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—Phantasmata…!
El padre Teixeira evidencia en lo débil y en lo febril, en el delirio, la grave enfermedad que le acompaña desde que embarcaron. Ahora, en el silencio derrotado de la bodega, pronuncia de nuevo su «Phantasmata…!» y levanta con esfuerzo la cabeza para sorber el agua que Martín ha conseguido tras no pocos lances. Antes de abandonarse otra vez a la almohada, Teixeira contempla con ojos enloquecidos el destino de los haces luminosos que se filtran por las crujientes cuadernas. La nueva claridad de la garganta le ayuda a seguir mascullando:
—Phantasmata… Lisboa phantasmata, Gibraltar phantasmata y Málaga y Alicante y Mallorca, phantasmata son. Azul del cielo y del mar phantasmata y phantasmata los dulces dorados… —y acaba gritando el padre Teixeira—: ¡Roma phantasmata!
—Lo que usted diga, padre…
—Dame ese vaso, chiquillo, que habré de usarlo de culo telescópico para avizorar la otra ribera del Leteo… —dice el padre Teixeira tras desplomar por fin la cabeza, mientras su mano, no tan débil, arranca el recipiente de las manos de Martín para guardarlo en las roñosas oscuridades de la sotana. Así que Martín anda en forcejeos con la mano ardiente del padre Teixeira cuando este aúlla:
—Phantaaaaaaasmata!
Sólo por un momento, aquella lúgubre voz llama la atención de otros jesuitas reclinados por la cámara baja del San Juan: miradas vacías en cáscaras del hombre que nunca llegaron a ser y al que ahora conocen en lamentable circunstancia. Porque ya no hay intención común tras semanas de navegar apiñados: no hay Compañía de Jesús; si acaso hay jesuitas y a buen seguro lo que alguno llamaría no jesuitas. Ojos que se posan con desgana en cualquier cosa y, tras ese mínimo esfuerzo, enseguida se retiran exhaustos sin buscar explicaciones a una situación irremediable. Martín espera que transcurra ese vago instante para reclinarse al oído de su antiguo profesor de filosofía y prometerle que en un rato volverá con más agua. Ahora, debe llevarse el vaso porque resultaría peligroso que alguien lo echase de menos.
Escasean los vasos en el San Juan Nepomuceno como escasea el agua y se ignora la higiene. El aire mortecino lo proclama: jesuitas ultrajados, disminuidos, confusos, no jesuitas. Aunque ha renacido, como excepción, cierta entrega devotísima, la espera cotidiana de las formas, el bizcocho, sobre todo, como nuevo advenimiento que nunca llega, pues de las suculentas barras que se subieron a bordo en Ferrol, ni una miga se ha visto en todo el viaje. Pasa desapercibido Martín entre el barullo que, como cada mañana, espera en muda tropelía el lento viajar del chocolate del desayuno, que va de los escalfadores a las chocolateras, las cuales se trasladan con parsimonia hasta la cámara baja. Una vez allí, hambrientos, dieciséis por mesa, los jesuitas parpadean ante el chocolate frío, helado ya, indigesto, como quien recuerda una antigua oración. Luego se miran entre ellos con el desafío que les queda.
Pero Martín tiene misiones que cumplir, fatalidades que enmendar. Por eso se dirige hacia ellas con el tesoro de su vaso en la mano, mientras piensa en los delirios del padre Teixeira y en los comentarios que sobre ese hombre ha podido oír durante la travesía en boca de otros cuando aún tenían ganas de hablar. Expulsado con otros jesuitas de Portugal, en lugar de embarcarse hacia Roma, Teixeira eligió escapar por la frontera pues había andado en amores con una criada mulata de los condes de Abreiro de la que nada sabía desde el terremoto del 55, y no podía olvidar la inaudita frecuentación que hacía con la moza del más mortal de los pecados, ni borrar de su mente cuál podría haber sido el destino de la negra después de la catástrofe. Confesar eso le supuso el encierro cuando llegó al primer colegio jesuita que encontró en España, hasta que tiempo después fue reingresado a las labores docentes en Villagarcía, lejos de cualquier mulata, medio loco ya, más filosófico que nunca.
