3
—¿Se ha ido? —pregunta Rosella.
Martín no cree necesario contestar. Le pide ayuda al enano Godard para levantar la mesa del salón. El resto les imita y levanta sillas en el estropicio de vajillas rotas, el carillón desarmado, tintineante, las sucias láminas de París, la cubertería de plata amontonada en cruces por el suelo como el acero de los vencidos, iniciales grabadas que muy poco significan. El resultado de un saqueo racional y, al fin, ineficiente.
Acomodan a Benvenuto en el sofá destripado y luego se sientan los comediantes en torno a la mesa. Martín prefiere el suelo. La espalda contra la pared, la carpeta en las rodillas.
Sólo el tenue resplandor de la media luna da una pincelada de claroscuro en tanta desolación. Martín evita pensar los hechos, de importancia siempre variable, que ha ido sucediendo en ese lugar; desde los achuchones en la cámara secreta hasta los aromas de cenas suculentas, las ilusiones desbordadas en lemas exaltados, las medias verdades y la fragilidad que, en grados superpuestos de esa fiebre devoradora, han relampagueado sobre una familia descompuesta.
¿Aún podía pensar que Emmanuelle confabulaba algún plan secundario y ahora los tenía ahí reunidos, justo donde quería?
Ese monstruo de Saint-Just lleva razón a medias: la propia mente es un sofista, el peor abogado, el juez más corrupto. Es imposible que Emmanuelle les traicione y desprenda a la vez un dolor como un aroma en cada mirada que ha evitado, en cada movimiento que no ha hecho. Todo eso le hace sentir por esa mujer, quizá por primera vez, oleadas de admiración y de afecto. No puede pensar siquiera en la posibilidad de que todo lo que ha vivido con ella tenga un sentido, algo que se desarrolle con armonía y tenga nombre y se pronuncie con sonido humano en los libros, en algún poema, en otra vida.
—¿A qué hora dijo esa mujer que vendría? —Rosella sigue preguntando, ajena del todo al sentimiento de los demás.
—Ella no vendrá, será un amigo quien lo haga.
—No me fío de ella un pelo… —insiste Rosella.
—Como si ella no lo supiera, ni lo supiera yo.
—Es una fanática, una incendiaria, una puta convencida…
—Sí, y nosotros la familia real… ¿Crees que le importamos a alguien, Rosella Fieramosca, aparte de ser nombres en una lista, un rasguño en un legajo, una tarea entre mil? Por una vez deja de tomarme por tonto y piensa en algo más y más allá. ¿Se hubiera tomado ese trabajo siendo nosotros tan poca cosa?
Es fantasiosa, cicatera, resentida, ególatra, banal a veces, malpensada y malhablada, la domina un reproche hacia la delicadeza del trato social, mande quien mande, y un desaforado puntiglio; sin embargo, nunca ha sido malévola más allá de su apariencia defensiva contra ese mundo que su padre edificó para que otro mundo mayor lo destruyera indiferente. Rosella Fieramosca le mira como si le perdonase la vida, y puede que sólo lo haga para hacer gracia, en cómica siempre. Cómica antes de ser cómica.
—Algunas mujeres son capaces de todo por despecho… —dice ahora Roberta y deja a todos estupefactos por un instante hasta que su madre ordena:
—Tú, a callar… —Quizá Rosella haya vuelto a pensar en cuánto se ha desviado de las torres del señorío de Skylark, de los pabellones y laberintos donde se citan emboscados los padres naturales y las hijas bastardas. Pero mira a Martín y con un deje de sorna le dice—: Sigue celosa…
Y de poco no se ahogan los presentes al sofocar las carcajadas. El rubor de Roberta casi fosforece. Martín mira a otro lado. Rosella se levanta para limpiar la baba de su padre, quien ahora parece tener un sentido recuerdo, nada afectuoso, por un bodeguero calabrés, a saber el motivo.
Y Martín sigue sin mirar a Roberta cuando manda callar a todos.
—Ay, hija mía, pero qué tontina eres… —suspira Rosella.
—Madre, cómo quiere que se lo diga. A mí no me gusta este hombre.
—Ya, ya… —y Catherine huronea en la expresión de Roberta.
—Así, a oscuras, aún tienes un tiento… —piropea Rosella a Martín—: Un bocadito, apéritif…
Y vuelven las risas como si en verdad fuesen a morir todos allí.
