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—Orina…

No lo parece. Sin embargo, ese término vulgar gana mucho enunciado al modo de quien parece salido de un sepulcro, se descubre las monedas en los ojos y recupera con esfuerzo la virtud del habla. Contra cualquier supuesto, la voz «orina» prevé la sugestiva ocasión de alcanzar el mecenazgo que Welldone y Martín buscan desde hace ya seis años. El lugar, Brandenburgo. El año de Gracia, el de 1778. La estación, primavera.

No obstante, el cenáculo tras el rito se ha iniciado de modo muy enfadoso. Un extranjero de acento siciliano, obeso y lleno de verrugas, con más pretensión que logro en indumento y ademanes, se ha extendido sobre el caos que asuela Roma. Lo ha hecho para alejar las dudas que suscita su evidente condición de católico y meridional, también para agasajar a unos y a otros, y adular a un masón de aire noble —un cortesano de Potsdam, sin lugar a duda—, quien desprecia el parche con el objeto de lucir con orgullo el ojo contraído por una fiera cicatriz de duelo o de batalla. El costurón es repugnante: cruza el rostro de la sien a la nariz.

Pero volvamos al siciliano, que trae nuevas con sustancia. Según cuenta, Pío VI, el nuevo pontífice, es una marioneta del cardenal de Bernis, el embajador francés (y antiguo protector de Welldone, aunque ese punto lo desconozca el de Sicilia). Así, mientras los prusianos allí reunidos desdeñan a los franceses, al Papa y el lujo desenfrenado de Bernis y sus catorce carruajes que desfilan por Roma cada vez que el cardenal sale de su palazzo junto con ochenta lacayos, pajes, bedeles, postillones, ujieres y ayudas de cámara, y no dudan del asco que ello ha de producir a quien considere la virtud cívica, Martín se vuelve hacia Welldone y surgen preguntas que, por ser emitidas con el gesto y la seña, no son menos feroces, ni más diáfanas.

Si las aguas del Tíber se han remansado, si el antiguo protector de Welldone es ahora tan importante como el Papa, si le sobran riquezas… ¿por qué no han vuelto a Roma? ¿Por qué siguen ahí, bufoneando entre bufones?

Welldone le mira de soslayo, encoge los hombros, musita «No hay camino de vuelta, no lo hay…» y sonríe a la asamblea.

Algo tiembla en la conciencia de Martín; quizá la pared mágica que agita su hermano Felipe y le muestra a un viejo con cara de ardilla, el propio Martín, agonizando en tierra incógnita. Han sido muchos años en la inopia y el de Viloalle no aguanta más. Está harto de una estafa que sólo le estafa a él. Sin decir una palabra, se levanta de la mesa, y ante la estupefacción colectiva, arroja el vino de su copa al rostro de Welldone. Seguro que entenderá el recado.

Y las voces del contubernio emiten la unánime exclamación.

«¡Oh!»

Sin inmutarse, el Gran Venerable pasa la mano enguantada por un rostro que debería mostrar indignación y no lo hace. En su lugar, cata el líquido con la punta de un dedo, y explica:

—Llevas razón, hermano Libertus, es sangre. A veces, olvido que la trasmigración secular afecta el campo magnético que me rodea…

«¡Oh!», repite la asamblea, aunque en timbre más agudo.

Y Welldone añade:

—Sin embargo, hay remedio para eso. ¿Puede el hermano Libertus acompañarme un instante a ese rincón para que le cuente en secreto cómo evitar la transustanciación accidental de los líquidos?

Se levantan, y mientras Welldone sigue atento las miradas escamadas —que son las menos, pues las extravagancias del Gran Venerable son de índole variada—, ahora, en un grito hecho susurro, pregunta a Martín:

—¿Te has vuelto loco? Hoy tenemos en la mesa a un cortesano de Potsdam… El del ojo rebanado…

—Se me da un ardite… Quiero volver a Roma. Y con usted de la mano. Si Bernis es ahora quien manda, dejaremos de dar vueltas como feriantes ridículos y seguiremos mi tarea y nuestros proyectos.

—¿Nuestros proyectos? ¿Tu tarea? ¿A qué gran tarea debes esa dedicación perentoria?

—Al dibujo en cualquiera de sus maneras…

—¿Al dibujo? —pregunta Welldone, como si sólo el decoro le impidiera caer fulminado.

—Poca cosa será el que dibuje, señor de Welldone, pero figura, qué sé yo, mis garbanzos del alma… Lo que sé hacer y me compensa.

