3
Al llegar a una loma, embrida el de Viloalle y ante su mirada se despliegan ásperas y fabulosas visiones. Cunde el pánico bajo la lluvia entre lujos y extravíos de lo que será el Pequeño Trianón. Voz y Brazo invocan sacrilegio cuando asaltan la cera perfumada, la cera enfriada, de lo que Martín siente memoria antigua.
Encallado en ese recuerdo jamás vivido, por mucho que aúlle la Voz y parta el Brazo, Martín no ve salvajes persiguiendo a los falsos rústicos de Le Hameau, ni se golpean puertas, ni estallan ventanas al golpeo del mazo, ni se prende fuego a un templete, ni se derriba un palomar. Martín ha vuelto a casa. Está viendo el pazo de los Viloalle como un día lo idealizara su hermano Gonzalo con sus planes de fuentes y lagunas y puentes chinos. Una vida de calma y deleite, antes de la llegada de bárbaros de aquí y de allá, de unos y de otros, arriba y abajo, enemigos todos de la misma Luz de la Razón que tantas bocas lleva secadas.
Ese lugar sería hasta ayer el más grato del mundo: un mínimo palacio con vistas a lo bucólico. Y es verdad, lo está viendo, ahí delante se halla Le Hameau, con mayúscula, la aldea de aldeas, y aun así falsa aldea: Naturaleza sin escorpiones para quienes nunca hollaron con su delicado pie los corrales y el estiércol agusanado, lo hondo de la cabaña donde el recién nacido llora de fiebre y delira el anciano que agita el muñón, ganado con honor en Rossbach por el rey de Francia. «Aldeas de novela», las llaman. Y tienen falsos labriegos, falsos lecheros y falsos molineros que a lo mejor resbalan en lodo de pega, se caen al falso canal y se hacen falsamente trizas en la falsa noria. «Aldeas de novela.» Y el argumento de la novela es el asesinato de la verdad. Convenía el solaz de María Antonieta en ese decorado y la reina sufrirá las consecuencias, porque la cruda y auténtica Naturaleza ha llegado y está haciendo de las suyas.
A la izquierda, en la fachada lateral del palacio, unos necios intentan serrar las cuatro pilastras corintias. Siguen los gritos, estallan cristales otra vez y el caballo de Martín se levanta de manos. El de Viloalle habla al animal mientras desmonta, lo ata a un árbol y asegura que la escarapela tricolor quede prendida en el hocico. Se sienta, cruza las piernas y, alisando una hoja en la carpeta, y la carpeta en el regazo, lanza por el papel líneas exactas, los justos trazos, cada uno de ellos con la palabra barbarie en la punta de grafito.
Unos bárbaros tiran en la hierba a una de las criadas, a quien los muy civilizados señores han dejado atrás, al cuidado de la finca, mientras se cobijan en lugar seguro. Martín ve que nadie osa tocar a los señores, a los aristocrates. Aún se les teme, y mucho. Así que el vulgo sólo injuria su nombre mientras se ceba en los criados. Y los aristocrates, que lo saben, dejan el cebo.
Remuerde la conciencia por sólo mirar y, encima, no atreverse a acertar en el papel, por mucho que dibuje cabezas de asno a quienes se desabrochan los cintos y sujetan brazos y piernas de la criada tumbada en aspa. Y Martín aún no ha concebido el boceto cuando los salvajes se llevan a la criada hasta una de las casas de Le Hameau por violentar sin prisa y sin mojarse.
Y corre hasta el puente Martín para esbozar otro dibujo desde allí. Llega, abre la carpeta, baja la cabeza y se horroriza.
Muy bien acostumbradas estarían las carpas del aquel falso riachuelo del falso lago, porque según parece no han comido en días y, ahora, apiñadas a cientos bajo el puente, monstruosas, con medio cuerpo fuera, boquean como si todas fueran la Boca. Un boqueo múltiple y angustioso.
Por ver qué pasa, tira Martín una nuez que lleva en el chaleco y se produce una hecatombe esférica de bocas y lomos plateados. Y oye, como oye algunas veces, la voz de Welldone:
—El delirio arriba, el delirio abajo, el delirio en medio. El delirio gobernando al delirio. El delirio explotando al delirio. El delirio vengándose del delirio. El delirio mordiendo delirio…
¿Y cómo dibuja eso Martín? Ha de probar.