Pasa el tiempo y sigue la noche. Lo que empiezan siendo susurros y risas ahogadas continúa en francachela si traen a la memoria el modo en que abandonaron Aix-en-Provence, Aix-la-Chapelle y Aix-les-Bains y a saber qué gafe tenían ellos con los Aix de la Francia toda. Y recuerdan cuando el difunto Marceau despertó tras una noche de melopea colosal en una cueva y con la pata de un oso en el pecho y el oso mirándole con algo más que ternura.
—Y ladeaba la cabeza el oso… —y la cómica Rose Marceau calca una ursina imitación.
—¿Era oso u osa? —pregunta Roberta.
—Ay, hija mía, ¿quién eres tú para criticar, que te me enamoriscas de un rábano con lentes?
Y pasan la noche hablando, como si sólo esperasen el momento propicio de irse sin pagar de una de tantas posadas, otra fuga muelle en los polvorientos caminos de la farándula. Y cuentan un sucedido tras otro, convencidos en un par de horas de que han vivido una existencia superior. Esa actitud desenfadada alivia a Martín, que la necesita. Le gustaría dibujar la escena, la dibujará. Y al pensar en ello cae en la cuenta de que nunca ha dibujado a Roberta, ni a Rosella, ni a Emmanuelle. Al menos del natural. Ya no podrá hacerlo. Y deja de escuchar las aventuras de los cómicos para centrarse en sus planes futuros. Pasarán a Inglaterra, buscará una recomendación para seguir procurando el bienestar de todos ellos. Hará tres series de grabados. El primero, de seguro éxito, será una compilación de los acontecimientos parisinos durante los últimos años. Un humor distante, el que la situación merece. El segundo —a los ingleses les gustan esas cosas—, una historia de la compañía Marceau: las aventuras por los caminos, en las aldeas de novela, en el París revolucionario. ¿Cuál será el final de esa serie? Lo ignora. Quizá el tonto de lord Skylark reconozca a Roberta y entonces Martín se replantee el dilema de la sátira. Olvida en ese punto delicado esa parte del proyecto y se centra en el tercero, el que importa en verdad. Una colección con las mujeres de su vida: Elvira, Rosella, Frieda, Emmanuelle —Gretha Alvensleben, de algún modo, por qué no— y, sobre todo, Roberta: las diosas-ninfas que rigen su existencia, sin orden temporal, todas una. Así, por mucho que su hija consiga una renta por una supuesta bastardía, el hecho de que la primera muchacha de la colección sea tan parecida a la última, anunciará a gritos la verdad. Cuando llegue a Inglaterra escribirá a Emmanuelle. La paz llegará muy pronto y quizá ella reflexione y, ahora lo sabe, porque lo ha visto, ella sea, desde la más áspera y egoísta pasión carnal, la mujer de su vida. Y cuando sale de su ensimismamiento, el de Viloalle se da cuenta de que no ha sido el único en hacer repaso de sus amores, porque en ese momento, Rosella, quien ha echado mano del resto de aguardiente, le está diciendo a la menuda y vivaz Catherine:
—Mírame bien. Mira a esta gorda que tienes delante… —y Rosella coge la mano de Catherine y hace que en la oscuridad le palpe al rostro hinchado—: ¿Quieres que te diga cómo era yo? ¡Este rábano me conocía! ¿Cómo era yo, Martín?
—Una naranja de la China… Pizpireta y apetitosa, más dulce que ácida, por aquel allá…
—Es poca adulación, esa, pánfilo. Además te quedas corto. Nunca ha tenido gusto ninguno este hombre, no le hagas caso, Catherine, querida. No hay más que mirar a esa pechugona que se ha ido. ¿Te has fijado en esos labios y esos ojos, así, enormes? Los de una merluza parecen, boca y ojos. Muchas veces he estado a punto de decirle: «Mira niña, tú, mucha cinturita, mucho leer periódicos y mucha ciudadana, pero eres una merluza y punto…».
—Madre… —censura Roberta entre las risas, y a Martín le posee orgullo de padre.
—Es que digo la verdad, hija. A mí me han buscado los hombres desde niña, no sé qué les daba. Por casa de mi padre venía un viejo que ni un disimulo, oye. Cortesía, la que quieras, pero se alimentaba de mirarme solamente. Me comía. Y me rumiaba luego, tenlo por seguro. Apetencia pura, no he visto nada igual… Me decía que me fuera con él, que conocía a Catalina de Rusia y a Federico de Prusia ¿O es al revés? Da igual. Al rey Luis, el anterior, conocía también, y a los reyes de España y a príncipes de aquí y de allá. Era un protegido del cardenal Bernis. Un viejo bien delicado, muy tierno, sí, señor…
Y en la mismísima oscuridad, Martín puede ver como esa gorda le guiña un ojo a Catherine.