—¿Tus garbanzos de qué…? —Welldone posa una mano de cuero sobre el hombro del discípulo airado y lo vira para hurtar a los mirones el continuo ademán de protesta—: Escucha, ignorante, ya dibujarás, pero es imposible volver a Roma. ¿Es que no has tenido tiempo en estos años para reflexionar sobre el motivo de tu expulsión? Lo he pensado más de una vez y estoy seguro: Fieramosca quiso matar varios pájaros del mismo tiro. La jugada la inició al emplear a otro Philippo Bazzani. Después, organizó una comedia para forzar tu marcha: así, confirmaba los parabienes de algún superior de los treinta y uno que tiene, sin contar la nobleza secular, los ingleses de paso y algún prestamista. Eso mataba el primer pájaro. Y el pájaro en cuestión, si necesitas que lo recuerde, era un calumniador a sueldo: tú. El segundo pájaro caía porque la maniobra alejaba a Fieramosca de cualquier trato con jesuitas o meros sospechosos de familiaridad con la Compañía: tú. Y el tercer pájaro muerto alejaba a un pequeño fauno, tú, de la apetitosa Rosella.

Se pasma Martín ante el hecho de que Welldone haya meditado su caso así de hondo. Pero eso aviva la sospecha:

—Y el cuarto pájaro caía al encontrar un idiota que sirviera a Vuestra Merced: yo. Un trabuco de primera, el que mata un solo pájaro varias veces.

—Me viniste a ver, ¿recuerdas? Nadie te llamó.

Pero Martín no se vence con ese argumento de, por cierto, difícil refutación. Si dijera que no le había quedado más remedio, que le habían ido plantando las miguitas hasta la casa de Welldone, acertaría de plano. Pero no es esa la cuestión, sino aquella donde Welldone no se aventura.

—Señor de Welldone… Si el cardenal Bernis es ahora quién manda en Roma, y si sólo le negó la renta por un desarreglo político del todo pasajero, no habrá quien impida a Vuestra Merced regresar acompañado de quien sea y retomar…

Martín se interrumpe, porque Welldone se ha llevado la mano al mentón con aire reflexivo. Frunce el ceño y mueve la cabeza otorgando razones. Quizá sus palabras contengan cierto sarcasmo:

—Martín, querido… ¡Qué gran idea acabas de tener! ¿Por qué no se me habrá ocurrido antes? ¡Es cierto! ¡Volvamos a Roma ahora mismo! De hecho, ¿por qué nos hemos pasado seis años dando vueltas por los estados de comedores de sauerkraut, o repollo, cuando nuestra vuelta a la Urbe hubiera sido aclamada y celebrada en olor de triunfo imperial? ¿Te he contado, Martín, que en la última entrevista que mantuve con el cardenal Bernis, llevado de tu misma crispación por lo arbitrario de aquel ambiente y dominado por el diabólico impulso del instante, llamé a su Eminencia, antiguo ministro de asuntos exteriores del rey Luis y embajador de Francia en el papado, chinche rijoso, mofletudo y vidrioso, patán salido y ruin, eunuco inicuo, chimpancé vil, maligno, siniestro, insolente, cínico, sifilítico, artero, engañoso, hipócrita y, sobre todo, nulo, torpe, ineficaz, antiguo protegido de rameras y gran proxeneta… Te dije algo de eso?

—Creo que en su día no detalló con tal precisión, señor de Welldone.

—No gusta evocar ciertas cosas… Lo que acaba de suceder y no habrá de repetirse nunca, por ejemplo ¿Volvemos a la mesa? ¡Hemos de impresionar al del ojo a la virulé! ¡Y la mirada del siciliano emana más ambición que luz el faro de Alejandría!

En efecto, el siciliano de tenebroso visaje aprovecha sus desavenencias para explayarse en heroicas fantasías:

—Todo será mejora con tanta máquina moderna y la debida ciencia antigua, en sagaz combinación. Me refiero a un uso correcto y sabio de telekinesia, hipnosis, desdoblamientos, fenómenos ectoplasmáticos y demás artes notorias. Estoy convencido de que pasados ya los años de conflicto que llenaron de gloria a un archihombre por todos alabado, un Salomón del Norte que ha sabido atraer a su corte los más distinguidos sabios de Europa, expandir su reino y crear riqueza, ese semidiós, digo, ese talento de la estrategia militar, de la filosofía natural, de las matemáticas, de la música y del esprit, guarda en su augusto seno las condiciones suficientes para buscar una gloria aún mayor y hacerse amo del mundo para imponer al fin la razón de la libertad guiada en todo el Orbe. Como en verano la tierra cuarteada exige lluvia, Europa y las colonias de esos reinos endebles y mediocres anhelan al Único, al Ungido, al Ultranoble. Un Salvador que eche fuego, que despida luz. ¡Un Titán! ¡La Providencia! Y que todos le sigamos como filósofos templarios que somos. Cada uno en su sitio, desde luego…

