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Y entonces duermen. Sin sobresaltos ni inquietudes, como cachorros a cobijo en las ubres de Francia. Nada pueden hacer los antiguos poderes, salvo arañar pizarras de ignominia. Así, el periódico Amigos del Rey sólo acumula más sopor al feliz cansancio, cuando sus imprentas gimen lamentos de este cariz:
Virtuosos y considerables realistas: la élite de los defensores de la religión y del Trono seguirá enfrentándose a la monstruosa y viscosa materia de los principales enemigos de la Iglesia y la Monarquía: judíos, protestantes, deístas; todos libertinos, tramposos y asesinos, por mucho que se engañe al populacho con festejos paganos, dignos de tribus caníbales, y por más que día tras día se disuelvan las inmutables y sagradas leyes…
Pocos hacen caso. Sin embargo, esos pocos han descubierto que sus entrañas están hechas para el frenesí de la continua novedad, para el gozo de la disputa. Así, basta una quincena para que muchos despierten con el eco de aullidos impresos. Aunque nadie firma el libelo, Lo que se ha hecho de nosotros…, cada frase supura el marchamo de su autor:
Ciudadanos de todo rango y edad. La Revolución sólo ha sido hasta ahora un sueño doloroso en el que el auténtico pueblo ha sido olvidado y amenazado. Las medidas tomadas por la Asamblea Nacional causarán nuestra ruina. La suerte está echada. ¡Corred a las armas con aquel valor heroico que el 14 de julio y el 5 de octubre salvó por dos veces a la Francia! ¡Acorralad al Rey y al Delfín para que respondan de cualquier posible represalia que llegue del extranjero! ¡Encerrad a la Austriaca para que abandone toda conspiración! ¡Apoderaos de los ministros y de sus empleados! ¡Cargadles de grilletes y cadenas! ¡Ganad el parque de artillería, los almacenes y molinos de pólvora! ¡Distribuid los cañones y la munición por los distritos! ¡Corred, corred, si aún es tiempo! De lo contrario, veréis caer sobre vosotros numerosas legiones enemigas y veréis levantarse de nuevo los órdenes privilegiados y el horrible despotismo volverá más formidable que nunca. Quinientas o seiscientas cabezas cortadas os asegurarán el reposo y la dicha: la humanidad mal entendida de la Fiesta de la Federación ha contenido el poder de vuestros brazos y suspendido la fuerza de vuestros golpes. Nos toman por niños o eunucos. Eso costará la vida de millones de humanos que han vitoreado a quienes serán sus verdugos. Si nuestros enemigos triunfan, la sangre correrá a mares. Os degollarán sin piedad. Y a fin de extinguir en vosotros el amor por la libertad, sus garras arrancarán el corazón de vuestros hijos en el vientre mismo de sus madres.
—Marat… —señala Rivette sin titubeo—: Y siguen negando el nombramiento de Mirabeau…
En la Asamblea se alteran los ánimos. A veces, no bastan las palabras y asoma el acero. Bonillé mata en duelo a La Tour d’Auvergne. Barnave se bate con el vizconde de Noailles y con Cazalès. Castries hiere en el hombro a Lameth. Se rumorea entre risas un posible duelo entre el abate Maury y el abate Fauchet. Y siguen las risas cuando alguien desliza la ocurrencia de que, en el último caso, se ha respetado al menos la primera y obligada regla del duelo: que sea entre iguales. Y esas mismas risas cesan de golpe cuando una voz interpela al bromista con un frío «¿De qué oscura igualdad hablas? ¿Qué insinúas? ¿De qué lado estás?».
—Y a Mirabeau sólo le dejan hablar… —se lamenta Rivette tras digerir un bocado de garbanzos en esas cenas que, muchas veces, se iluminan con el enumerar las muchas reformas que la Asamblea lleva a cabo, y otras se ven oscurecidas por el áspero descontento de quienes pierden y de quienes no ganan.
