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Así, algunos años después del suceso lamentable que aniquiló la vida de un recluta al servicio de Federico, a dos meses a caballo, lo menos, de las aguas del río Neisse, en el lejano reino de España, en la provincia y episcopado de Mondoñedo, el amarillo de las hojas caídas enciende el bosque y los senderos que llevan a remotas aldeas. Para Martín de Viloalle ha concluido un verano de pecado abominable. La edad indiferente comienza, A mayor gloria de Dios.
De cualquier modo, pecador o indiferente, Martín se sigue ahogando en su casa como se ahogaba en Santiago, acorralado allí entre la ratio studiorum y un destino jesuita. Porque durante sus años de colegial, el ahogo ha sido para Martín advertencia de aliento levítico al pasar por puertas con blasón de las que emana un tedio de chismes y rosarios. La condenación y el castigo en cualquier placer: un verso de Ovidio o un suspirar inútil por tobillos que, ya se entrevean en las plazas o sólo se imaginen, le abandonan al temblor de su insignificancia por la contrariedad que originan en su anhelo de saber y de tocar. El orvallo incesante, lento, como prueba de Vigilancia Suprema.
Concluyeron los primeros estudios, ha pasado el verano y, en una semana, Martín de Viloalle dejará el mayorazgo para ingresar en el noviciado de Villagarcía de Campos. Quizá por eso, en el claro del bosque y en ese primer frío que iguala y disuelve en la neblina el humo aromático de una chimenea cercana, a Martín le excita el peligro de que le descubran entregado a lo mal visto. ¿Qué hace ahí un Viloalle? ¿Y qué hace así? Martín se ha mal sentado, mitad por impaciencia, mitad por penitencia, en una estaca clavada por Terminus, la divinidad que tira lindes entre campos. Ese dios pagano no es otro que su padre, el señor, don Gonzalo de Viloalle. La estaca anuncia que don Gonzalo ha dividido un monte para arrendarlo. Pero eso a Martín no le interesa: él sólo busca refugio, tan ajeno como uno pueda mantenerse en aquel sitio y en aquella familia a las disputas de lo mío y de lo tuyo. Cuántas veces no habrá mentido en las últimas semanas al explicar, cuando nadie pregunta nada, que sus retiros se limitan a la devoción.
—Ensayo los gestos de la liturgia… —ha explicado en esos avarientos almuerzos de cocina que degradan la nobleza familiar, sobre el sorber de labios embrutecidos, el rumor de criados que van y vienen de la lareira, esa mirada ajena a todo de sus padres, don Gonzalo y doña Eugenia, y la expresión aún más vacía de unos hermanos perezosos.
La oración y las pruebas sacramentales fueron ciertas antes del oscuro episodio con el ser que el propio Martín ha llamado «el niño que juega con barro»; pero lo cierto es que desde hace unos días se esconde con el objeto de dibujar un castaño centenario y de raíces colosales, que desbrozan y levantan la tierra como patas de una araña que surgiera del Inframundo. Martín practica un oficio de plebeyo con habilidad ascética, imita por mera devoción, aunque no se libre del fervor que envuelve lo oculto y lo vulgar.
No puede negarlo. El porqué dibuja tanto y con ese afán le resulta tan misterioso como la Santísima Trinidad o los cuentos franceses que sabe de oídas. Le atraen impulsos extraños y desconocidas razones. Porque dibuja en secreto y todo lo dibuja. Hechizado por el misterio de la arquitectura, dibuja templos antiguos y rincones de la catedral de Santiago. Fascinado por el milagro de la fisonomía, dibuja caras de profesores y dibuja muchachas perfectas que nunca conocerá. Y dibuja veladas en salones ideales. Y dibuja plantas y rocas y fuentes. Y dibuja caballos, que no le salen. Sobre todo, dibuja a su hermana Elvira entre motivos orientales y la vuelve a dibujar para luego romper lo dibujado y ponerse a dibujar un cordero abierto en canal o ese castaño. El afán viene de un desorden, no hay duda, pero Martín se revuelve y se empeña en no ver mal alguno en lo que hace.