3
A todo fruto le llega su temporada. Las naranjas que Rosella ha venido a recoger al patio de Martín maduran en invierno, y no es necesario ser el más avispado de los turcos para catar en su figura y donaire que la chiquilla misma está en sazón. Sin embargo, al igual que Elvira, «la hermana que Martín tuvo», Rosella parece emplear al antiguo preceptor como balanza de su encanto. O quizá sólo quiera recibir lo que pide. En cualquier caso, Martín sabe que el no siempre cuerdo Fieramosca lo destazará como se destaza un conejo si se entera de que ha cumplido su lasciva inclinación.
Esa compleja circunstancia le es del todo indiferente a la grácil muchacha, quien ha entrado en casa de Martín con el pecho agitado por la apresurada subida del Trastevere a través del frío y del cierzo. Rosella resopla, deja el sombrero y la cesta sobre la mesa donde Martín dibuja, se deshace del capote, se desabrocha el peinador, se descalza los guantes, se desprende de la toca y, con objeto de sobresaltar al inquilino —pues aquella casa era de su abuelo—, coge el rostro de Martín entre unas manos que ella supone frías, pero arden:
—¿Sabe tu padre que estás aquí?
—Entrego mi desdicha al riesgo de las murmuraciones… ¿Me dejas ver ese dibujo?
La lectura de Manon Lescaut aún hace estragos entre las jovencitas romanas. Sin embargo, Martín supone que a Rosella la ha acompañado Damiana, una gorda criada de los Fieramosca cuyos parientes viven muy cerca. Durante los años transcurridos en la casa Fieramosca, Martín obtuvo pruebas suficientes para intuir que Damiana odia a Benvenuto. Al parecer, la culpa de ese encono la tiene una promesa formulada hace años, y entre arrullos, por el ávido viudo una tarde de lluvia que se evaporó al escampar.
Pero volvamos a la jeune fille, cuyo carácter, en el cambio de edad, se parece al de Giulia como un huevo a un caballo, lo que aún hace más honda la rivalidad de las hermanas. Rosella husmea muy cerca de Martín sin rubor ninguno y expresión de autoridad. Este acoge con agrado el cosquilleo de sus rizos negros. Al sur de un mirar que resulta divertido de tanto fingir malicia, de su nariz respingona, de su boca ancha y de su cuello de garza, Martín aspira el aroma de un ramillete de tomillo que la chica ha encajado en un escote que ya no pasa desapercibido. «¡Qué limpias son las hermanas Fieramosca!», piensa Martín, mientras el temblor de los dedos le obliga a dejar el lápiz sobre el papel.
Ante él, tras semanas de faena que quizá sólo sean tiempo perdido, se halla una minuciosa caricatura, menos grosera de lo que sugiere un primer vistazo, del fresco de la Stanza della Segnatura en alegoría de la verdad filosófica; esa misma que los connaisseurs llaman La escuela de Atenas. Tal como le indicara el señor de Welldone, Martín se ha esforzado en dejar en ese papel, en esas figuras y en esa grandeza arquitectónica, lo que sabe, lo que le importa y lo que es capaz de hacer. Como no ha tenido ocasión de ver la pintura original en el Vaticano, ya que como muchos romanos, y él se considera romano, desconoce la mayoría de las maravillas de la ciudad, se ha servido de una lámina amarillenta que Fieramosca le ha vendido a precio de amigo. Entretanto, la cercanía de Rosella se hace intolerable y pequeños amores revolotean por la caldeada estancia. A Martín aún le queda ánimo para echar la cabeza hacia atrás y comprobar por vez milésima si, por muy caricatura que sea aquello, ha logrado mostrar la sensación de movimiento, de avance, que siempre le ha sugerido el caminar de Platón y Aristóteles entre las filas de sus discípulos y cofrades.
Ríe Rosella, porque reconoce la lámina y adivina lo que Martín ha hecho con ella, y sigue riendo porque se halla envuelta en esa inquieta dicha sin otra explicación que su edad. Pero, de repente, su rostro se vuelve muy serio:
—¡En este dibujo todas las figuras tienen tu cara! ¿Por qué dibujas siempre tonterías? ¿Y por qué destruyes ahora al divino Raffaello? —pregunta una impía Rosella. Esas son las ventajas de crecer entre conversaciones elevadas y trapicheos.
