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Ya en el molino, el de Viloalle sube a la vivienda y cruza el umbral del falso recinto donde ya nunca morarán esos campesinos de atrezzo; vidas inverosímiles que hasta ayer se levantaron, calentaron agua y llenaron aguamaniles, se asomaron a las ventanas y vieron mecerse los álamos.

Se impresiona el dibujante ante la pulquérrima disposición de los utensilios de cocina, limpios la chimenea y los fogones, relucientes el cobre y el hierro de cacerolas y sartenes. En un rincón, como en naturaleza muerta, la artesa con cestos de fruta que nadie ha volcado. En general, y a primera vista, el conjunto aún se halla listo para la inspección del marqués de la Rimbombé, o como se llame el parásito que hasta hoy mismo cobrara una renta vitalicia por ejercer de Camarero Real de Aldeas de Novela o cargo semejante. Bien pensado, no son tan falsos esos falsos campesinos, subyugados como los demás a la deforme rueda de lo arbitrario. El asunto es que viven ahí, idea platónica de lo tiranizado y aun así feliz.

Han de pagar por ello.

La tormenta, los cambios de luz del día y la sombra de los tumultos forman en las paredes súbitos destellos y fatales penumbras. Martín quiere ignorar el origen de ese doble ruido laborioso, rítmico, casi cordial: golpe, gemido, golpe, gemido, golpe, largo gemido, golpe, silencio… Silencio, nuevo gemido y golpe y golpe y otro golpe. Lo difícil que resulta matar a una mujer o a un hombre a mazazos, y no digamos a un niño, con esos huesos flexibles y esa piel dura. En todo eso piensa Martín y todo eso le acompaña mientras sube los peldaños que llevan al desván: la comprobación empírica es novedad y en su fuero interno los bárbaros que han saqueado Le Hameau sólo desean medir y verificar la resistencia al mazo de la especie humana.

Han atrancado la portezuela del desván. Martín forcejea, empuja, carga con el hombro en un esfuerzo inútil. Desde luego, no es un ratón lo que corre, tropieza y se desespera al otro lado. Poseído por una agilidad acorde a lo épico de la jornada, el de Viloalle apoya su carpeta junto al muro, se sube a la baranda de hierro, se cuelga de una viga, se columpia, oscila y, reuniendo el empuje de su cuerpo escaso, patea la puerta del desván. Así, la puerta se derrumba y entra en la recámara Martín volando y en tromba. Consecuencia de ello es que no acierte el sartenazo que le propinan: la falsa Elvira esperaba atenta y en guardia a un lado del umbral. Ahora, la doncella aprovecha el momento confuso del dibujante volatinero y huye. Sin suerte, porque da con el tope de la puerta, cae y Martín consigue agarrarle del empeine.

El de Viloalle musita palabras de sosiego, mientras arrastra el pataleo de la joven molinera y recibe golpes de sartén en los nudillos; se yergue, al fin, y con el mismo impulso, salta hasta el marco de la puerta y arranca de las manos de la muchacha aquel arma homicida. Por si la moza se conmueve, muestra Martín las diez falanges sangrantes y como ve que, en lugar de ablandarse, la fierecilla se lanza a sacarle los ojos, la empuja y avisa:

—No te muevas… —Ha sido un susurro que se fingía grito y, de ese modo, sin quererlo, multiplica la amenaza.

La muchacha, enloquecida, duda si tirarse por el ventanuco que da a la noria y al canal. Pero no se atreve y su propio miedo le desespera aún más, mientras los rabiosos ojos verdes buscan otra defensa. Así, y para impaciencia de Martín, la falsa Elvira se hace con un atizador de hierro oxidado que esgrime ante la nariz de su rival. Pero se da cuenta de lo inútil del esfuerzo y corre hacia la esquina del desván para allí acuclillarse. Muy juntas las piernas; los dientes, unas castañuelas.

—¿Cómo te llamas? —pregunta el de Viloalle.

El miedo ha paralizado la garganta de la chica. Llora sin gemidos, hunde la pelirroja melena entre los muslos, como si quisiera ser embrión otra vez, con vocación de hermoso huevo de melena deslumbrante, la uña del pulgar del pie asomando de la media de lana rota; ese dedito que se levanta eréctil como algunas culebras, es la leve, la última señal de defensa.

Martín le saca el atizador de la mano, ella se resigna y recoge el brazo para volver a su ovillada y abatida posición. Con ademán algo libertino, Martín rasga la costura de un hombro del vestido y lo desnuda. La muchacha tiembla y, en el agitarse del temblor, Martín percibe el aroma característico de hembra pelirroja, el mismo olor de aquel hueco de castaño en el lejano pazo de los Viloalle. Esos olores no engañan ni en el más falso de los lugares del mundo. Es un aroma idéntico al de su hermana Elvira.

La muchacha está a punto del desmayo, y tras un sobresalto, y como si aún quedara resistencia posible, se lleva al hombro desnudo la mano contraria y clava las uñas con rabia en la propia piel. Habla claro en el idioma de los cuerpos:

«Antes me mato.» Eso es lo que dice.