Hay herencias venenosas: el obligado origen aristócrata de los oficiales causa el motín de los regimientos en Nancy. Mueren quinientos hombres, por redondear.
—Ya podemos considerar hundido a La Fayette… —sentencia Rivette—: Mirabeau a la espera…
Cincuenta mil sacerdotes, de obispos a párrocos de aldea, se niegan a jurar la Declaración y dimiten de sus rangos y obligaciones, o los ejercen a escondidas. La Voz, queda al principio, bien tonante después, aúlla: «¡Colgad a los curas! ¡Al farol quienes no juren!». Ante esos hechos y esas blasfemias, desde el Vaticano, el Papa condena la constitución civil de Francia, los Derechos del Hombre y los principios sobre los que se fundan. En el Palais-Royal se quema al Papa en efigie. El Papa, a su vez, rechaza las credenciales del nuevo embajador francés, y su antecesor en el cargo diplomático, el anciano, benemérito y reverendísimo cardenal Bernis, se desentiende de la propia Francia. Y los romanos aplauden a su eminencia cada vez que sale de palacio con sus catorce carruajes y ochenta lacayos, pajes, bedeles, encargados de caballerizas, cocheros, postillones, ujieres y ayudantes de cámara. Los artistas franceses, becados de la Academia —quienes se reúnen con otros franceses en la Respetable Logia de la Reunión Sincera—, toman una extraña simpatía al encarcelado Cagliostro, símbolo, al parecer, de la libertad esclavizada por el dogmatismo. Y lo hacen con el valor de la generosidad de la juventud y su completa ignorancia.
Entretanto, el de Viloalle recuerda que fue el mismo Bernis quien antaño financió y abortó la logia romana de Welldone, que Cagliostro es un rufián y que sería mejor olvidar la villana insignificancia de esos personajes.
Al llegar a casa, y sin Emmanuelle con quien retozar, fantasea con variaciones de los grabados de Piranesi: el tráfico de barcas y pescadores bajo el puente Fabrizio, el Coliseo, el Panteón… Las ruinas…
Percibe que Piranesi agiganta y magnifica los edificios antiguos, mucho más pequeños en su memoria. Y ve en todo ello un hilo de oro: ese patrón escondido, muy tenue, que define en una época toda obra humana y toda circunstancia, como mostrara Welldone sobre la supuesta genialidad militar de Federico en Leuthen una noche amarga. Así, Piranesi necesita realzar lo colosal, lo marmóreo, lo antiguo, como si brotase de modo súbito y con vigor espléndido entre la vulgaridad, cuando ha sido al revés. Ahora, lo Antiguo es más Nuevo que lo nuevo, viene a decir. Toda actitud pugna por superar la capacidad humana; todo gesto es monumento y requiere admiración; todo se halla contagiado de grandeza y hasta lo repulsivo imita la grandeza. Y ese afán de ver en cualquier sitio héroes y semidioses y temibles conspiradores es uno más de los infinitos senderos que el Hombre ha hollado para convertirse en imbécil, desde el Origen mismo, cuando el aliento de Dios rieló las aguas.
Martín se sabe contagiado de la fiebre del exceso, pues ha convertido en pasión la necesidad de aliviar el instinto.
Por ello, cuanto más le evita y le rechaza Emmanuelle, más arriesga en un juego tan vicioso como el mismo vicio. Se consume de celos Martín, y se rebaja en vano por los recodos de las habitaciones, atento al beso que nunca llega. Cada noche espera durante horas a que cante el gallo y, al poco, cruja la madera de los escalones y Rivette silbe en la imprenta, para atisbar a oscuras la alcoba del matrimonio, rastrillar las sábanas con los dedos y reparar en que allí no está quien desea. Hace días que, silenciosa como la brisa, Emmanuelle se levanta al alba y realiza encargos que antes eran cosa de Rivette. Ahora es una vieja cocinera quien se encarga de sus labores, y si Rivette acude tras la cena a la reunión de algún notable, Emmanuelle le acompaña. Martín se queda jugando a naipes con la vieja, que hace trampas. Martín se deja hacer, porque sabe que la vieja sabe; que eso las mujeres pronto lo saben. La vieja le saca hasta el último ochavo.