Y mientras lo intenta, oye la explosión de más ventanas en la aldea. Martín no puede ignorar el femenino desgarro; porque cada uno de los agotados jadeos de resistencia y dolor sugieren algo espeluznante y prodigioso que sin duda acaba de ver ahí, en ese lugar. Sabe que, en medio del lamentable caos, ha sentido, a la vez, un agradable desconcierto y un punzante desasosiego por algo que ahora no logra fijar con la mirada entre las agitadas escenas que se le ofrecen.
Y sólo cerrar la carpeta busca Martín lo que intuye. Mira las casas y mira las sombras de figuras con mazas, oye los golpes sordos. Y mira el falso desván del falso molino. Sólo habrá durado un segundo la imagen en la que su corazón creyó antes de que su mente razonara y definiera. Ahora ve por fin el rostro que asoma por el ventanuco del desván; y al cruzarse de lejos las miradas, aquella melena roja se espanta y oculta. Esta vez ha sobrado tiempo para que Martín haya visto a su hermana Elvira como si no hubiesen pasado los años. Así era Elvira cuando se escondían en el hueco del castaño centenario y a él le dominaban necesarios apetitos y absurdas inquietudes. La ha visto. Era ella. Su misma belleza y su frescura: eran su pelo y su boca y las pecas de su escote y los ojos verdes y hasta el mohín de enfado y de inquietud el día de su boda: «Ven a verme que si no te pierdo, que te mandan a la China y te pierdo».
Pues estoy en la China del alma, Elvira.
La infeliz oculta en el desván del molino no sólo será venganza de la barbarie; sino también de los que un día se dijeron los suyos, le hicieron creerse su sangre, parte de algo noble. Y ahí está, después de los años, quien a veces se dice llamar Martín de Viloalle, perdido en el alucinado y loco vórtice del mundo.
Porque tras el suicidio de Fabianus en los acantilados de Schleswig, y sólo llegar a Hamburgo, Martín puso en manos del servicio postal la carta a quien ahora llevase la consideración de señor de Viloalle. Tras un viaje sin sobresaltos, y ya en París, y en la imprenta de Rivette, habría de esperar semanas una respuesta de la Galicia remota.
Entretanto, y bien firme la decisión de seguir viaje hacia España en cuanto hubiera noticias, Martín simuló que emprendía su tarea. El primer paso era leer el manuscrito en el cual el príncipe de Schleswig-Holstein deseaba servir la memoria de Welldone.
Por no gastar las velas de sus anfitriones por la noche, mostrarse activo por la mañana, y dar así una apariencia que ocultase sus intenciones, leyó lo que se había dispuesto llegara a volumen. En el taller de Rivette, entre tinta, pilas de libros y aceite de engrasar, leía Martín y en ocasiones alzaba la vista, desilusionado por la imposibilidad de que un espíritu afín compartiese la experiencia.
El posible libro no era un elogio del señor de Welldone, sino una crítica a las desviaciones del talento filosófico, que siempre acaban sirviendo a malas causas. La figura de Welldone no era la razón sino la excusa para que brillara el alma sobrehumana, ilustrada y magnánima del príncipe Carlos. La obra de Koeppern, porque sin duda él y sus secretarios eran los artífices de ese embellecer un estado que para ellos también suponía privilegio, buscaba apuntalar la autoridad de Carlos sin reprocharle, desde luego, sus últimos delirios esotéricos. No quedaba Welldone en mal lugar —si el lector no era el mismo Welldone—, pero cualquiera de sus novedades industriales y filosóficas era insignificante cuando se enfrentaban a la verdad milenaria. Carlos debía cumplir con su deber, y ese no era otro que seguir siendo lo que todos esperaban que fuese. Por tanto, cada frase del manuscrito era un viscoso alegato en favor de la aristocracia y un publicar sin modestia ni sentido del ridículo la entereza y elevada visión del príncipe. ¿Cómo se combinaban una cosa y otra, el derecho divino y el sentido común? Nadie se preocupa por esclarecerlo. Así, con la disculpa de contar la vida inofensiva y excéntrica —y quimérica— del señor de Welldone, solicitaban una responsabilidad mayor para el talento de Carlos.