Sin dejar resquicio para la huida, Martín mira en todas direcciones. La suerte quiere que repare en una pila de sacos tiznados de blanco sobre un viejo baúl. Cata el polvo y es harina lo que gusta. Aquello es un molino, al fin y al cabo.

—No te muevas —ordena con tono firme en aquel denso silencio que ambos han creado tras el forcejeo.

«Así que he venido de París a buscar pan y harina me he encontrado.» Ese es el pensamiento de Martín, un entreverado de estupidez y vago sentido común que le aborda en el momento más inconveniente.

No piensa más. Coge el saco, lo abre a dentelladas y empieza a volcarlo sobre la muchacha.

Si había algo que ella no esperase, era eso. Como si el asombro le diese nueva fuerza, la muchacha salta y arrebata la harina de las manos de Martín. El dibujante, al verse sin saco, corre hasta la puerta y observa atónito cómo la muchacha, presa de un ataque nervioso y rebozada, da vueltas por el desván convirtiéndolo en boira espesa donde ella misma se pierde y gime de espanto y confusión durante el instante blanco y ciego.

Cuando se empieza a posar el polvo, Martín se halla ante una bruja en edad de merecer. Entonces, un espasmo surge del verde de los ojos femeninos, que se desorbitan y derrotan en dos, cuatro, diez guiños veloces. El rostro desbocado se crispa y amotina, sacude la cabeza como un perro calado en nieve y luego vuelve a un gesto ambiguo entre el temor, la furia y el recelo. Sin percibir el desarreglo facial, el de Viloalle recoge más polvo de las paredes y restriega sus manos en la cara de ella.

La muchacha ladea la cabeza.

—Quieta…

Como si estuviera endemoniada, ella vuelve a sus espasmos de orate.

—¡Estáte quieta, coño…! —exclama Martín en buen español.

El idioma de los cuerpos y de las almas. La entonación de la frase española es una melodía secundaria bajo las palabras y ha logrado que ella comprenda: ese hombre quiere afearla, tiznarla. Hay que hacer más caso, pues, a los gestos manuales, asépticos, del extranjero que de la superlativa prominencia de su bajo vientre, el puñal carnoso que la roza, más empinado ahora que la fe del godo Alarico en el destino vencedor de la barbarie. Un gesto y otro se contradicen, es evidente; pero a la muchacha no le queda más remedio que convencerse de la mejor posibilidad.

Y se calma.

Y al calmarse la chica, Martín entiende que ella ha entendido.

—¿Por qué se halla tan galante el pendón de Vuestra Merced si su digna y única aspiración es socorrerme? —pregunta la molinera en dialecto reservado para falsos aldeanos de novela versallesca.

—Lo cortés no quita lo valiente —Martín traduce como puede, y sin mucha esperanza, el refrán español.

Cesa la disputa. Ella se aquieta y espera a que Martín finalice la singular cosmética.

—¿Cómo te llamas, criatura?

—Roberta… Aunque así sólo me llama mi señora madre. Yo prefiero Héloïse… Su majestad la reina me llamó un día de ese modo y no pude evitar iluminarme de orgullo…

—Pues hoy no es el mejor día para ir pregonando ese honor; Roberta o Héloïse.

—¿Podría el señor dejar de restregarme el rostro, si así os place? De ser, el enmascararme, objeto de su continuo palpar, creo que ni mi propia madre habrá de reconocerme nunca… Y he de hallar a mi familia enseguida. ¿Sería tan amable Vuestra Merced de hacerme la gracia en tan urgente empresa?

Un lenguaje bien extraño, vuelve a pensar Martín. Todo lo contrario del cuerpecillo elocuente. Y la pobre sigue teniendo miedo y urgencia por saber de los suyos.

Sin decirle que, de momento, ha de valerse y preocuparse sólo por ella, Martín coge a Héloïse de un brazo, la lleva hasta la puerta, recoge allí su carpeta y, sólo para sosegarla, informa:

—Soy dibujante, Roberta…

—Hace bien Vuestra Merced… O señor.

—Escucha, Roberta o Héloïse… Tienes que huir. Eso, lo primero. Te llegarás a la verja de palacio y más adelante ya tendrás tiempo de buscar a tu familia. No es la intención de la mayoría, pero están ocurriendo incidentes nada agradables… —todo eso le dice Martín, ya en la cocina, mientras prende una escarapela tricolor en el escote de la joven que se parece a su hermana, a Gretha Alvensleben, a la Altísima sobre la que escribiera Welldone. Martín sabe que está salvando a la forma femenina y perfecta, la sinuosa y lozana figura, la Deidad de los Heridos. Y Ella se retorcerá y expresará la repulsión que le causa; sin embargo, su deber reside en protegerla, porque es Todopoderosa.

—Parezco un espantapájaros… Y usted, señor dibujante, por ahí se anda…

—Pero a ti se te pasa mañana, Roberta o Héloïse… Vamos… Si nos cruzamos con alguien, te sujetas de mi brazo y dices cosas guarras.

—Desconozco ese vocabulario, señor dibujante.

—Pues blasfema un poco.