—Es un obsequio para el señor de Welldone.
—Ese hombre me causa estremecimientos. Y no de los agradables…
—¡Rosella! —se asombra el de Viloalle, porque quiere borrar la tenaz figuración de una niña que asomaba la cabeza a la habitación de un Martín recién llegado a Roma, le sacaba la lengua y repetía: «Giulia ti voglie bene, Giulia ti voglie bene…». Martín no comprendía entonces al pequeño personaje, el mismo que, al cabo de los años justos, se limita a exponer una situación:
—Me mira con mucha lujuria, es cierto. Y lo hace ante mi padre…
—Te admira…
—Pues admírame tú… ¿Te gusta mi vestido? —y Rosella da una vuelta sobre sí misma para mostrar cada costura de su vestido marfil con listas cereza. Rosella se mueve y mira con esos ojos negros siempre risueños que sólo un libertino entendería de invitación—: Me lo han hecho en la Strada Condotti…
La moza fantasea. El vestido lo ha heredado a buen seguro de la hija de algún cliente de su padre. Pero Martín sigue el juego:
—Demasiado vestido es ese para recoger naranjas…
Entonces, como si se viera obligada a demostrar la totalidad de sus dones, esa criatura rompe a cantar. La voz de Rosella le trae a Martín recuerdos de su niñez, pues le evoca el chirrido de la verja del cementerio junto a la catedral antigua, a una legua del mayorazgo perdido de los Viloalle. El inextinguible fraseo se acaba convirtiendo en un agradable rumor, pues la simpatía de Rosella es mucha y el recuerdo de los castaños mecidos por el viento ayuda a fingir admiración.
Y calla por fin la niña.
—Exquisito… —miente Martín.
—Y porque no me has visto actuar… —se crece la muchacha. Y propone—: ¡Tendrías que llevarme al teatro alguna vez…
—Eso no le haría ninguna gracia al signore Benvenuto… Además, si en Roma no hay lugar para las cantantes, ya las cómicas…
Sin comentar la prohibición papal sobre las mujeres entregadas a la lírica, ni la fama de rameras de las comediantes, los labios fruncidos de Rosella se acercan de nuevo a Martín, acompañados esta vez por un lento mecer de hombros, como si recordara otra canción, o estudiase el modo de engañar una vez más a su padre, a Martín y al mundo. Una falta absoluta de franqueza y ni un reproche que hacerse. Rosella toma un lápiz de Martín y, dando vueltas al portalápices, se dibuja una peca sobre la comisura del labio. Entonces, ladea el mentón para mostrar el nuevo detalle cosmético tal que si preguntara «¿Qué te parece?» y al mismo tiempo le fuera indiferente lo que Martín o cualquier otro pudieran responder. Es en todo distinta a su hermana Giulia, a la que aún no supera en atributos, pero sí en altura. En gracia, la dobla. «Arruinará a los hombres», piensa Martín. Y tras ese juicio, se levanta de la silla de un modo estrepitoso, casi de un salto, y actúa como si desease atrapar una mariposa con la boca. Cae la silla, mientras la mariposa se deja atrapar. «Es temple de comedianta, desde luego», opina Martín, que sabe del fingido ronroneo de las rabizas por el abundante anecdotario del putañero copista Ferragosto y por nada más. Se desilusiona al no obtener al fin un beso cabal, un beso hambriento y ciego, de novela procaz. Tras una suspensión del tiempo, Martín se da cuenta de su acción y despega sus labios de los otros labios. Rosella aún entreabre la boca y estira el cuello como si se hubiera detenido el chorro de la fuente en que bebía. «Teatro…», sigue pensando Martín, mientras se sienta. Rosella apaga la vivacidad de sus ojos, se vuelve a dibujar la peca sobre el labio y, como lamentando mucho la situación, dice:
—A mí me gustan los hombres mayores…
—Pues mira qué bien… —murmura Martín, en español y con cierto enfado. Y piensa: «Esa pequeña descarada también le tendrá echado el ojo a alguna eminencia».