Pero algo se les iba de las manos: la notoria burla de Welldone. No pensaba Martín que todo fuera verdad en la carta que le entregó Gretha Alvensleben —y que le impresionó, sin duda—, pero en el hecho de que Welldone se arrepintiera de haberla escrito, en el tesón casi obsceno de ser su máscara hasta las últimas consecuencias, había una verdad. En cambio, y muy alegremente, al príncipe le había manifestado el máximo delirio al que podía llegar esa máscara, porque era eso lo que se esperaba de él, y Welldone había disfrutado —y se notaba— parodiando el infortunio de haber acabado siendo quien no era. Y desde luego no era natural de un bosque de la India, ni contradijo los deseos de su padre, el maharajá, quien le obligó a hacerse guerrero cuando él anhelaba la sabiduría filosófica, ni —desde luego— empezó a buscar la iluminación cuando vio por vez primera, a los treinta años, un anciano, un enfermo y un cadáver, y al descubrir la pena en el mundo renunció a todo menos al aprendizaje de la verdad eterna. En resumen, el señor de Welldone no era ese ídolo oriental al que llaman Buda, personaje del todo ignorado en Schleswig-Holstein.
Ese era el Gran Secreto sobre el nacimiento y mocedad del señor de Welldone que Carlos guardaba tan celosamente.
Así, el verdadero Welldone —quien en cierto modo cedía a Martín el dilema de velar por la dignidad de su memoria—, el filósofo que se disfrazaba de charlatán, se ocultaba de modo voluntario en la oscuridad, en el eterno silencio. Con él nunca se haría inevitable lo imprevisto, aunque a nadie le afectara, aunque no se supiera.
Además del último gran gesto, sólo muy de vez en cuando, el de Viloalle oía ecos de aquella vigorosa inteligencia y el carácter indomable del artista de sí mismo cuyos restos yacían en Eckenfiorde. Y de un modo tan grotesco que hubiera hecho las delicias del mismo Welldone. O quizá hubieran despertado su cólera. ¿Qué podía saber nadie? ¿Era o no imprevisible?
Y dijo Welldone: «La libertad, mi amo y señor, es incompatible con la grandeza por muchas aptitudes que uno tenga. Pero al librarte de la obligación de ser grande ya no serás importante. Y esa es una excusa óptima para que la vanidad entone su lamento. Para curar ese malestar de la existencia, sólo en algunos se desarrolla ese prurito que nos atrae al delicioso naufragio: quebrar en un solo y magnífico segundo el esfuerzo y el trabajo de años. Ese antídoto que sólo poseen caracteres muy peculiares y cuya fabulosa y desastrosa cualidad no está prestigiada. Destruirte porque el mundo está mal hecho no tiene remedio y sólo venera la estupidez y la intriga que esculpen más y más gloria. He intentado cañonear el disfraz del mundo. He señalado la impureza de los mármoles…». Y replicó el Príncipe: «Ya será menos, Welldone». Y dijo Welldone: «Es cierto, ahora lo veo, ya será menos, mi amo y señor».
Sólo eso, y de milagro, y así. Aún no se explica Martín cómo pudo filtrarse aquel rayo de luz misteriosa en el magma de untuosa adulación.
Y tras su última y amena charla con el Príncipe, el gran filósofo señor de Welldone, a quien las diversas circunstancias de la vida hicieron con honor conde de Saint-Germain, buscó las manos de su príncipe para besarlas agradecido y expiró rogando que su humilde memoria, y su proyecto de la Ciudad del Hombre, ahora lo comprendía, viviera a partir de entonces en el alma inmortal del Príncipe. Porque no era materia tangible la Ciudad del Hombre, sino la visión más aproximada que un súbdito podía obtener del alma noble y sagrada del Príncipe, uno de los mejores, Carlos de Hesse-Kassel de Schleswig-Holstein. Y así sería…
Con ese párrafo servil concluía el manuscrito. Esa noche, mientras cenaba con los Rivette, Martín turbó sin duda a sus anfitriones al pasar la cena en murmullos y regañando para sí, al propio tiempo que sacaba conclusiones.