Cada tarde, el de Viloalle pasea sus agitaciones. Se agazapa frente a los Jacobinos o los Cordeleros y de los antiguos conventos surgen proclamas como rumor de oleaje en una cueva. Emmanuelle sale al fin con otras mujeres. Es otra Emmanuelle, desconocida, aún más parlanchina que su marido, la que discute, escucha y opina y rebate y se enoja, mientras las faldas y el contoneo y los saludos doblan la esquina.
Sólo le queda el sucio y voluptuoso París. Contra el tenebroso cielo de lo oficial, las calles siguen animadas y excitantes, pero es amarga cosa advertir que a él, las mujeres ni le miran. Si tropiezan con su cuerpo, se diría que lo han hecho con un saco. Le consta que ha perdido pelo, que nunca fue alto, ni fuerte, ni apuesto. Le engañaron las satisfacciones de Emmanuelle. Pero ya que aprendió a engañarse, aprende a creerse invisible. Esa idea fomenta, al menos, que se crea inadvertido con su cuaderno de dibujo, las tablas de la ley de su rabia.
No dibuja el de Viloalle los grandes sucesos, tal como hacen al unísono, y como una sola y torpe mano, los vulgares artistas de éxito, sino que pasea por el Sena y lleva al papel los bululúes, las bojigangas, los guirigáis, la corrupción de la commedia dell’arte que exhiben los cómicos ambulantes. En esa zafiedad ve más misterio que en mil piranesis. Sin esencia ni patrón y aun así enigma estrafalario.
Ahí están los zancos, las caretas, vivos colores. Decorados de basta fibra, donde se han pintado a brochazos alcobas reales, jardines y confesonarios… Putillas emperifolladas como antiguas damas de la corte, ajenas al hecho de que, creyendo exagerar, en verdad se quedan cortas. ¡A la marquesa de Krenker tenían que haber visto! ¡Un rostro encalado que impedía el mínimo gesto facial! Pero qué más da si el público ovaciona. Los diversos escenarios que recorren la orilla basan sus historias en las novelas prohibidas que, hace unos años, exageraban las intrigas venéreas de cortes y conventos. Suena música esmirriada, el timbal redobla, desafina un corno de caza y un heraldo sin piernas en una caja rodante anuncia las «verdaderas y escabrosas, censurables pero divertidas, historias de la cruel y vieja aristocracia…».
Y en las diminutas casetas, se reviven El desayuno con pepino y mermelada à la Pompadour, La vera historia de la Du Barry, El perro tras los frailes y Los frailes tras el perro. Escenas canallescas: el hallazgo de un odio secular, una pugna entre la burla, la envidia y una hipocresía del todo nueva que exhibe con malicia lo mismo que, al parecer, censura.
En uno de aquellos tenderetes burlescos se pueden ver los amores de María Julieta, reina de Fragancia.
