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El recluta Deville fue uno de los caídos en la falsa batalla de Neisse. El segundo cañonazo, que estalló en el centro de la compañía del capitán Von Scheppenburg cuando Deville avanzaba sin saber lo que sucedía ni lo que iba a suceder, le arrojó, ya sin las dos piernas, sobre los compañeros que marchaban cinco filas atrás. Tuvo Deville tan mala fortuna que el siguiente cañonazo austríaco, el tercero, dio de lleno en lo que quedaba de su cuerpo.

Los hombres que recogen cadáveres están demasiado habituados a ignorar el capricho que la alianza de Marte y Naturaleza consigue en los cuerpos humanos. Y saben, porque sus instruidos y magníficos oficiales lo han explicado muchas veces, que ese sonido tenebroso que flota por el prado no es cosa de espíritus, sino el aire que sale de los cuerpos y pasa por las cuerdas vocales de los difuntos. Para burlar temores, los carroñeros llaman a eso «la flauta de Federico». Así que, al ver un cadáver destrozado, ahuyentan las moscas que se ceban en las heridas, guardan en sacos cualquier resto digno y abandonan las migajas según un juicioso criterio: los cuervos tienen el mismo derecho a comer que los gusanos. Y eso hicieron con Deville. Sin embargo, valoremos un poco los últimos instantes de su vida.

Después de esa segunda explosión y tras el inesperado vuelo, Deville aún pudo oír exclamaciones en varios idiomas de los reclutas que, al avanzar, le pisoteaban el cráneo; y quiso reparar, aunque ni el dolor ni las fuerzas le dejaron, en el hecho de que carecía para siempre de extremidades inferiores. Ajeno por completo a que se había desplazado un buen trecho al elevarse por el aire, Deville intentó mirar a ambos lados por ver si divisaba sus piernas. Sin embargo, no consiguió que los ojos llegaran a moverse. En realidad, ni siquiera se inmutó la tierra que cubría los párpados, famosos por su inquietud. Un nuevo pisotón le hundió en el averno. Cuando las luces ya muy leves del entendimiento están a punto de apagarse, o ya se han apagado, y en la mente del moribundo sólo queda el rastro del que asume la más triste de las nociones, en ese momento singular, Deville imaginó una ballena azul. Azul como el azul de Prusia. El lomo sale del agua y allí mismo vuelve con elegante ondulación. Un chorro emerge de esa criatura y, tras un instante en el aire, lleno de gloria y de misterio, se derrama como una vida corta. Un remolino de espuma pulverizada —amarillo, anaranjado, rojo quizá— abanica el horizonte en el sol bajo. En la profundidad del océano, el eco de una voz como la de Neptuno brama: «¡Soperro!».

Y estalla el tercer cañonazo.