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Roberta Ferguson sigue refugiada tras su biombo. Después de maquillarse, se acerca aún más al espejo, se ladea, ciñe su vestido de princesa Rasmidessen, logra convencerse: «Nadie diría que ando en los cuarenta». Se mira el cuello, las manos, el vientre liso, se gusta. Tres partos con éxito y aún de buen ver. Se alza el pecho para que asome la simetría del escote. Eso agrada al público, por mojigato que sea. Además, su personaje simboliza la corrupción de un mundo agónico y, ante todo, lejano.

La amplia secretaría del ayuntamiento será durante unos días camerino improvisado: una atmósfera granulosa, polinizada de olor administrativo; una luz de atardecer que entra a pico desde altos ventanucos aunque parezca surgir de legajos, contratos y boletines comerciales. Los comediantes vienen y van por la sala, recitan y maldicen y ríen y se animan. Su marido, vestido ya de príncipe, da instrucciones minuciosas sobre la silueta de Europa pintada en el telón, marea a los tramoyistas sobre el modo en que deben alzarlo. El efecto que se logre en el arranque será esencial para dar un aire de ensueño a la obra: rangos feudales, ademanes solemnes, costumbres abolidas… El enano Godard está orgulloso. Su papel de mago Readymade le está valiendo ese verano más ovaciones de las que nunca pudiera imaginar. De hecho, ha cruzado la línea de natural satisfacción para obsesionarse con la excelencia: lleva ensayando desde primera hora de la tarde con las cajas mágicas y ahora se enfada con Henry Ferguson júnior el primogénito de Roberta, quien no muestra ningún entusiasmo en fingirse otro día más el plano y anodino Crispín Treauville. Roberta intuye que su hijo mayor se marchará cualquier día tras una enconada discusión con el padre, su réplica exacta. Ella recibirá una despedida formularia, respetuosa. Henry júnior nunca ha necesitado de sus cuidados, ni los desea. Desde muy pequeño se cubrió con una máscara de mando —graciosa, al principio— y una zalamería muy calculada. Sabe imponerse. Tiene las mismas cualidades que su padre en mayor grado y, sin duda, posee las que el otro se limita a simular: nunca duda, maneja a los demás con habilidad y, cuando utiliza a alguien, sabe compensarle de algún modo. El mundo agradece, pues, su virtuosa existencia.

La única debilidad de Henry júnior —porque el cariño y la necesidad de proteger suponen para él una debilidad, sin duda— es el pequeño Cristopher, el hijo menor, quien ahora, disfrazado de pequeño infante Christian Rasmidessen, monta un caballo imaginario y relincha de aquí para allá. Roberta no ha tenido hermanos; por ello le asombra el instinto de responsabilidad del mayor hacia el menor como el implacable trato al mediano, William. Y no es sólo porque William sea más inteligente que Henry júnior —eso lo sabrá en su ordenado fuero interno—, influye sin duda la convicción de que tal inteligencia en ese carácter sin ímpetu ni método es desperdicio, una broma de Naturaleza. Y no sólo es la mentalidad fantasiosa. Influye la irritante manía…

Vestida ya, Mrs. Ferguson camina por la estancia para hacerse con el vuelo de la ropa, gesticula, recuerda el caminar de María Antonieta y sus ademanes: tuvo, desde luego, la mejor maestra. Enseguida, regaña desde lejos al pequeño Cristopher, sudoroso y reluciente el maquillaje con tanto brinco, y percibe en William, sentado a una mesa de escribiente, lo que tantas veces ha sido causa de aprensión.

Aunque se halle concentrado en lo que él nunca se atreverá a nombrar «juego», William empieza a guiñar los ojos, diez veces, quince, sacude la cabeza como un perro mojado, se le desboca la mueca y se enfada consigo mismo como suele enfadar por idéntico motivo a su padre y a su hermano mayor. Mrs. Ferguson pensaba que, tras la primera infancia, esa enfermedad nerviosa, de no desaparecer, se aliviaría. Ella misma la padeció hasta los siete u ocho años y luego sólo se ha manifestado en casos muy extremos. Está convencida de que es una lacra familiar; y la prueba de ello es que el abuelo Benvenuto, sólo ver en William la primera manifestación del espasmo, se puso morado de ira, clavó la vista en Roberta, echó mano del bastón y, de poder alzarlo, la hubiese golpeado. Luego, el viejo sufrió un nuevo ataque de apoplejía y… sobrevivió. Ahora permanece en el hotel, convencido de que se halla en Roma a la espera de una audiencia, al parecer decisiva, con el Papa. Le dejan entretenido dándole unas pocas monedas para que las cuente una y otra vez y, a sus noventa años, se siente orgulloso de ser contable de la empresa.

Como William sigue sentado y abstraído para no empaparse del trajín de la compañía que antecede cualquier función, Roberta busca una silla y se sienta junto a él para evaluar cómo va hoy esa manía facial. William piensa mucho: la vista fija en el mapa que él mismo ha trazado y por el que desliza botones, carretes de hilo y dedales de varios colores y tamaños…