Una dama de enorme miriñaque, beoda y con la corona torcida, jura amor inagotable por los súbditos… Y la voz que va de la palabra al gemido se interrumpe cuando llega al clímax, y es entonces cuando la amplia falda se abre como una compuerta y de allí dentro sale un petimetre («¡Oh, cuñado, estabais ahí!»), y sale otro («¡Oh, apuesto capitán sueco, no os había visto, aunque siempre os siento muy próximo!») y sale una tercera persona («¡Oh, buen jardinero, qué bien regáis el seto!») y aun sale una muchacha («¡Oh, primera dama, qué cosas pasan cuando se ama tanto!»). No hace falta mucha agudeza para entender y el público lo pasa en grande. Los actores hacen piruetas, sacan la lengua como gárgolas, se bajan los calzones o se levantan las faldas. Todos, excepto la cómica que se finge sáfica dama quien, lejos de cualquier farsa o simulación, clava la vista en Martín. Este, porque se sabe invisible, mira hacia atrás por si la cómica ha visto guardias nacionales o espías de la facción más puritana de los jacobinos. Cuando la mirada de Martín vuelve al escenario, la fingida princesa de Lamballe sigue atónita, y María Antonieta disimula la torpeza de la muchacha golpeándola con un abanico. «¡Vamos, princesa, no os finjáis primeriza en saborear golosina austríaca!»
¡Cómo ríen todos cuando la joven, azorada, se esfuma entre bastidores!
Martín dibuja la falda de la reina, el miriñaque-compuerta, los garabatos que más adelante serán los personajes de la farsa, las nucas y sombreros del público y, licencia artística, se inventa un rostro en la multitud que mirará con fría obscenidad a quien examine el esbozo.
Acaba y decide volver a casa, ajeno a otras voces de la farándula. Desde el día mismo de la Federación, no ha vuelto a encontrar a la variante de Welldone con acento alemán. Se habrá ido de tournée, o algún nostálgico que no pisa la calle le hospedará en un salón adornado de telarañas y el revolotear de pan de oro cayendo del techo agrietado, para que renueve mentiras sobre la douceur de los buenos tiempos, o de los antiguos, pero que sea douceur y no gesta y sangre y cañonazos ideológicos o el zumbido plebeyo del escarnio.
Lleva caminado un trecho cuando de entre los carromatos asoma la princesa de Lamballe, la amante sáfica de la reina, cuyo pasmo acaba de presenciar.
—Señor dibujante…
De cerca y sin la alta peluca de cartón, el de Viloalle distingue la melena rojiza y la verde mirada. Se enfada consigo mismo por no haber reconocido aquel rostro cuando se supone experto en distinguirlos y penetrarlos, devorar la sustancia del gesto y las facciones…
—¿Roberta-Héloïse? —pregunta, mientras disimula la muy grata sorpresa.
—Verle me ha trastornado, señor. Y esa compañía de mendicantes se ha atrevido a pedirme que me fuera. Mirad, tres monedas… Por favor, no diga que me ha visto.
—¿A quién se lo habría de decir, Roberta-Héloïse?
Sin contestar, la muchacha baja la mirada y dice:
—Quiero agradecerle lo que hizo. Antes de acompañarme a casa, ¿me concede el honor de su nombre ya que en la agitada ocasión anterior no se hicieron las debidas presentaciones?
—Martín de Viloalle. O monsieur Viloalle, sin más…
Un brillo en los ojos de la muchacha.
—¿Me espera aquí, mientras limpio este lodo asqueroso de la cara y me cambio de ropa?
Martín espera, silba y se frota las manos. Sólo entiende el dictado de la buena suerte. A su alrededor desfilan figuras de varios estamentos en ambas direcciones, y ni les ve, ni les siente…
No tarda en reaparecer la muchacha, en el puño las monedas, en la boca una sonrisa. Martín saca un pañuelo y limpia un resto de maquillaje en el cuello de Roberta-Héloïse, que se deja.
De camino a la dicha, nervioso como un mozalbete, Martín no deja de afirmar, preguntar y darse importancia:
—Aunque nada diré a nadie, por mi honor te lo juro, Roberta-Héloïse, es preciso que seas informada que a día de hoy no es ninguna vergüenza el ser cómica. ¿Sabes que ya se os considera ciudadanos? Hasta tenéis derecho al matrimonio… —y le ofrece el brazo, como digna ciudadana que es.