Ratoneando por el ruidoso laberinto del San Juan Nepomuceno, Martín llega al camarote del capitán Idiáquez y no lo encuentra. Tras dejar en un estante el vaso del que acaba de beber el padre Teixeira, haldea nervioso hasta cubierta y divisa al capitán en lo que ha aprendido a llamar puente de mando, más allá del inmenso salón flotante, de la densa trama de cuerdas, palos y poleas que toda esa chusma se empeña en designar con nombres raros, tal que gitanos en pose de maldición. En una mareante escena de sueño perpetuo, el fragoroso tableteo de las velas parduscas filtra la luz y alarga las sombras en aguada de sepia y sanguina. Martín evoluciona por la cubierta entre la marinería, evita entorpecer las faenas, se perfila al andar y esquiva así a los tripulantes, seguros de que no hay un Martín, sino media docena, tanto se mueve de acá para allá el novicio a lo largo del día.
Mientras avanza, el de Viloalle fija la atención en el cartapacio con esquinas plateadas que descansa en una de las patas del atril donde se apoya el capitán Idiáquez. Con las órdenes ya impartidas y los ojos reidores, el capitán se entrega al juego que consume día a día las entrañas de Martín. Porque Idiáquez reconstruye los dibujos que Martín hiciera en Villagarcía sobre una lámina de madera y con la protección de un cristal. Es esa una actividad que los marinos ingleses, al parecer, llaman puzzle y distrae las horas muertas de esos bucaneros en sus trapisondas por los siete mares. No debe esforzarse mucho Martín para adivinar con horror cuál es el dibujo que el capitán intenta recomponer esta mañana, el mismo donde la víspera de la expulsión representó de modo burlesco y muy comprometido al padre Olmedo.
—Hay mucho blanco en esta obra, conde de Viloalle… —y el capitán Idiáquez estudia el trozo de papel que sujeta entre los dedos. Tras meditar su ubicación en el conjunto, levanta con pericia el vidrio con la mano izquierda y deja el papel en su lugar con la derecha. Sí, aquellos fragmentos desgarrados entretenían las horas del sarcástico capitán, mientras iba intuyendo el temor del novicio a que descubriera los rasgos satíricos de alguno de aquellos apuntes. Eso ha servido para que Martín se adscriba sin mucha resistencia al gremio de los confidentes, se desprecie a sí mismo, se vuelva obsequioso con sus padres hasta el recelo y, de paso, informe al capitán Idiáquez de cualquier maquinación jesuítica. Martín está más que avisado: si no obedece en todo al capitán, este mostrará los dibujos a quien corresponda. Y en esas semanas de navegación, Idiáquez ya ha reconstruido tres de las obras más atrevidas de ese truhan que firma «Felipe», pero cuya vera identidad a nadie engaña. Los dibujos eran los del hermano cocinero Dionisio a punto de reventar por la comida; el devotísimo y lírico padre Canosa volando entre nubes con gesto de espanto, bajo el lema, caligrafiado en gótica, «De místico a maricón sólo hay un escalón»; y el rector vapuleando a un diablo chino en salva sea la parte. Y ahora, el peor de todos, el que más disgustos podría acarrearle: el prefecto Olmedo entregado a ministerios poco limpios en las eras de Villagarcía.
—¿Alguna novedad entre los insignes pasajeros?
—Ninguna, mi capitán.
—Cada mañana le digo lo mismo. Vuestra Merced es un talento. Cuando veo a los padres por ahí con aire preocupado, cuando no agónico, pienso que hay más verdad en cada dibujo suyo que en una docena de murillos.
—Yo he pensado lo mismo a veces, mi capitán.
—Todos los copistas son igual de soberbios. Y ahora me encuentro con un copista jesuita. Soberbia doble.
—Triple, mi capitán, que soy Viloalle.
Idiáquez suelta una gran carcajada que el viento transporta por la abigarrada cubierta del San Juan Nepomuceno, mientras algunos jesuitas suben con mucho esfuerzo a cubierta y, a tientas, como ciegos, alcanzan la borda y arrojan por ella el chocolate frío que su estómago desprecia. Para no oír las arcadas de los curas, los marineros, el espinazo doblado, se ponen a cantar Mambrú se fue a la guerra.
Canta también el capitán y, sin titubeo, canta Martín una canción que ya tiene aprendida de tanto oírla y que, a lo mejor, le vuelve un poco más marino y más simpático. Un mohín en el gesto del capitán surge ante el espectáculo de jesuitas verdosos, yacentes y jadeantes a lo largo de cubierta.
—Estaban hechos a otra cosa, no hay duda… Y a usted, ¿le daban bien de comer en el noviciado?
—No me quejo, capitán.
—Ni debe, suficiente lastre carga vuestro honor con la villanía delatora. Pero ya sería inaguantable que se supiera que el soplón es bufón caricato. ¿Alguna noticia?