Roberta-Héloïse, muy digna, sigue negando con la cabeza.

—Está bien… De cruzarnos con alguien gritarás: «¡Nos llevamos al panadero, a la panadera y al aprendiz…!».

Mientras Martín piensa: «Me sigue pareciendo el vivo retrato de Elvira y me está volviendo loco», la muchacha medita y deduce:

—El panadero, la panadera y el aprendiz… ¡Son sus majestades y el delfín…! ¿Pretende usted… señor… que Roberta-Héloïse Marceau, llame a sus serenísimas de ese modo vulgar? ¡Eso sí que es sacrílega blasfemia!

—Tiempo habrá para esas discusiones y otras de más enjundia. Los nuevos tiempos permitirán hablar de cuanto sea necesario. Habrá debate, Héloïse, no lo dudes…

—¿Con la maza en la mano, señor?

No es momento para discusiones políticas. Bajan las escaleras del molino y caminan entre las casas, mientras Héloïse intenta por coquetería o pudor limpiarse la suciedad blanquinegra que impregna su cuerpo pecoso. Esa circunstancia no es óbice para que se estremezca y se abrace a Martín cuando vuelve a oír golpes, estruendos y hasta un disparo que resuena como un tiro de gracia.

Y mira hacia atrás Héloïse y busca en la distancia por los rincones en busca de figuras y sombras familiares. Eso impide que, al contrario que Martín, vea cómo un grupo de rebeldes pasa ante ellos cargando en volandas a otro de los falsos aldeanos. Martín tapa los ojos de Héloïse y ordena en murmullo que grite el lema que le ha enseñado y debe funcionar como salvoconducto:

—¡Es menester que su majestad el panadero, nuestra católica reina la panadera y su alteza el aprendiz de rey nos acompañen si es de su gusto y grado!

No se puede borrar de golpe una educación torcida, piensa Martín, y lanza un guiño vicioso al pasar ante el grupo taimado que les vigila de reojo, ya que esa gente desconfía por norma del bálsamo de la retórica. Por fortuna para la pareja, los bárbaros se hallan interesados en otro asunto de mayor enjundia.

Aún sigue en su árbol el caballo tordo del guardia de corps. Reconoce el olor de Martín y saluda con un relincho.

—¿Sabes montar? —pregunta Martín a Héloïse, mientras se preocupa de que no repare en la escena que se desarrolla a su espalda entre el grupo bestial y el falso aldeano. Porque se oyen golpes, alguien cae sobre la hierba y Héloïse siente apremio de saber.

—¿Sabes montar o no? —pregunta Martín con severa autoridad, mientras toma su barbilla y la obliga a mirarle a los ojos.

Sin contestar a la pregunta, tomada una decisión, es la misma Héloïse quien desata el caballo y lo vira en dirección al Gran Palacio y hacia la vega. La chica se sube las faldas y Martín mira las piernas y las medias de lana caídas hasta que al fin comprende que debe auparla. La eleva con todo su esfuerzo, mientras el lindo pie de la muchacha calza estribo.

—Recuerda, Héloïse… «Nos llevamos al panadero, a la panadera y al aprendiz…» Sin más adorno, ni obligación de trato… Y si puedes fingir voz de borracha, mejor… ¿Has oído alguna vez un tono semejante, una voz beoda?

—En ocasiones, la reina, su majestad serenísima, reducía su serenísimo estado y…

—Estupendo… ¡Vive muchos años! —exclama Martín mientras sacude con la debida firmeza el lomo del caballo y le rechinan los dientes por no poder dar a esa muchacha su dirección en París. Hacerle acudir a la imprenta de Rivette sería atraerla a una ratonera, ya sea por la suspicacia de algunos al ver carne de corte, ya sea por los celos de Emmanuelle.

Héloïse se aleja gritando con verdadera precisión el lema que le acaban de enseñar. Es entonces cuando la amazona, muy consciente de que no ha dejado frío a su salvador, y que este la sigue mirando con una turbadora combinación de misterio —su parecido con Elvira—, deseo —su parecido con Elvira— y orgullo —ha salvado a quien se parecía a Elvira—, detiene el magnífico caballo, y alza la mano para despedirse y sonreír. Sin embargo, algo ve tras la espalda de Martín que la horroriza. Martín, sorprendido, se vuelve un instante y ve como el grupo ha vendado los ojos del falso aldeano y, en una variante de la gallina ciega, le golpean por turnos, mientras uno de ellos se acerca con una pala.

A lo lejos, Héloïse sigue atónita y Martín no tiene más remedio que hacer cualquier gesto posible de disimulo para alejarla de una vez del Agujero de la Perra. Que olvide Le Hameau, la falsa aldea que para esa chiquilla, traicionada por el mundo, ha sido una casa de verdad.

Y por todo lo dicho la sigue mirando cabalgar bajo la fina lluvia, humeando harina, la pobre, hasta que se pierde en la lejanía brumosa. Si pudiera, escribiría a su verdadera hermana Elvira, encerrada en el convento, para decirle: «Estabas en Versalles. Eras joven otra vez. Esta vez te salvé. Y otra vez me separaron de ti…».