—Sí, algo me han dicho esos granujas… Sin embargo, insisto: borre de su mente lo que acaba de presenciar. Vivo en Saint-Antoine, queda algo retirado, pero si vamos charlando… Y la muchacha le pasa mano por el codo, sin vergüenza.
«Sí, ciudadana», piensa Martín. Y se preocupa con el dilema de si al liberar a la muchacha aquel seis de octubre, la alejó de su familia para inducirla a seguir los tortuosos caminos de la farándula, donde la prostitución —la auténtica, no la vocacional de Emmanuelle Rivette— es obligada. Necesita preguntar para sentirse digno.
—¿Y tu familia, Roberta-Héloïse?
La muchacha tarda en contestar. Busca las palabras… Y, al fin, responde lo que Martín no imagina.
—Se rumorea que los extranjeros necesitarán muy pronto una Carta de Hospitalidad para seguir viviendo en París y en la Francia toda. Usted, señor, parece extranjero, y aunque no de posición, bastante seguro de sí mismo y de sus acciones y de la talla de su hombría, por no hablar sobre lo bien informado que parece acerca de las más hondas y secretas inminencias…
—¿Carta de Hospitalidad, Roberta-Héloïse? ¿Quién ha dicho tal majadería cuando millares de extranjeros vienen a la ciudad para cantar alabanzas de cuanto sucede? Ingleses y ciudadanos de sus antiguas colonias, bátavos, suabos, toscanos y rusos, todos celebran el encontrarse por las calles de París como si se les hubiera liberado de una cadena de eslabones de plomo… Hasta españoles he visto, y eso que nada hay tan refractario como… —y entonces Martín baja de su pedestal de arrogancia y comprende—: ¿Y para qué necesitas tú una Carta de Hospitalidad, Roberta-Héloïse? ¿No tendrás acaso un prometido, o quizá un esposo o amigo que pudiera necesitarla? Algún cortesano que esté preparando, yo qué sé… No me tomes por confidente. No quiero saber nada, ni lo necesito, ni te lo requiero.
—Oh, no… De ningún modo, señor. Ni esposo, ni novio, ni amante, ni nada que se le parezca. Soy pura como una camelia…
—… brillante de rocío en la prima luz… Ahora, mírame… —ordena de pronto Martín, quieto en mitad de la calle y estudiando la mirada de la chica, mientras le sujeta el brazo—: ¿Tengo cara de tonto? No vayas a contestar, que es pregunta retórica…
—Pero, señor… —casi solloza la comediante—: Sólo entiendo una cosa en el devanarse el seso que se trae: a diario recuerdo lo que hizo por mí. Y le he buscado por todas partes… Le hemos buscado… Y en mi casa se hacen conjeturas. Y mi madre, que es la extranjera por cuya seguridad temo, sufre de escepticismo como sufre otras calamidades. Y el negar la filantropía no es la peor de entre ellas.
—No me digas que nos encaminamos en presencia de tu madre.
—Eso pretendía, señor de Viloalle.
Martín disimula un gruñido y medita. Aunque no es tan mala situación. En primer lugar, ha sido él quien ha encontrado a la muchacha y no al revés, y esa cabecita, si quisiera dañarle, no sería capaz de un ardid tan bien ligado, y al instante. Segundo: puede solicitar a la madre relaciones serias con Roberta a cambio de gestiones y favores. Tercero: aún le sobra oró de Schleswig para una buena boda y el alquiler de una vivienda propia, incluso con futura suegra, por muy bruja que la vaya imaginando, tanta calamidad como le acecha.
Mientras el de Viloalle concibe un plan maestro, la pareja se interna en el barrio de Saint-Antoine por callejas exiguas, túneles de piedra y ropa tendida donde ni se oye el calmado aviso de relojes de pared, ni es posible alzar la vista al cielo para orientarse sobre la situación horaria. Allí sólo es casi de noche, o de noche. Aun así, los niños juegan, las comadres parlotean y huele a leche rancia y a estiércol sin airear de las traseras de las vaquerías.