El lameculos habla sin duda del monarca de Prusia, Federico II; sin embargo, la alegre invitación de conquistar el mundo a sangre y fuego, que no otra cosa insinúa el siciliano, puede ser válida para cualquier rey a quien repela la compleja balanza del equilibrio europeo, la única garantía de una paz duradera. Es decir, todos, si pudieran, y ninguno, que ninguno puede. El siciliano es, en definitiva, un agitador y un cantamañanas. Nadie lo va a entender de modo distinto, porque la suspicacia no es defecto exclusivo del señor de Welldone o de Martín. Y es muy cierto que, cuando alguien de elevada posición, de prestigio, menciona una idiotez, los reunidos la valoran, más o menos. Y también es cierto que cuando una memez inciensa sin pudor la vanidad del hombre a quien va dirigida se gana una meditación, y más bien más que menos. Pero, ya se ha dicho, lo primero es que se conozca la fuente de la simpleza. Y el cortesano de Potsdam, como la mayoría de los presentes, ignora la identidad del siciliano. Y esa disparatada propuesta en boca de un católico gordo que parece turco y gasta una indumentaria que revienta por las costuras… Lo mismo que dice en Prusia, lo dirá en Versalles, en Nápoles, en Londres o en cualquier lugar donde la destemplanza oratoria sea remunerada. Por ello, el ciclópeo ojo del cortesano se posa un instante en el de Sicilia como si fuera ventana a un árido paisaje y, tal como mira, lo deja. El siciliano percibe que ha sido obviado y sugiere a Welldone con ojos implorantes que respalde su discurso, a saber por qué motivo y a cambio de qué. El Gran Venerable finge atender las no muy lejanas lejanías. Cuando el siciliano se hunde en el fango movedizo de la yerma adulación, Welldone sonríe. Y el significado de su sonrisa es inequívoco: «Fantoche primerizo».

Y dice Welldone:

—Tal como Homero refiere de Aquiles, cuyo espectro conjura Ulises en las regiones de ultratumba, los muertos no pueden hablar hasta que no han bebido nuestra sangre. Como acabáis de ver, aquí, el hermano Libertus, siguiendo mis instrucciones, me ha hecho beber vuestra sangre según el más antiguo rito de Eleusis: el tangible golpe de vino. Ahora, he bebido vuestra sangre y, desde la Antigüedad, voy a desvelaros el presente con la debida perspectiva. Me sumerjo, pues, en los abismos del tiempo. Ahora vuelvo.

Así que Welldone hace temblar los párpados y su voz deviene truculenta, solemne y cavernosa:

—Orina…

Así que no todo es desesperanza y segura merma de coraje en esa velada que tanto se parecía a las demás. Por muy vulgar que sea el comienzo del discurso —y porque ha oído antes su referencia, menos enigmática que preocupante: «Ah, ya verás cuando saque la orina a relucir…»—, el de Viloalle intuye que ese talento especial de Welldone logrará que el tono ascienda hasta alturas insospechadas. En efecto, aquella palabra inicia la pièce de résistance del Gran Venerable. Y eso significa nada menos que se lanza a ganar la consideración del posible mecenas, o del enviado de un mecenas cuya envergadura es comparable a su mismo apodo: el Grande.

—Orina…

Los hermanos se miran unos a otros. Murmuran. Alguna boca sonríe confundida y otra hace muecas sobre aquella impropiedad y ausencia de goût a medio banquete.

—¿Viene el oro de la orina? —se pregunta el de Welldone, transido—. ¿No será una burla que el desvelo alquímico de tantos siglos sólo sea una búsqueda de la fórmula urinaria y no áurea? Fórmula es forma y orina es oro. La armonía de las esferas es orina. ¡Las siete cuerdas de la lira de Apolo! ¿Qué son? ¡Orina son! ¿Y la filosofía natural de Newton? Orinilla… ¿Y la Historia Secreta de la Hermandad? Fórmula formularia de la forma, áurea orina…

Se protesta ante lo inaudito. Sólo el siciliano envidioso y el cortesano tuerto —fascinado por el barniz de novedad y escándalo— desafían a Welldone para que siga improvisando. Los demás comensales, gente de bien y poco riesgo, tras un momento de confusión y duda, han recuperado el saludable apetito de esas regiones.

—¿Y quién eres? —pregunta el siciliano gordinflas, quien al parecer es testigo de la trasmigración de los espíritus como si fuese rutina doméstica.