—Lo de siempre, mi capitán: que la comida es insignificante, el agua escasa y turbia, que dónde están los vasos… Hace unos días dejaron de hablar de la injusticia que supone expatriarles sin acusación firme. Bueno, ya no hablan de casi nada. Pero al fondear ayer frente a las costas de Cerdeña y al percibir ciertos gestos en los oficiales, se rumoreó que quizá viremos y nos desembarquen en Barcelona o Valencia o Cartagena, porque en este tiempo de singladura el Papa habrá intercedido por nosotros ante los reales, piadosísimos oídos, de su alteza católica, y volveremos a nuestros asuntos como si nada hubiera pasado. Y, luego, sin rencores, cada uno por su lado, y aquí paz y después gloria.
La suposición de un regreso era mentira, por no hablar de la falta de rencores. Pero ¿y si el capitán decía que sí, que eso mismo era lo que ocurría, que ha recibido orden de regresar? Martín necesitaba dar una buena noticia a los padres que justificara esa frecuentación de Idiáquez. Al principio, la mayoría pensaba que el futuro estudiante jesuita no hacía más que insistir en la devolución de su cartapacio, y les parecía muy bien que el comandante de tan infame navío sufriera los tormentos de un pelmazo. Sin embargo, y ya desde hace tiempo, esa mayoría ha decidido extraer conclusiones más ruines.
—¿Hacer como si nada hubiera pasado, dice? Y nada pasa, salvo que no pasa nada… —afirma Idiáquez sin meditar sus palabras, ya que se concentra en las dificultades que le presenta el pasatiempo. Como un jugador de ajedrez que, al levantar una pieza, descubriera que tal pieza corresponde a otro juego, Idiáquez observa confundido el trozo de papel que sujetan sus dedos. Y en el blanco del papel se representa lo que parece una piedra en vuelo. Pero no es piedra, ni mineral, porque se deshace. Idiáquez repasa los trozos que faltan por colocar y que guarda en una tabaquera, los estudia, sopesa las posibilidades de cada cual, y va adivinando—. Es usted un granuja, Martín de Viloalle.
—Erraba, mi capitán. Erraba y pecaba al dibujar lo que dibujaba… —afirma como en súplica Martín. Y miente—: Que los dibujos estén rotos es prueba suficiente de mi atrición.
—Lo único que eso prueba es, precisamente, que no quería dejar pruebas. Exijo una información cabal de lo que se murmura entre jesuitas. Hable ahora mismo.
Martín vacila. Siempre intenta ser poco preciso y siempre acaba contando lo que sabe:
—Se habla mucho de la comida. Todos vimos cómo se subían grandes cantidades de comida a la nave, cómo se cargaban las bodegas. Y muchos de los padres más venerables se creen al menos con igual derecho que los marineros…
—Esa es la monserga diaria… ¿Están airados de más esta mañana? No es que me preocupe un motín de curas, compréndame, pero…
—Más que nerviosos, están enfermos… Muchos tienen fiebre. Y la fiebre es contagiosa…
—No hay ninguna enfermedad contagiosa a bordo. Y la fiebre es algo habitual en alta mar… Muchos de mis hombres también están enfermos…
Martín cree que su informe diario ha concluido y decide retirarse antes de que los padres le echen en falta, de que se haga más evidente, si cabe, su dudosa conducta.
—¿Adónde va? —le pregunta Idiáquez algo enfadado.
—Tengo mucho que hacer, mi capitán.
—¿También se retira sin permiso cuando está con ellos? Acérquese, que le diré algo importante. Ayer, cuando fondeamos frente a Cagliari, nos dieron la desagradable noticia de que los primeros barcos que llegaron a Civitavecchia con los jesuitas de Aragón fueron recibidos a cañonazos. Órdenes del Papa… En la Ciudad Santa ya están más que satisfechos con su rebosar de jesuitas. No saben dónde meterlos, y el Papa, a lo que se ve, ha dicho basta.
Martín palidece. Enseguida reflexiona y decide que es un juego más del capitán aburrido. En toda su vida, Martín no ha conocido a nadie que no se aburra a todas horas, salvo a sí mismo. Lleva años sufriendo las consecuencias de tanto tedio en el pazo de los Viloalle, en Santiago, en Villagarcía y en alta mar, con rumbo hacia ninguna parte, al parecer. En este caso, las burlas de quien se considera marino de guerra y no tratante de jesuitas, y mata esa insatisfacción continua como el gato maula juega con el mísero ratón, a veces con suaves modales, otras con desprecio, siempre con el tira y afloja de quien se finge admirador de sus habilidades con el único propósito de reunir la información que Martín le suministre. Porque, ya se ha dicho, los apartes con Idiáquez, el trapicheo con alguna hogaza de pan, o con los vasos, aunque siempre han ido destinados a aliviar la escasez de alguno de los padres, no han impedido que haya entre los jesuitas alguno que empiece a sentir franca animadversión hacia su persona. Con su calculada intriga, el capitán ha desarmado la muy imperfecta indiferencia del novicio, mientras advertía la suspicacia extrema de los jesuitas, quienes, de haber convertido a Martín en uno más, lo han relegado en poco tiempo a las funciones de un criado. Sin embargo, los jesuitas no saben las verdaderas, las profundas razones de Martín para seguir haciendo lo que hace.