Y tras recordar a Martín que no diga a nadie en qué situación se han encontrado, la chica exclama:
—¡Abuelo! —y aumenta la prudencia de Martín, cuando Roberta-Héloïse deja su brazo y corre al encuentro de un viejo sentado en una silla baja, o en un reclinatorio. Ya en la distancia, el anciano se distingue como lelo, o ciego, o ambas cosas, la mirada perdida en el horizonte, si lo hubiera.
Roberta-Héloïse, alegre como nunca, hace señas a Martín de que se acerque.
—Mira, abuelo, este es el señor dibujante que salva a los indefensos… —y enseguida, rebosando entusiasmo, orgullosa de su hallazgo, Roberta-Héloïse atrae la atención del vecindario al gritar—: ¡Marcel, Catherine, madre…! ¡Le he encontrado!
De una de las ventanas, embadurnado de jabón de afeitar, asoma un rostro conocido, que sonríe y enseguida desaparece para bajar, a buen seguro, al cálido encuentro de «su salvador»; pues el rostro pertenece al hombre que cavaba su propia fosa en el Pequeño Trianón la mañana del seis de octubre.
Sin embargo, Martín no está pensando en que los antiguos falsos aldeanos han encontrado refugio y malviven en un edificio ruinoso, donde cada paso es desgarro de madera que sobrecoge el ánimo; ni mira cómo Roberta-Héloïse se asobarca la falda y desafía el peligro que entraña subir la escalera. Martín mira al viejo lelo que lleva prendidas en la casaca veinte escarapelas, lo menos. Le dejarán ahí todas las mañanas para significar que en la vivienda mora el espíritu mismo de la Revolución. Y, mientras Roberta-Héloïse sigue animando el edificio con sus muestras de júbilo, estudia Martín la boca torcida y casi paralizada del viejo, los ojos inmóviles. Esa mirada, impotente para mayor expresión de la ira, está diciendo: «Te mataré…». Pero el viejo olvida enseguida su furia y realiza el único gesto que conserva. Extiende la mano, boca arriba la palma, mientras farfulla un idioma propio, hecho de largos y sinuosos períodos, del todo indescifrable.
«Si me estás pidiendo limosna, vas dado…», piensa Martín cuando alguien reclama su atención.
Y aquel a quien salvó saluda:
—Me llamo Marcel Poulidor y le debo la vida, caballero. Usted es un valiente.
Y Martín, sorprendido por el elogio, entona cortesías que nunca fueron suyas:
—Sólo cumplía como buen ciudadano… Martín de Viloalle. Ese es mi nombre.
—¡Entre otros! —masculla una voz cascada de aguardiente. Y la voz y el retumbar de la escalera, y la conmoción del edificio, anticipa la enorme presencia de una matrona enlutada, con un vestido sucio y gastado, pero de buena confección que, a buen seguro, habrá heredado de alguna dama, como antaño—: ¡Distintos nombres, mismo stronzo! ¿Así que eras tú? Me lo decía el corazón. Te juro que me lo decía…
Cesa la áspera voz de la matrona, y su mudo gesto de cabeza subraya con intención el paso de los años. Luego, coge sin delicadeza la mano extendida del anciano, limpia con ella gárgaras de la boca torcida y, como si fuese la extremidad de madera de un autómata, la abandona al fin sobre la rodilla inerme.
El viejo levanta enseguida la mano mendicante y gime. La matrona le señala:
—¿Has visto qué poca cosa somos? Seguro que más de una vez y más de dos… —y mira a Martín de abajo a arriba con vago cálculo—: Él y su carpeta bajo el brazo. No has prosperado mucho. Anda, sube, que te invito a un par de tragos…
Sólo una espectadora encuentra deliciosa la escena. Es Roberta-Héloïse, quien sonríe y celebra que Rosella Fieramosca, su madre, conozca al insigne salvador.