Pero a Martín se le escapan los motivos de la muchacha. Si ella canta en francés es para mostrar las enseñanzas de su antiguo maestro; si se pinta una peca, o adelanta el pecho como si lo catapultase, es para que él se dé cuenta de que ya no es una niña. Y esa, y no otra, es también la causa de que eluda cualquier muestra de candor. En resumen, Martín no ha entendido nada. Por eso le sorprende el desgarro de Rosella cuando a un punto de la indignación, exclama:
—¡Tú eres mayor…! Stronzo!
Y será entonces cuando Rosella comprenda toda la ignorancia del pánfilo, ya que se aproxima a él y susurra:
—No te preocupes, yo te enseño.
Llegado a este punto, y por discreción, nuestro relato sale a respirar el aire del atardecer romano; no muy grato casi nunca, hay que decirlo. Esa tarde, empero, el cierzo ventila los olores de aguas estancadas, mientras hace caer con golpes sordos sobre hierba y losa las naranjas que Rosella no recoge. Un ganso negro abandona los restos de un carruaje encallado en el fango del río y sobrevuela a ras de agua el curso del Tíber, esquiva las naves ancladas en Ripa Grande, desaparece bajo un puente, reaparece y se vuelve un punto entre remolinos a la altura del castillo de Sant’Angelo. Repican las campanas de San Crisogono, cuyo sonido predomina sobre las de Santa María y Sant Pietro in Montorio, y el simultáneo revuelo de todas las iglesias de Roma. Cerca de las cornisas, donde la hiedra no alcanza, refulgen el amarillo y el ocre, y al volver la calma, todo sonido es más nítido: el relincho de los caballos, el gruñido de los cerdos, el zumbar de las moscas, los pasos veloces. Un golpe de viento dispersa con fuerza el humo de las chimeneas y lo empuja por callejones con tenebroso sonido. Muchos años después, esos rumores, simulando mencionar un nombre, engañarán el oído de los que siempre están dispuestos a creer lo inverosímil, la locura supersticiosa que alivia la falta de ingenio. Poco habrá servido de nada.
Una vez soslayado aquello que la decencia del lenguaje moderno impide describir, veamos cómo Rosella sale al patio con su cesto en el brazo, las mejillas encendidas y las manos ajustando el vestido que una vez cosieran las modistas de la Strada Condotti para alguna noble dama. Así el relato penetra de nuevo en la casa de Martín, el mismo lugar donde todos los rincones cuchichean el pensamiento que se silencia: «Mi padre está en Civitavecchia». Lo menciona la artesa con dos limones, un cuenco de avellanas, una botella de aceite y un salami, y lo susurran los grabados de los maestros en las paredes y lo silba el calor de las llamas que rebrillan en las sábanas revueltas.
Esta mañana, en la Barcaccia, un viejo criado, de acento imposible, de tez blanquísima y aire distinguido, tras entregarle un billete con una invitación a cenar, ha comunicado a Martín el regreso del señor de Welldone. Turbado aún por lo que acaba de pasar, y convencido de que recordará ese momento tanto como dure su vida, Martín se levanta de la cama y se acerca a su dibujo oliéndose las manos. Ahora sí que Platón y Aristóteles avanzan con decisión: si no echan a correr, poco les falta. No hay nada como unos ojos alegres y satisfechos. «Mi padre está en Civitavecchia.» Y Fieramosca siempre vuelve cuando es noche cerrada. Martín enciende de nuevo las velas de la mesa de trabajo y busca en su baúl una indumentaria apropiada para la cena.
