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El éxito, cuando se logra, no es ningún misterio, porque cualquier explicación se ajusta como un guante a los motivos de aplauso y entusiasmo. La comedia de ese «Chester Winchester» que durante una época formaron su marido y Deville era una especie de Tartufo con el sentido cambiado. El ambiente no era nada original: los periódicos y las novelas rebosaban historias en las que un personaje ingenuo caía en enigmáticos enredos y era perseguido por individuos que lo sabían todo y pertenecían a una red invisible, sectas jesuíticas o de un esoterismo salomónico. El protagonista se alía con esos seres y se inicia en los misterios de un saber cuyo fin es dominar el mundo. Abundan las puertas secretas tras un retrato, los armarios de doble fondo y la hija de un gran señor, tan bella como ingenua. Un alemán había llegado a darle vuelta a esos argumentos haciendo que uno de esos visionarios o alquimistas, presentados de modo habitual como mala gente, vendiera su alma al diablo a cambio de la eterna juventud. Un buen texto, pero un fracaso absoluto, al menos en Boston, donde calificaron la comedia de inmoral. Pero El buen visionario o Lo que sé de los vampiros es muy distinta. Un mago y su aprendiz llegan a un principado regido por un déspota y, mediante trucos de algo que a los cortesanos se les antoja cosa de magia, pero el público reconoce como algo sensato y racional, logran hacerse con los corazones de la princesa, de los infantes y del pueblo llano. El príncipe no tiene más remedio que abdicar ante la evidencia de que el origen de su poder es la injusticia. Pero el mago no quiere ser príncipe en lugar del príncipe, se limita a orientar al más votado por el pueblo en elecciones libres. La princesa y los infantes comprenden que su nuevo papel es alcanzar el mérito para gobernar en el futuro según la nueva legitimidad. Eso parecía muy aburrido, pero era divertido, emocionante y se ajustaba a las rígidas normas fergusonianas. ¡Qué rabia cuando el mago es azotado y ni siquiera el ayudante acude en su auxilio! ¡Qué alegría cuándo la hija del buen comerciante de abonos se enfrenta con el príncipe y, de acuerdo con las instrucciones del mago, le pone en evidencia! ¡Qué ovación cuando el pueblo acaba con la tiranía, el capricho, los impuestos! ¡Qué inmenso éxtasis cuando en el momento cumbre, el príncipe maneja como único argumento las leyes antiguas y el privilegio de sus antepasados, que por un lado alcanzaba a Carlomagno y por otra a Canuto, el Grande, y el mago responde: «Ya lo sé, alteza: los seres humanos son siempre ingeniosos a la hora de justificar sus propias abominaciones». En cada ciudad, el público salta, se excita, deben intervenir los guardias… A veces, llegada a ese punto, la función se ha detenido hasta media hora. Los ricos y los pobres y los guardias aplauden. Desde la calle, se oyen voces de timbre emocionado.

La mejor explicación: es una fábula sobre la historia de los Estados Unidos. Es el afán de lugares menos afortunados, como esa Nueva Escocia, que aún pertenecen al Imperio británico. Es la fuente de vigor de todos ellos, y todos se sienten «el buen visionario» y todos comprenden el significado de ese «vampiros» del título, aunque nunca jamás salga a escena ni vampiro ni fantasma ni cosa similar. Un «vampiro» significa lo que cada uno desea y, desde luego, cada persona sabe mucho sobre quien cree su «vampiro». Además, a esa edificación se añadía el atractivo morboso de la princesa lujuriosa (que había causado a Roberta algún que otro malentendido tras las funciones), las reverencias sin cuento y sin fin, los antiguos ceremoniales y la general decrepitud del viejo y ahora devastado continente.