¿Sabes qué nos ha echado de Gottorp? La boda de la infanta María, la posibilidad de nuestro príncipe para influir en el trono y en la política de Dinamarca. Para entonces, todo debe ser limpio y diamantino. Un príncipe ilustrado, pero no chiflado ni beodo ni acosador de muchachitas. Una iglesia que devuelva, no tanto la fe, como el temor al príncipe, y no tanto a los señores encogidos en sus casonas medio hundidas como a esos mercaderes que ya se creen más señores que los mismos señores. Gottorp necesita además unos secretarios que no sean maricones en secreto. Los pajes serán anodinos. Y no habrá un criado… —ahí señaló a Martín y guardó el pañuelo—:… que sea medio africano, aunque rojo el pelo y rojas las pecas.

Era difícil mantener la cara de nube en el traqueteo por aquel camino que enfilaba la senda junto a unos acantilados de penosa evocación.

Fumaba y sonreía Fabianus:

—Recuerdo tu llegada. Un aspecto burdo, pero interesante. Demasiado bajito para mi gusto. Mírate ahora. Llegaste joven y te vas hecho un adefesio.

—Entonces, ¿por qué eres tú quien llora a cada paso, infeliz? También te destierran. Y con buena dote: invertido y bastardo.

—Soy así. Ayer lloraba y hoy me río. No sabes cuánto me río.

Y Fabianus extrajo una bolsa de su chaleco. Se incorporó en su asiento y tiró de un cordel. Con la inmunda sonrisa a un palmo de Martín, Fabianus mostró y sopesó un tintineo dorado.

—Guarda eso, Fabianus. Como nos asalten, los bandidos no se conformarán con oro.

—¡Ay! ¡Cómo me asustas! —se parodió a sí mismo Fabianus y al fin miró por la ventanilla. La diligencia había tomado ya el camino que discurría junto a los acantilados. Martín sentía mareos al intuir abismos y recordar la vergonzosa escena sucedida en aquel lugar hace años, cuando él y Welldone llegaron a Schleswig. Fabianus, que una vez más lo ignoraba todo, seguía mirando como si quisiera hipnotizarle. Empezó a cantar una tonada y, sin concluirla, arrojó la bolsa de monedas a la cara de Martín.

Tras el golpe y la sorpresa, y esta vez con una expresión en su rostro de lo más diáfana, Martín dijo:

—Contéstame a una pregunta ¿No querrás por un casual que nos detengamos aquí mismo, junto a los acantilados, para que te lance al mar? Quería hacerlo en el Pertinax, pero me has agotado la paciencia.

Una risa francamente inmunda anticipó un par de golpes en el techo del vehículo. El coche se detuvo. Martín, como si no hiciera caso de las malévolas excentricidades del cantante, echó la bolsa a su regazo. Ya miraba a otro lado, cuando la bolsa vino de vuelta otra vez, tal que una pedrada.

Se oyó un silbido metálico y Fabianus, tras el maquillaje, le mostraba los dientes. La punta de un florete rozaba el cuello de Martín.

—Baja… —le ordenó con voz extrañamente viril.

En el páramo, ante la sacudida del viento infame, Martín vislumbró en el horizonte aquel árbol sarmentoso que le recibiera al llegar con Welldone a esas malas tierras. Pero ya el florete hacía aspas ante su rostro, mientras el humillado Martín retrocedía hasta la cornisa del abismo con la bolsa de oro en la mano.

En ese mismo instante, Fabianus arrojó la espada al abismo y preguntó:

—¿Te atreves a ir por ella, dibujante?

Iba a lanzarse Martín contra ese monigote, cuando Fabianus sacó una daga de su cintura.

—He llorado mucho en la vida, dibujante. No quisiera llorar ahora por tu caída. Quédate dónde estás.

Martín arrojó el saco de oro a los pies de Fabianus, quien afirmó con la cabeza antes de estallar en una risotada. Enseguida, se deshizo del cinto de la espada y lo arrojó también al mar. Luego, le preguntó al cochero, un viejo inofensivo que asistía a la escena con el imaginable pasmo.