Al rato, cuando Martín, vestido como un caballero, repasa su caricatura de La escuela de Atenas y decide que, si no hubiera de mostrarla en unas horas, estaría trabajando en ella durante meses, inmerso hasta la demencia en el tanteo de las líneas, Rosella vuelve del patio con el cesto lleno de naranjas, anuncia la llegada de la noche y, como si nada hubiese sucedido y el juego volviera a empezar, acerca de nuevo su rostro al del ex novicio con el pretexto de ajustar la cinta de su coleta. Martín no puede negar que le gusta ese peculiar desasosiego. Mientras se acerca aún más a Martín, Rosella le mira hasta que consigue que se reaviven los fuegos del joven y hasta los de la Roma que incendiara Nerón. Como Martín abre la boca como un pescado, ríe la menor de los Fieramosca, amaga un beso, despista, enardece, señala una figura en la lámina de la vera Escuela de Atenas y pregunta:
—¿Quién es este viejo?
—Platón…
—¿Y por qué señala hacia arriba? ¿Le está diciendo al de su lado que llueve? —y esa tontería la pronuncia la misma criatura que tiene el diablo en las caderas, la misma cuyo frenesí ha impedido, por cierto, que Martín llevase a cabo, por falta de práctica, lo que se da en llamar retirada in extremis. Pero Martín olvida, porque ha gozado, y contesta:
—No, Platón señala al cielo porque sus escritos hablan del cielo.
—¿Es un abate? ¿Está al servicio de un cardenal? Lleva sotana…
—Ni es abate, ni es. Murió hace mucho. Ese vestido es una túnica…
—No me extraña que haya muerto. Si hablas de las cosas del cielo y no eres cura, seguro que te mueres de hambre.
—Era como un conde…
—Así ya puede ir con el dedo tieso. ¿Y a quién me recuerda? Porque me recuerda mucho a alguien…
—A Leonardo da Vinci. Es su retrato. Raffaello era amigo de Leonardo.
—Ese Leonardo se vende ahora muy bien… Además, casi todo lo que hizo fue dibujo. El signore Ferragosto ha copiado muchos últimamente… —toda una experta en lo suyo, Rosella Fieramosca, que sigue preguntando, quizá porque no se quiera ir nunca de su lado—: ¿Y este otro?
—Aristóteles… Fíjate, Rosella… Como Platón habla del mundo de las ideas, Raffaello lo representa con el dedo que señala el cielo. No es sólo dónde señala, es el dedo. El índice, como una flecha, que da idea de lo invisible. En cambio, Aristóteles señala la tierra con toda la palma. Y la palma abierta representa lo sólido, los cimientos del saber.
Nada comenta Rosella sobre los cimientos del saber y acaricia una figura de la lámina, salta a otra, y a otra, y finalmente dirige la vista a la caricatura de Martín. No tarda mucho en opinar:
—Tú eres tonto…
—¿Por qué?
—¿Otra vez? ¡Te lo he dicho antes! ¡Eres tonto porque dibujas tonterías…! ¿Por qué no haces a las personas parecidas a las personas como il grande Raffaello? Así ganarías muchos escudos y con el tiempo te protegería el mismo gran señor que me protegiera a mí. Y viviríamos mejor que Giulia, poverella…
Martín cierra el puño, porque no tiene palabras que repliquen lo que acaba de oír. Entretanto, y para desviar la atención de oscuros presagios que le acechan de repente, decide que él dibuja lo más hondo del carácter de hombres y mujeres tan bien como il grande Raffaello. Y aún mejor, porque describe aquello que todo hombre y toda mujer se esfuerzan en ocultar. Guste o no, y casi nunca gusta. Martín no idealiza: razona y expone. Y ahora, en su caricatura de La escuela de Atenas ha hecho un símil de confesión. Al librarse de las cadenas y salir de aquella cueva de la que hablara Platón, no mira el reflejo, ni persigue el phantasmata que aniquiló la cordura del padre Teixeira; Martín mira directamente la luz. Y aunque Rafael trazara mejor que nadie los reflejos que veía, no dejaban de ser reflejos. Y aunque las imitaciones de Martín de lo que ve en la luz aún sean torpes y vulgares, es luz lo que dibuja. Bufo, exagerado: esa es la manera en que ya es maestro.
—¿Oso interrumpir alguna escena?