Por primera vez, Martín agradecía la buena suerte de haber sido discípulo de Welldone, testigo de su vasta extrañeza y lector de la carta que para él rescatase Gretha Alvensleben. Desde luego, Martín valoraba el último y sesgado aprecio de Welldone: con el pretexto de que hiciera él las ilustraciones, había hecho que le enviasen a París en busca de «algo nuevo que mirar» como aquellos que, sin querer, llegaron a La Florida buscando la fuente de la eterna juventud. Era su última gran jugada y tenía que salirle bien. Por ello, y por los significados que ese gesto reflejaba, Martín correría el riesgo debido. En su mano estaba impedir que esa aberración literaria se imprimiese, se ilustrase y se encuadernase.
Y Martín ya había visto París. Muy grande ciudad, París. Procelosa París. ¿Y qué? El oro de Schleswig era suyo. Iba a decirle a Rivette que el paje a quien encomendaron esa tarea se había dado a la fuga con el dinero. Sólo un afinado sentido del deber le obligaba a seguir en la ciudad. Como el mismo Rivette le había dicho que necesitaba un buen ilustrador, si el librero lo deseaba, pagaría su hospedaje con dibujos, mientras Baptiste reclamaba al canciller Koeppern. En cuanto llegase carta de España, saldría de puntillas una noche y, en unos meses, y con el oro, llevaría a cabo en el pazo de los Viloalle algo parecido a la Ciudad del Hombre. Esta vez sí, y con humildad.
Pero llega el día en que la incertidumbre deja de serlo, y hasta consuela el desengaño ante ese revuelo en la cabeza de libélulas de esperanza y duda. La mano de una Emmanuelle Rivette que ya se prodigaba en miradas intensas rozó la de Martín al entregarle la carta:
A 30 de octubre de 1788
Estimado señor:
El que escribe y firma, Gonzalo de Bermúdez y de Viloalle, señor de Alfoz y de Viloalle, y marqués del Santo Infante, hasta fecha del tres del corriente, en que recibió su amable carta, no poseía mayor constancia de su existencia que el destierro al que fue sometido por el rey Carlos. Tras la necesaria consulta a su Eminencia, nuestro bien amado obispo, Este informó que sigue vigente la Pragmática Sanción que dio lugar a la expulsión de los reinos de España de los jesuitas, y no conoce excepciones, ni aun cuando la supresión de aquella Compañía restituyera a sus infelices hijos al siglo, según Vuestra Merced defiende erróneamente. Lamento, en consecuencia, la decisión de rechazar cualquier tipo de asilo, cobijo u hospitalidad que este señorío y marquesado le pudieran brindar. Y con el único interés de apaciguar lo que supongo mala conciencia por estos años de olvido de su sangre, y de aliviar, según está en mi mano, los muchos quebrantos y desventuras que afirma haber sufrido, le hago partícipe en renglones aparte del destino de sus señores padres y hermanos.
El señor Gonzalo de Viloalle falleció el año de Gracia de 1775 a consecuencia de un mal de pecho.
La señora Eugenia pasó a mejor vida en el convento de las monjas de Santa Clara de Ribadeo, donde se hallaba recluida, el año de Gracia de 1788, es decir, este mismo año, hacia enero o febrero.
Del señor Gonzalo de Viloalle y de Bazán se tuvo noticia, según me fue comunicado por el Ilustrísimo, Eminentísimo y Excelentísimo señor obispo de Mondoñedo, hará cosa de un par de años, por boca del nuevo presbítero de la catedral, cordobés de nación, y a la vista de un retrato de familia que el señorío de Viloalle donó al obispado —ya que se consideraba de muy dudoso gusto— para que pintasen sobre ese infame trabajo una imagen del Santo Infante. A la vista de aquel retrato abominable y sacrílego —por el que aún hago donaciones mensuales en agradecida penitencia—, se tuvo noticia del que fuera primogénito de la casa de Viloalle, digo, y se sabe a ciencia cierta que se metió a gitano en fecha desconocida y rueda por los mesones de Andalucía con el apodo de «el pelirrojo verbenas», para vergüenza de la familia toda, siéndole revocado definitivamente con esa contundente y definitiva prueba todo derecho de primogenitura.