Porque entre chisme y chisme, queriéndole convencer de que la vida dura, el saber de vientos y de tretas marineras, blandir la espada cuando cabe, es preferible al intrincado mundo de medias verdades que supone la tierra firme, Idiáquez le ha ido contando que no siempre fue así, que él mismo vivió en Roma unos años, y porque conoció a mucha gente, pudo conocer, sí, a un tal Gonzalo de Viloalle que era preceptor de unos sobrinos del cardenal Colonna. Y aunque, allá en Roma, Idiáquez le cogiera el gusto a los antiguos monumentos y a las modernas romanas, también se aburría. Por eso decidió seguir carrera en la Marina Española como todos sus antepasados desde que don Fermín de Idiáquez y Mendizábal siguió el mando de Juan Ponce de León en busca de una «fuente que hacía rejuvenecer o tornar mancebos a los hombres viejos», el manantial de la eterna juventud, pero verdaderamente, y sólo era eso, en pos de «algo nuevo que mirar». Y así se descubrieron los esplendores de La Florida, por el tedium vitæ. Ese era también el carácter del capitán Idiáquez y así habría de seguir siendo por más que su voluntad quisiera impedírselo.
—De nada sirve la voluntad —le tiene dicho— si uno no se deja ser lo que debe ser.
Y Martín ha prestado atención a esas explicaciones, porque las comprende. Cuanto más le odian y desprecian los jesuitas, más le urge llegar a Roma, buscar a Gonzalo y, aunque parezca blasfemo, deshacer la voluntad de la Providencia para que su carácter se imponga. Pero los jesuitas no lo desprecian sólo por ser un confidente, ni mucho menos. Tanto desdén se nutre de falsas informaciones que Idiáquez le ha hecho difundir. Así, cuando Idiáquez le ha dicho que comunicase a los jesuitas que la comida mejoraría, la comida no ha mejorado. Y cuando Idiáquez ha prometido distribuir vasos para cada uno, siguen bebiendo del mismo vaso los dieciséis que comparten mesa. Ahora, Martín debe sobreponerse a la noticia de que no les llevan a Roma y a la segura vibración que causará entre los más suspicaces un sospechoso mutismo.
—No descomponga el gesto, señor de Viloalle. Vamos a fondear ante Civitavecchia. Puede que haya suerte y el Papa afloje. Pero aunque el Papa no se bajase del burro, con perdón, los enfermos desembarcarán para ponerse bajo la protección y vigilancia del cónsul. Si Vuestra Merced, amigo mío, fuera con ellos…
«Tan bajo no se puede caer», piensa Martín. Y dice:
—Yo iré donde dicte mi deber de jesuita, porque me siento jesuita.
—Acérquese, señor conde de Viloalle —le ordena Idiáquez, más sarcástico que nunca; y la orden se ayuda con un mohín y una leve contracción del índice. Martín se aproxima y el capitán le señala la caricatura del padre Olmedo casi completa.
—Parece que no le gusta este cura —y el oficial Idiáquez señala la cara en el dibujo—. Se llama Olmedo, ¿no es cierto?
Martín sigue callado.
—Como no le gusta, tampoco será tarea ardua la que cumplirá. Y no me diga ahora que su deber lo dictan esos taimados estiletes con rostro de ceniza. La misión que ha de llevar a cabo es de suma importancia y, al fin, beneficiosa para ellos. Una treta que les impedirá desmandarse cuando llegue a sus oídos alguna noticia sobre la negativa del Papa a acogerles. De ese modo, tampoco me veré obligado a reprimir su indignación. En mi camarote encontrará, al lado del sextante de repuesto, una jarra de porcelana con motivos florales. A la hora del almuerzo se esforzará en cagar en su interior lo que buena y humanamente pueda. Acto seguido, dejará la jarra bajo el camastro de ese repelente sacerdote —Idiáquez vuelve a señalar la cara del prefecto en desahogo—. Sólo debe hacer eso. Si recibimos la negativa de Civitavecchia, y puede apostar por ello, los jesuitas serán trasladados a otro de los navíos, el Santa Bárbara, a buen seguro. A Vuestra Merced, sin embargo, un bote le llevará a puerto con los enfermos. Como yo he de ir también a tierra, aprovecharemos la escala. Os presentaré a alguien que me estará esperando y os podrá introducir en lo mejor de la sociedad romana o, al menos, daros trabajo. Es un hombre que negocia con obras de arte, casi siempre dibujos, Benvenuto Fieramosca… Y usted es buen dibujante… Y despierto… Así que no tardará en saber de su hermano. ¿Le comprometen votos? No. ¿Qué agradecimiento han demostrado esos tábanos a su lealtad y a sus empeños? Ninguno.