—¿Te apañas con sólo tres caballos?

El cochero no abría la boca. Fabianus tomó su silencio por concesión.

—Empieza a desenganchar el más rápido… ¡Vamos!

Y así lo hizo el cochero, y aprisa. Entretanto, Fabianus canturreaba y miraba a Martín. La bolsa de oro seguía en tierra. Era de terciopelo morado.

—En estos años te has vuelto un fantoche ridículo… Exprimido y arrojado a una cuneta. Ni siquiera te dejan demostrar el hombre que eres… Un caballero.

—Deberías darme una oportunidad —se defendió Martín.

—¡No hablaba contigo, estúpido! ¡Cochero! ¡Acércame el caballo!

—Hay una silla en el portaequipajes, excelencia. Querrá que la baje… Y sus cosas…

Sin responder, el paje besó al caballo en el hocico.

Ahora, Fabianus ordenaba al cochero que le ayudase a montar. Gruñeron cochero, cantante y caballo hasta que Fabianus se acomodó a pelo en el lomo de la bestia. Luego, clavo la daga junto a la bolsa.

—El oro es para que cumplas la misión y por una vez mantengas tu palabra de vasallo. El puñal, por si lo necesitas y sabes manejarlo, que lo dudo. Los salvoconductos, los pasajes y el contrato están en mi baúl…

Viró rienda Fabianus y empezó a cabalgar tierra adentro. Martin dio un paso adelante y respiró hondo al alejarse de la cornisa. El cochero se encogió de hombros:

—¿El señor querrá ir a Hamburgo o desengancho otro caballo?

Pero Martín se limitó a recoger el oro. Observó las iniciales K, H y K, entrelazadas, que adornaban el mango de la daga y anunciaban la propiedad del objeto. Karl de Hesse-Kassel. ¿Un regalo? ¿Un legado? ¿De quién era hijo Fabianus o de quién hermano o sobrino? A lo lejos, el caballo del paje se detuvo y viró otra vez. Como si encabezase una carga de caballería, Fabianus galopaba hacia ellos entre el polvo. Abrazado al cuello de la bestia, hurtaba su obesa figura a la embestida del viento, que sólo pudo arrancarle la peluca. A dos cuerpos de la diligencia, se irguió, espoleó el caballo y jinete y montura saltaron sobre el vehículo.

Si la idea era arrojarse por el acantilado de tan formidable guisa, no era mala. Un adiós al mundo que desmentiría al ridículo pelele. El cálculo, sin embargo, faltó a la precisión debida. El caballo hubiera necesitado otro medio cuerpo para alcanzar el vacío. Martín, quien se había distanciado del abismo y se hallaba tras la diligencia, sólo oyó la costalada, y el escalofriante quebrarse de las patas del animal, que ahora profería un hiriente gemido superpuesto a un largo «Aaaaaah…» que se desvanecía precipicio abajo hasta un lejano clamor de rompientes. Cuando asomó para ver lo ocurrido, Fabianus ya no estaba, y el cochero, rascándose una sien, le decía:

—Los otros caballos se asustan. Me los llevo ahora mismo. Tendrá que hacerlo solo.

—¿Hacer qué?

El cochero, alzado en el portaequipajes, le dejó un madero al de Viloalle.

—Llevaré el coche hasta el llano. En ese lugar le espero, mientras el señor se apiada de la bestia.

—¿Quieres que le rece al caballo?

—Que lo descabelle. Luego, haga palanca con la madera y… —la mano del cochero simuló un salto de trucha—… abajo. Si esta tarde o mañana viene otra diligencia arrimada a la cornisa pasará una desgracia.

—¿Ves la necesidad?

—¿La de seguir preguntando? No, señor. Y, si no le importa, le cobraré ahora los diez táleros que vale el animal. De lo contrario, caballero, me voy.

Martín tuvo que seguir a la diligencia mientras el cochero se salía del camino, dominaba a los caballos aterrorizados y voceaba contra el viento:

—¡Parece mentira, señor! ¡Ese marica se ha matado a saber por qué, y a lo mejor nosotros corremos con las culpas, a saber por qué también!