Del señor Jorge de Viloalle sólo se sabe que embarcó hacia Nueva Granada en el año de Gracia de 1766.
De manera bien triste, por eso reúno sus destinos, no hay otra, Juan y Gil se hirieron mutuamente en duelo a espada, por cosas de la dichosa primogenitura, y recién fallecido el señor Gonzalo, murieron el mismo año de Gracia de 1775, infectadas sus heridas y con pocas semanas de diferencia.
Hasta aquí la información que me solicitaba en su amable carta.
He de añadir que ese cúmulo de circunstancias me hicieron, aún niño, nuevo señor de Viloalle. Así, por empeño de mi señora madre, habité la casa hasta el año de Gracia de 1785, en que tras la muerte de mi padre amantísimo, recibí los honores del señorío de Alfoz de Bermúdez y, de acuerdo con el mejor criterio, doné la casa de Viloalle al obispado de Mondoñedo para que ampliase la ermita del Santo Infante, cuya beatificación es cosa hecha y cuya devoción en la comarca sólo conoce parangón en el amor que todos sentimos por nuestro querido obispo. El donativo, así como otras razones que la modestia aconseja soslayar, fueron causa suficiente para que, a petición del obispado, el arzobispado y de otras grandes mentes de España, nuestro católico rey Carlos me nombrase marqués del Santo Infante, título que llevo con la necesaria prudencia y el debido orgullo. En cuanto a mi señora madre, Elvira de Viloalle y de Bazán, habita en el mismo convento de clausura de Santa Clara donde, solo enviudar, ingresó en el año de Gracia de 1785. Allí transcurren sus días en la devoción de Nuestro Señor Jesucristo.
Adjunta va con esta carta una estampa del bienhechor de nuestras horas, el amado Santo Infante y, aun deseándole lo mejor en sus días venideros, mi condición nobiliaria le recomienda un alejamiento rotundo de esa infernal ciudad de París donde dice hallarse. Rece mucho y obre bien.
Gonzalo de Bermúdez y de Viloalle,
marqués del Santo Infante.
¡Le enviaba una estampita! Aquel imbécil había salido a su cuñado Ramiro, pero en beato. Entonces, el que aún se llamaba de Viloalle por llamarse algo, miró la estampa del Santo Infante. Y quedó atónito, y atónito leyó el reverso:
Benito era un niño muy pobre, su educación ninguna, entrañable su apariencia que a la caridad inspiraba. Sólo la Fe y la obra del Espíritu Santo logró la maravilla que hizo a sus mayores postrarse de hinojos al ver al niño trazar en el barro la siguiente inscripción: Speciosus forma præ filiis hominum: difusa est gratia in labiis tuis. «Hermosísimo entre los hijos de los hombres: la Gracia está derramada en tus labios.» Tal maravilla alcanzó el entendimiento del obispo de Mondoñedo, quien transmitió enseguida la buena nueva a la Santa Sede. Benito, el Santo Infante, fue devuelto a Dios al sumergirse en las aguas de una presa junto a la ermita que ahora lleva su nombre. Las enfermedades del costado sanarán si le rezáis diez padrenuestros. Mejorará vuestra claridad de espíritu con un donativo en memoria de su alma y de la salvación de los difuntos.
La imagen, el niño de la estampa, era él. Era Martín. La perfección de aquel otro niño que jugaba con barro. El bobo que tanto se le parecía y a quien escalabró por recado trasmundano de su gemelo Felipe. Más adelante, alguien le vería imitar aquello que el niño viera grabar a Martín con un palote: Ad majorem Dei gloriam, y decidió usar la supuesta maravilla y no las palabras. La baba que derramaban constantemente sus labios se había vuelto la Gracia.
Por esa corrupción de todo, por esa multiplicación paródica de los seres y hasta de las aldeas, por esa ligereza que sólo finge gravedad para destruir lo único y lo hermoso, ahora, en el Pequeño Trianón, entre la cólera de los bárbaros, irá al encuentro de su hermana Elvira, un simulacro de la carne que ha dejado ahí el disparate del tiempo.