—Soy Publio Anneo Séneca, hijo de Marco Lucio y de Helvia, veo el mundo futuro, poso la vista fatigada en el bárbaro lugar al que ahora llaman Brandenburgo y revelo el secreto de quien es mi caro discípulo, y no me refiero a Nerón, sino a Jean-Jacques Rousseau. ¿Hombre de salones? ¡Qué más quisiera! ¿Buscador de oro? No, de orina. ¿Alquimista? No, philosophe. Una filosofía que arrastra adeptos de alta alcurnia y de baja estofa, pues a aquellos les motiva con la vibración irracional del buen salvaje y a estos les insufla el aliento de la igualdad. Dicho esto, añado que mi regreso del pasado tiene el fin de comunicaros que la prestigiosa filosofía del eximio ginebrino se basa en la orina. Y, aún más importante, esa fuente espuria no es motivo de que el resultado moral sea menos elevado.

—¿Y cómo es ello, Gran Venerable? —pregunta el noble tuerto, gozoso de su descubrimiento, ansioso de llevarle a su rey la noticia de una filosofía charmante et épatante.

—Sé que Jean-Jacques padece un mal de la vejiga urinaria que sólo le permite destilar su áurea orina gota a gota y, a veces, lamento decirlo, evacuar en el instante menos adecuado y sin el auxilio misericordioso de la propia voluntad. Eso le provoca no sólo un padecer físico, sino otro, más agudo, de cariz nervioso. ¿Intentó Jean-Jacques lucirse en sociedad antes de su retiro? ¡Claro que lo hizo! ¡Claro que supuso que su inteligencia era pasaporte a los más civilizados salones! Y, como la mayoría, se entretuvo en soñar que alguna deliciosa criatura le preguntaba: «Dígame, señor Rousseau, ¿qué es el mundo?». Y, él, sin dudar un momento, replicaría: «La belleza de madame y todo lo que no es la belleza de madame…». Pero no le preguntaban eso, ni nada que diera ocasión a una respuesta ágil y epigramática. Además, ese no es su fuerte. Así, antes de contestar, y como siempre valora los pros y los contras de sus respuestas, notaba ese dolor intenso entre las piernas, ese puño de hierro estrujando la víscera, esa risible mancha en el calzón, y huía… Al llegar a casa, se echaba a llorar. Y no tenía más remedio que consolarse conmigo, que le hablaba a través de los libros y le decía: «Que el hombre no se deje corromper ni dominar por las cosas exteriores y sólo se admire a sí mismo. Que confíe en su ánimo y esté dispuesto para cualquier fortuna. Que sea artífice de su vida». Ahí estaba la respuesta. «He de salir de este mundo de hipocresía», interpretaba. «He de vengar la burla de Naturaleza», interpreto ahora mismo en su lugar. «Haré mi soledad heroica», concluía. «Y, desde luego, mis conclusiones serán las conclusiones del mundo», digo yo que se decía. En resumen: tenía que dar apariencia de razonamiento a lo que en sí misma era ridícula propensión de salud y carácter. Eso le llevó a edificar un sinfín de construcciones mentales: una filosofía, en efecto. Además, y con motivo, se impuso la oscuridad del propio personaje, la excentricidad. Aquel, elegido y distinto, que apenas se asoma al mundo y, de paso, no se mea delante de todos. Y ustedes, señores, leen con admiración las conclusiones del mundo del señor Rousseau gracias a las jugarretas de la orina. ¿No es oro la orina? ¿Quién, en los tiempos futuros, ligará la filosofía de un regreso a la Naturaleza y la Igualdad entre los hombres con las vulgares ganas de relajar a gusto la vejiga en la humeante cepa de un roble, lejos del mundanal ruido? No contesten: nadie lo hará.

Sólo entonces Welldone recupera su estado, por así decirlo, mortal. Y sonríe al cortesano de Potsdam. Y toma Welldone una botella de vino blanco del Rin de entre las muchas variedades que la mesa ofrece, llena una copa, la alza en amago de brindis y arroja el contenido al rostro de Martín.

El semblante de Viloalle, adusto en los últimos años, permanece así mismo, cuando no más. Sin embargo, al preguntar Welldone:

—Hermano Libertus, ¿a qué sabe ese líquido que, derramado, llega a sus labios?

Martín responde:

—A ciencia y talento, Gran Venerable. A elixir del autor de Julie ou La Nouvelle Héloïse y Du Contrat social.

—Y eso ¿significa?

—Que la vista puede confundir con orina este elixir ambarino. Pero andarían errados…

Y aplauden todos y pican con los nudillos en la mesa y se regocijan y de qué modo y cuánto tiempo.

Y el gozo se multiplica cuando, terminada la cena, desaparecidos en la tiniebla de la noche el siciliano verrugoso y los demás, Welldone y el cortesano de Potsdam hacen uno de esos envidiados apartes en ese mundo aparte, y tratan secretamente entre paredes secretas.