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Sus sentimientos hacia monsieur Deville siempre la turbaron. Jamás supo qué pensaba. Eludiendo el vergonzoso enamoriscamiento cuando ella aún era idiota y se hacía llamar Héloïse y cosas parecidas, a lo largo de los años ese hombre consiguió que sintiese hacia él una punta de rechazo: era el modo de mirarla, sin duda; y también el incidente que provocaron los primeros espasmos faciales de William: mientras el abuelo se indignaba y caía fulminado al sentir como suyo el desarreglo nervioso del bisnieto, monsieur Deville parecía alegrarse, y no poco, de ambos incidentes. En el otro platillo de la balanza, el de la compasión, era necesario evaluar el modo en que monsieur Deville veló a su madre en la larga travesía a Boston, mientras ella, envuelta en fiebre y rencor, maldecía su suerte por no haber encontrado otra manera de huir de Francia e insultaba al paciente monsieur Deville como si fuera el directo responsable de que no hubiesen ido a Inglaterra, para allí reclamar sus derechos ante lord Skylark, y se agolparan en las bodegas infectas de un buque para alcanzar como fugitivos una tierra extraña. Monsieur Deville aceptaba ser el pimpampum de aquellos reproches, la consolaba como podía, le hablaba en italiano y, si Roberta no había sufrido alucinaciones, creyó ver que hasta fingía darle la extremaunción.

Una de las últimas voluntades de su madre —eso era muy suyo— había sido arrancar a Roberta la promesa de no abandonar nunca a ese hombre a menos que él decidiese lo contrario. Y no lo decidió, ni por asomo. Sobre todo, cuando descubrió que, por mucho que pasase el tiempo y él se esforzara, la herida del hombro que había recibido a las puertas de París —y que casi lo mata, de no auxiliarles un doctor jacobino en Rambouillet— si bien no le había dejado manco, ni desprovisto del uso del brazo derecho, le impedía cualquier movimiento amplio y exacto: llevarse a la boca una cuchara cargada o volver a manejar un lápiz, por ejemplo. Ese fue el modo en que aprendió a escribir con la zurda, pero jamás volvió a dibujar. Cuando, al modo de las alianzas dinásticas, Roberta se casó con Henry y la compañía Marceau se unió a la de Ferguson, la función práctica de monsieur Deville quedó en entredicho. No era virtud destacada en Henry el leal agradecimiento —de segunda mano, además— y a Roberta la poseyeron entonces muchas dudas sobre la obediencia a una de las últimas voluntades de su madre; quizá fuera esa la causa de que la gratitud que sintió una vez, y debería seguir sintiendo, por quien fuera su salvador en el Pequeño Trianón y luego amigo de la familia, se volviera molesta inquina, justamente porque suponía un problema de conciencia, y a Roberta no le gusta soportarlos.

Una solución que no carecía de sentido era que el casi viejo Deville cuidase del muy viejo Benvenuto. Sin embargo, ambos ancianos se profesaban un odio espectacular, aún más estridente porque era mudo, inactivo. Se limitaban a fulminarse con las miradas a la menor oportunidad.

Por fortuna, monsieur Deville abandonó su condición de lastre gracias, y por paradoja, a su nueva afición por los licores. Era sensato pensar que monsieur Deville aliviaba de ese modo el suplicio de su invalidez. No lo era tanto, desde luego, que cierta chispa continua le volviera parlanchín. Y de los amenos, que escasean. El asunto es que Henry, además de un pasable amante, magnífico administrador y pésimo comediante, era un autor poco dotado de cualidades imaginativas, pero muy ducho en los trucos del oficio. Sus obras eran como un envase, tan buenas o malas según del líquido con que las llenase. Siempre seguían la misma fórmula: buscaba el punto justo en que el bueno pierde hasta que gana y el malo gana hasta que pierde; y en ese momento, cuando se produce el golpe de efecto y la sorpresa, y el público se enardece y abuchea al malvado —quien muerde el polvo por los viles de la tierra—, la chica se da cuenta de que el bueno no es su hermano y pueden casarse, suspira y cae el telón.

El asunto es que Henry debía llenar su envase cada temporada. No lo hacía por mero provecho, o no sólo por ello, ya que la compañía podía representar —del lado Marceau, al menos— un repertorio clásico. Sin embargo, a veces, la novedad era un aliciente, y más en esos tiempos, cuando el teatro se había vuelto, para desgracia de los buenos comediantes, una suerte de periodismo: intrigas domésticas en lugar de grandes y trágicos cercos y conspiraciones palaciegas. El hecho es que su marido encontró un filón en el camino intermedio que suponían las historias verdaderas o ficticias, eso daba lo mismo, de monsieur Deville. El modo en que Voltaire fue apalizado por un noble y quiso batirse en duelo, se burlaron de él y consiguió su venganza sólo al cabo de los años y con el arma de la gloria: era entonces el señor de Rohan quien quería batirse en duelo y aguantaba la mofa de las buenas gentes (un éxito mediano, El filósofo audaz o el duelo postergado pero seguía en repertorio). Gillette o la tristeza del jacobino, muy auténtica la tragedia de aquellos que confunden ideales y pasiones (un fracaso, hay que decirlo: era una obra muy áspera, sin esperanza, y el público no podía admirar a ninguno de los personajes). El collar de la reina o la mentira verdadera, un éxito personal de Roberta. A los americanos les chiflaba María Antonieta y esa castigada frivolidad, ingenua de fondo. Cada vez que Roberta subía al cadalso oía llantos inconsolables. Eso le daba la risa y le impedía asomar la cabeza por la guillotina cara al público, mientras el telón bajaba y ella decía las últimas palabras: «Remordimiento, habla ahora…». Y llegó El buen visionario o Lo que sé de los vampiros, un éxito de tal magnitud que, de seguir así, llevarían la pieza en repertorio hasta el día mismo del Juicio.