Mientras Idiáquez habla, promete y seduce, Martín imagina las sucesivas escenas en la pared mágica que su gemelo muerto, Felipe, le muestra en los instantes menos oportunos. Para el que ha nacido y se ha criado en la penumbra, la luz del cielo y el mar no existen, sólo flota en torno suyo la luz que contorna las figuras de los ejercicios espirituales. Esa potencia de la fantasía hace que la imaginación de Martín defeque ya en la jarra, esconda el producto bajo la yacija de Olmedo, observe a distancia el asqueroso hallazgo por parte de un marinero. Y que tengan más fuerza esas pinturas de la mente, esas composiciones de lugar, que los hechos realizados, el castigo del capitán al padre Olmedo, la orden de reclusión de los jesuitas para evitar otros cochinos desmanes. Y que durante esa reclusión haya sido dada la noticia de que Roma no acepta a los jesuitas de la provincia de Castilla, como no ha aceptado a ninguno de los expulsos de España. Esas figuraciones anticipan otras realidades. La protesta unánime de los jesuitas y cómo les golpean, algún crujir de huesos y dientes, el desasosiego que levanta en el alma la visión de la fuerza bruta sobre aquellos que no tienen hábito de enfrentarse a ella y replicarla. En la mágica pared, los enclenques jesuitas se desmadejan por los golpes, porque aquellos cuerpos no entienden el idioma feroz de esos otros cuerpos que sobre ellos ejercen violencia. Y ese arrugarse ridículos ante los ojos de los marineros, gracias a una fuerza maligna, a la conciencia de la propia fuerza, provoca más golpes. Y Martín ve en su pared mágica cómo sólo el prefecto Olmedo, gracias a un rústico pasado, se enfrenta a los agresores con gallardía. Un golpe de remo le devuelve a su jaula. El coro de risa es la humillación final. Y Martín ve llorar a Olmedo y golpearse contra las tablas del calabozo, anegado de vergüenza. Y todos acusan al novicio, porque desean creer la acusación, que algo salva y algo libera y devuelve alguna violencia de entre la mucha recibida. Sin respaldo del pensamiento ya, sin reflexiones, cualquier explicación que añada cólera se da por buena, todos a una en pos del chivo expiatorio. El que sufre hará sufrir. Por ello, ¿qué cosa extraña es un novicio que deseó ayudarles en todo y sólo quiso ocultar la niñería que podía manchar su prestigio ante ellos? Ni quieren saberlo, ni les importa. Ya no es momento de explicaciones tan sutiles, porque la llamada hora de la verdad lo es de cualquier cosa, menos de la verdad. Y observa Martín con la máxima vergüenza cómo trasladan a todos ellos del San Juan Nepomuceno al Santa Bárbara, el otro buque que ha partido de Ferrol y donde enseguida amontonan a unos jesuitas maltrechos. Y se ve Martín soportando las miradas de desprecio, los escupitajos de los jesuitas que por su lado pasan, de los fatigados y hambrientos jesuitas a los que ya no pertenece, de los que ya no es. Y debe encajar Martín que el rector ni le mire, que sus antiguos profesores de Santiago y Villagarcía, los buenos y los malos, le señalen cuchicheando. Y aguanta Martín las frases de desprecio de su antiguo padre prefecto, Olmedo:
—El error de mi vida. Llegar a pensar que podrías ser alguien y que yo te habría educado.
Todo más verdadero en las sombras que desfilaron por su mente. Mucho más auténtico que la negativa del padre Teixeira, quien rechaza los cuidados de Martín en el bote que surca las aguas hacia el muelle de Civitavecchia. Y el loco moribundo aún puede murmurar:
—Viví el terremoto de Lisboa y sé que Naturaleza nada sabe de amor y nada sabe de saña. Pero Naturaleza engendra generación tras generación a hombres que sólo son medio hombres. Medio hombres que parecen inmortales porque son siempre el mismo medio hombre, hombres mínimos que cagan en jarras…