Y Catherine y el enano Godard están desvelando que fueron amantes una vez cuando golpean la puerta del taller.
Baja en silencio Martín. Se repiten tres golpes largos y tres cortos.
—¿Ciudadano Deville? —pregunta una voz, que debe oír pasos.
Aunque la contraseña ha sido la adecuada, Martín no contesta. En verdad, no sabe cuál es el nombre que debe utilizar ahora.
—Me llamo Gustave Lacombe. Me envía la ciudadana Bainville…
—Pasa, ciudadano…
—De ninguna manera. Tenemos que estar en la puerta de Orleáns justo al alba. Es cuando cambia la guardia y salen feriantes, mercaderes y campesinos. Los guardias tienen mucha prisa entonces, porque se les forman colas y están cansados.
Así que bajan todos y se acomodan como pueden en el coche que se ha estacionado muy cerca de la puerta con el fin de que los vecinos no puedan identificarlos.
—Tú vienes conmigo en el pescante, ciudadano —le dice Gustave a Martín—. Aquí tienes los salvoconductos.
Martín revisa los papeles y coge el que lleva su descripción física y se encabeza con el nombre de «André Marignan». Enseguida asoma la cabeza en el aire asfixiante del coche y reparte la documentación entre los viajeros apretujados. Les recuerda la conveniencia de asimilar como propio el nombre falso.
—Somos cómicos, Martino —le dice Rosella, casi con dulzura—. Ser otros es lo nuestro.
Las calles de París son un bostezo de rutina. No hay temor a esas horas: las lavanderas caminan hacia el río, el barreño en la cadera, los pescadores desatan los cabos en el Sena, los centinelas fuman en los puentes, las aguas aún no bajan negras y los vagabundos doblan sus hatillos. Cruzan el río y los dos sans-culottes de turno saludan a Gustave y le preguntan con campechanía dónde va a esas horas. Que a trabajar, qué remedio. Gustave sí vive bien… Au revoir, citoyen…
—En la ciudad no hay problema ninguno… —le dice Gustave a Martín sin dejar de mirar al frente—: Más difícil será lo de la puerta. Aunque no creo que pase nada…
—¿A qué te dedicas, ciudadano Gustave?
—Llevo al ciudadano D’Anton de un sitio a otro. Anoche la ciudadana Rivette habló con él y fue muy convincente, según parece… —Ladea la cara Gustave y deja entrever algo más que el perfil: una verruga, tres cuartos de una sonrisa mellada, estúpida—: Mi compañero Canard va a Vincennes a recoger a su marido. Le apresaron ayer. Le sueltan a condición de que devuelva unos hijos que tienen por Dijon. Se ve que no ha hecho gran cosa, el marido. Hay delitos que no parecen tan serios cuando no se les quiere ver la seriedad y, bueno…
—Facile credemus quod volumus…
—Ahora sí que no te entiendo, ciudadano…
—Que es fácil creer lo que queremos creer.
—Eso mismo, monsieur. Qué buena es la instrucción… Cuántas cosas puede nombrar uno como es debido si le ordenan la cabeza desde pequeño…
No es mal hombre, Gustave. Ni bueno. Uno de tantos. Esos de quien se habla cuando se pronuncia solemne la palabra «pueblo». En tres años, muchos han arruinado su vida para que este hombre diga, como si lo supiese de siempre, un poco como un loro, que es importante la educación. Si Rousseau se hallara en el lugar de Martín, además de unas tremendas ganas de orinar, o quizá por ello, y por el acicate de esa simplicidad ni bonachona, ni mezquina, sino todo lo contrario, le odiaría.
—Si nos detuvieran demasiado tiempo —dice ahora Gustave— daré cuatro gritos, no te preocupes. Estos días importa más el tono y el volumen de las palabras que las palabras mismas. Creo que viene a ser… —y Gustave detiene su reflexión para evitar completarla con «… lo mismo de antes».
No es tan tonto. Más bien, no es nada tonto. A menos que haya aprendido esa valoración hace unos días. Suena perfecta en boca del ciudadano D’Anton. Ya se divisa la puerta de Orleáns y una figura sale de la garita y se sitúa en medio del camino.
—Aún no ha amanecido del todo y no hay casi nadie… Quizá hubiera sido preferible detenerse un momento —duda Gustave, mientras el centinela levanta una mano.
—¿Por qué no has parado entonces?