El cochero tenía razón. Cualquier interpretación de la escena les culpaba. Martín imaginó enrevesadas conjeturas y un destino natural: la horca. Fabianus se había suicidado para rescatar un honor quimérico; sin embargo, la estupidez o la desesperación del paje no habían meditado las consecuencias. No habrá libro, nadie honrará la memoria de Welldone, al menos según se desea en Schleswig. Sólo llegar a Hamburgo, Martín redactaría una carta para que el actual señor de Viloalle autorizase su vuelta a España y al pazo; la respuesta será remitida al domicilio en París de ese tal Rivette. Volver a casa: el descanso de las incertidumbres, la boda con una buena muchacha, ofrecer a cambio el saber y la prudencia que ha ido acumulando. Porque la casa de uno no sorprende con súbitos cambios de reglas en el insano juego del mundo, con necesidades que se originan en la codicia o en el orgullo y se aferran a pretextos ya mundanos, ya ultramundanos o ya infrahumanos, da igual, que son el mismo absurdo. Por el contrario, la casa de uno es el lugar donde uno sabe quién es y cuál es su nombre.

Martín cogió una moneda de la bolsa y se la dio al cochero.

—Ten. Por el caballo y tú silencio. Si huyes, te denuncio en Schleswig. Soy cortesano de su alteza en misión especial.

—Lo supongo y callo…

El cochero arreó el tiro y, sólo cuando el de Viloalle vio cómo la diligencia se detenía en la llanura, se acercó al animal agonizante con el puñal en la mano.

El caballo panza arriba era como un enorme escarabajo: los ojos cerrados por los párpados temblorosos, embadurnados de fango; la dentadura descarnada, el hocico ensanchado, la respiración silbante. Martín se puso de rodillas, levantó el puñal y lo clavó en el suelo varias veces para confundir al cochero en la distancia. Luego miró hacia la diligencia. El cochero asomaba la cabeza y con ella negaba. Su mano se levantó a la altura del cuello para hacer el gesto de quien corta una rebanada de pan.

Jadeaba y gargarizaba el animal, sacudía la cabeza hasta que pudo abrir los ojos. ¿Qué estaba viendo Martín en esa mirada? No veía desesperación, ni súplica, sino confianza. Al margen del dolor, los ojos decían: «Confío en ti». ¿Por qué esas visiones supersticiosas? No, Welldone, no estás en esos ojos. Porque morirás de nuevo y seré yo quien te remate. Pero fuiste tú quien me salvó de mí mismo en este lugar. Tú organizaste todo para conseguir mi libertad o mi perdición, para que siguiera haciendo equilibrios sobre un alambre en las alturas, como si quisieses decirme: «Hay algo más allá de tus garbanzos de alma». ¡Pero si ya no tengo alma, Welldone! Ahora tendría que degollarte y no puedo. Menos en la ausencia de alma, aún soy un novicio, Welldone, lo sabes.

Todo eso pensó Martín, mientras recitaba a pleno pulmón un muy católico avemaría, que no se habría oído en esas tierras en dos siglos y medio, su boca en la oreja temblorosa del caballo, incapaz de cruzar de nuevo sus ojos con aquellos sin miedo a quienes contradecían las sacudidas y estertores de un cuerpo ultrajado.

«Si vivimos, vivimos para pisar cabezas de reyes. Si morimos, hermosa muerte si con nosotros mueren príncipes.» Palabras. Vivimos para esto y morimos así.

El agónico animal, apiadándose al fin de su nula presencia de ánimo, expiró con gemido lamentable. Martín se puso en pie, hizo palanca con el madero. No quiso mirar el abismo, los rompientes, el caballo, Fabianus, toda la música y todos los príncipes y los sueños y veneraciones de Fabianus… Tardó su tiempo en llegar al coche, mientras borraba los significados en la mirada del caballo que, aún ahora, a medio galope, sigue observando por él la maravilla de un Versalles donde en verdad se pisan cabezas de reyes.