El señor de Welldone, quien ya ha entrado en la casa, serena con un gesto a la sorprendida pareja. El cuerpo del anciano neutraliza toda luz, porque Martín sólo ve los brillos plateados del espadín y una doble hilera de dientes, en excelente estado pese a la venerable edad. Rosella dice que se marcha, se pone toca, sombrero, capa, peinador y guantes, y devuelve con una fría inclinación la exagerada reverencia del señor de Welldone, quien, sin embargo, logra una sonrisa y un prometedor suspiro cuando, a cambio de una naranja de la cesta, ofrece su carroza a la menor de los Fieramosca.
—Con mi cochero, ese ángel llegará antes de que su padre regrese de Civitavecchia… Y la criada ya está esperándola en la puerta… —informa el señor de Welldone, mientras se aproxima a la mesa de trabajo de Martín—: Ahora mismo acabo de pasar por la casa de Benvenuto…
—¿Ha sido beneficioso su viaje a Venecia, señor de Welldone? —pregunta Martín para que Welldone se olvide de situaciones comprometidas.
Como si no tuviera demasiado interés en hablar del asunto veneciano, Welldone pasa revista a la habitación única de esa humilde casa hasta que la vista se detiene en la mesa de trabajo. Sin embargo, como si fuera menester un canje por el dibujo encargado, el inglés se ve obligado a responder:
—¿Venecia, dice? Nunca se pierde el tiempo, Martín de Viloalle.
—Aquí tengo su pedido, señor de Welldone. En verdad, ser uno mismo a través de una habilidad limitada es tarea ardua.
—Y llegan encargos menos abrumadores… —insinúa el de Welldone, mientras simula una tos para que por fin Martín le reciba como debe.
—Excelencia… —apercibido, Martín recoge el tricornio, el abrigo y el espadín de Welldone. No hay la mínima indicación de que vaya a descalzarse los guantes. El señor de Welldone espera, en cambio, a que se le ofrezca asiento:
—Siéntese, excelencia. Y disculpe la descortesía…
—No he podido evitar oír las palabras de esa chiquilla, señor de Viloalle… —informa Welldone, mientras se sienta y busca su lupa—: Pero, si me permite, le diré que ella no es lo que parece, aunque ni siquiera ella sepa eso. El tiempo dirá…
Martín echa un leño al fuego y reagrupa en silencio rescoldos y ceniza.
—Le veo preocupado… ¡Haga suyo el verso de Ausonio, joven! Collige, Martinus, rosas, dum flos novas et nova pubes… ¿Qué puede pasarle? Además, lord Skylark sigue en Florencia, según creo.
—¿Qué quiere decirme, señor de Welldone?
El señor de Welldone se encoge de hombros, mientras pela su naranja con el cortaplumas de Martín, quien se halla desconcertado por la noticia de un vínculo entre Rosella y lord Skylark. Y dolido. Pero aliviado, qué diantre.
—En cualquier caso, señor de Viloalle… —Welldone habla entre masticaciones, mientras señala la cama revuelta—… la ausencia de sangre en las sábanas indica que la flor que usted ha cogido ya no estaba en el rosal de Rosella. En cualquier situación, que la sangre haga lo obligado y no se derrame por ahí es motivo de sosiego. No lo dude.
Desde que naciera hace veinticinco años en el señorío de Viloalle, todos aquellos que han hablado con Martín, ya fuese el niño que iba para jesuita, o ya el novicio prófugo, han pasado por alto cualquier informe sobre la sacrosanta herida virginal. Martín entiende que se le escapa otra de las muchas complicaciones del mundo.
Entretanto, Welldone se ha acercado al dibujo de Martín y, tras un rápido examen, con voz solemne declama:
—«Nadie entre aquí si no es geómetra.»
—¿Disculpe?
—Ese era el lema que campeaba en el frontispicio de la escuela de Atenas, mi buen Martín. ¡Es magnífica su obra! ¡Espléndida! Pero es obvio que deberá explicarme la singularidad de su versión. Eso de autorretratarse en todos y cada uno de los personajes principales no es vanidad, supongo, ni creo que sea sátira tampoco… Aquí hay mucho más, ¿o me desencamino?
Sonríe Martín, y acalorado por el fuego de la chimenea y el elogio del señor de Welldone, inicia una explicación que durará casi toda la noche.