—Porque hubiera resultado sospechoso…
Martín se deja de paradojas, mientras empieza a distinguir los rasgos casi infantiles del centinela, palpa el salvoconducto en el bolsillo de su chaleco y se pregunta qué es ese chispazo a la altura del hombro del guardia. Cuando lo adivina, el costalazo imponente contra el suelo y el terrible dolor del hombro derecho se le confunden con el relincho de los caballos, el chirrido de las ruedas al detenerse y las exclamaciones de Gustave:
—¡Imbécil! ¿Sabes qué has hecho? ¿Sabes con quién hablas?
—No lo sé y quiero saberlo inmediatamente… —al centinela aún no le ha cambiado la voz y, como un gato al que pisan la cola, grita—: ¡Todos abajo!
El disparo ha despertado a alguien dentro de la garita y, ahora, una voz con ligero acento alemán pregunta:
—¿Qué está pasando?
—Trae los papeles que nos han dado, ciudadano Boissel —reclama el centinela, mientras ceba su arma de pólvora—. Ese hombre del suelo es un enemigo de la Revolución.
Martín oye un grito de Roberta y un llanto, y cómo alguien lo sofoca. Oye las pisadas en el adoquín irregular, crujiente la arenilla. El sonido le recuerda al alacrán, no sabe bien por qué, y teme desmayarse.
—Señor… ciudadano —rectifica la voz de Roberta. Quizá llame la atención del centinela llamado Boissel y tiene voz de hombre, de alsaciano quizá, un buen francés, pese a todo. Así que no será de Brandenburgo, de Mecklemburgo, de Rastemburgo, ni de Hamburgo o Friburgo… Martín tiene miedo a tener frío.
—¡Quieta ahí, ciudadana! —ordena ahora el centinela chillón.
—¿No ve que está sangrando? —avisa Rosella, y la voz de Rosella impone mucho.
Martín siente que le rasgan la camisa y abre los ojos y amanece el día de hoy. ¡Anda! ¡Su hermana Elvira! ¿Qué hace? Se rasga la enagua. Vaya… Está preocupada. ¿Por qué le gusta tanto que esté preocupada?
—Vamos a ver y rápido… —Gustave da palmas—: Deja de baquetear el arma y llama a ese Boissel, tu superior o quien quiera que sea.
—No hay rangos en la Revolución —sentencia el centinela.
—Te voy a dar dos azotes en el culo que verás tú el rango… —quizá Rosella esté exagerando un poco. Es raro todo.
—No seas idiota, niño… —ahora es la voz con acento alemán la que abruma al pequeño asesino. El tal Boissel ha dejado de ser un eco en la garita y ahora anda por ahí cerca. Está manejando un papel, arruga o desarruga. Un silencio. Ahora añade—: No es él…
—¿Cómo que no es él? ¡Claro que es él! Es el tal Deville o Viloalle, Martin —y se agacha el niño y Martín lo mataría si pudiese—. ¿Cómo te llamas?
Y al sonido del papel, Martín desvía la vista de la bellísima cara de quien ahora sabe que es su hija Roberta, y ahora ella agacha aún más la vista y se concentra en la tarea de vendarle. Bueno… Lo que ve en el papel que sujeta el mocoso es su propio retrato, el de Martín, invertido, como en un espejo, cruzado por algunas frases en el mal francés de los escribientes de Gottorp. Es uno de los muchos autorretratos que dibujó en el reverso de las reclamaciones sobre el manuscrito del príncipe de Schleswig-Holstein. Lo podrían haber repartido ayer quienes saquearon su casa, lo podría haber facilitado el mismo Rivette, o Emmanuelle. Cualquiera…
—¿He preguntado cómo te llamas? —sacude y pregunta el cachorro de monstruo.
Y Roberta aparta de un manotazo al niño centinela y, al hacerlo, sin querer, por pura reacción, oprime la herida del hombro. El grito de Martín se oye en todo París y, desde luego, los perros aúllan. Martín cree que va a estallarle todo lo que palpita bajo la piel, mientras se da cuenta de que no recuerda el nombre que le han otorgado.
—Deja que mire… —al acento alemán le acompaña un aliento de vinazo. El papel ha cambiado de manos—: No es la persona del dibujo, de ningún modo… ¿Le conocéis?
El silencio que sigue a la pregunta es muy embarazoso.
—Si no le conocen —sugiere el niño centinela—, que se marchen y nos quedamos con él. Luego, que venga quien tenga que venir para decirnos si es o no es…
—No, no, no… Bastantes problemas tenemos ya. Si les hacemos venir y no es él, nos castigan enviándonos al frente.
—Yo quiero ir al frente.
—Tú irás donde te diga. Y ya sabes, hijo mío, que aquí hago mucha falta.
Curiosa discusión entre centinelas, sin duda.
—Padre, usted no entiende que es muy importante para la Revolución que atrapemos a los traidores…
—Calla de una vez… —y Boissel padre interroga sin mucho ánimo a los viajeros—: ¿A qué se dedican ustedes?
Y se explican los viajeros según lo acordado. Y se nombra a Emmanuelle Rivette y enseguida a D’Anton (y ella no le ha traicionado, entonces). Y Boissel padre se disculpa, y mucho, al oír esos nombres:
—Lo siento, ciudadanos. Mi hijo, que tiene el gatillo fácil. Es un niño, como veis. Por favor, no digáis nada…
—¿Comediantes que D’Anton envía a Bretaña? ¿A esta hora? —interroga una nueva voz con mucho brío, que se acerca con botas de montar y ganas de desayunarse unos cuantos arrestos—: Boissel padre y Boissel hijo… Así no vamos a lugar ninguno… —Y a los viajeros—: Explicaos. Y deprisa.
Se explican. Y deprisa.
—¿Y este del suelo no sabe cómo se llama?
—Está muy atontado por la herida. Y todos le hemos llamado Pierrot desde que se unió al grupo —explica Rosella. Y luego, con soberbia, pregunta—: ¿Se puede saber quién eres, ciudadano?
—El capitán de la guardia, bruja. Pierrot, dices… El tonto de la comedia. Y se unió al grupo ¿hace cuánto…?
—Cinco años. En Marsella.
—Ya… —dice ese capitán escéptico—: Cinco años… Pues la chiquita que le cura se le parece bastante. Bueno, en mejor. Apetitosa, sin duda…
—Esa chiquita es mi hija, no se parece en nada a ese pobre hombre y por muy capitán que sea no le consiento…
Hasta Martín lo nota. Rosella se ha delatado de algún modo. Despertar la suspicacia de esos lobos es muy fácil. Adormecerla, casi imposible.
—Acércame ese papel —le dice el capitán a Boissel, padre. Y el papel se mueve—. Es él. Vamos, que si es él… Me parece que les voy a retener hasta que se puedan verificar estos salvoconductos.
—Es el mismísimo ciudadano D’Anton quien los ha firmado —es la enésima ocasión en que Gustave tiene la oportunidad de pronunciar esa frase.
—Ya… Y yo le digo al ciudadano D’Anton que durante mi servicio soy yo el que manda. Sancourt. Honoré Sancourt. Dígaselo al salir del calabozo.
Sin embargo, la voz del capitán ya no es tan firme. Quizá sea tesón de vanidoso. Quizá, al contrario que Boissel, quiera darse a conocer y partir al frente. De todos modos, al discutir lo han estropeado todo. Martín oye cómo se empieza a levantar una algarabía. Algunas carretas se han ido acercando y hay cola y espera. Las voces de protesta se dejan oír. Gustave arriesga mucho con ese capitán vanidoso. De pronto se empieza a hablar de Revolución, de jerarquías, de igualdades, de indisciplina, de que así no se ganan las guerras… Nuevas voces llegan y se unen al encendido debate, a la degeneración grotesca de la escena hasta que una voz sobresale de las demás y grita:
—¡Callaos!
Y no ha sido el capitán de la guardia, ni los otros soldados y centinelas, ni Gustave, ni Rosella. Roberta se ha incorporado y Martín sólo le ve los pies. Ha llamado la atención de todos y ahora declama:
—¡Ciudadanos! ¡El tiempo de la vida es corto, pero será demasiado largo si lo gastamos cobardemente! ¡Si vivimos, vivimos para pisar cabezas de reyes! ¡Si morimos, hermosa muerte si con nosotros mueren príncipes!
Sólo un silencio.
Y enseguida, el rugido, siempre unánime, exaltado:
—¡Viva la Revolución!
—¡Viva la Patria!
—¡Muerte al invasor!
—Que suban y se marchen —no tiene más remedio que decir el capitán. Se libra de un encontronazo con los poderes, quizá. Nadie puede discutir que esa llamada carece de contenido revolucionario, la dignidad y el arrojo que reclama. Eso sale de muy adentro o no sale.
Qué frío…
Manos y más manos palpan a Martín, le elevan al cielo. Se mueve y oye un lento rodar. Ha sido su hija quien le ha salvado, piensa que piensa. «Qué coraje», piensa. Y piensa «¿Qué va a ser de mí?», cuando hubiera deseado seguir pensando en Roberta. Y piensa: «Ay, la verdad, qué mala puta…».