5
El antiguo novicio español, caricaturista y libelista romano y amanuense de un vagabundo con ínfulas, el hermano masón Libertus, cruza la muralla de Hannover, saluda a la guardia pinzándose el sombrero, tantea el camino, respira hondo y cabalga al lugar donde Dimitri ha consumido sus últimas horas. Con la urgencia que ha impuesto la agonía de ese buen hombre, quizá haya olvidado una manta, la silla de campaña o cualquier otra excusa. Le ronda la ilusión de que aún siguen ahí los piadosos feriantes. Hasta hilvana un triste relato («¡Mi padre! ¡Mi pobre padre!») del que enseguida se avergüenza, porque no lleva diez minutos en libertad y ya le tientan los mismos demonios que envilecen al bufón giróvago de absurdos y macabros cascabeles quien, a partir de ahora, sólo será un nombre. ¿Welldone? Ah, Welldone…
Hogueras consumidas y desperdicios salpican el verde pasto. El de Viloalle se sienta bajo el mismo árbol en que ha dormido esa noche. El último trozo de queso se deshace entre los dientes poco a poco, mientras el fantasma de Dimitri prende y seguirá prendiendo las ramas junto a pájaros degollados y nunca fritos y el papel arrugado donde se narra la muerte de Voltaire, tan distinta a la del ruso.
Al cabo de una hora, aún vigila las puertas de la muralla en busca de inspiración. De vez en cuando, mira el palacio que domina la ciudad, examina el ir y venir de soldados con casacas rojas. Deduce que serán ingleses, ya que Hannover e Inglaterra están ligadas por un rey y unos intereses comunes.
«Me estará echando de menos…» es la ofrenda única de su iniciativa. Ya mejoraré, se anima, al recoger una nuez.
Se atraganta Martín con el último pedazo de alimento cuando Welldone sale de la ciudad. Tras el farsante a caballo, un mulo carga con el guardarropa siempre alquilado y jamás devuelto, y el baúl lleno de enigmas que nunca fascinarán a las cortes de Europa. Al señor de Welldone lo acompaña un jinete a quien la dorada casaca, el tricornio con ribetes y el cúmulo de reverencias que recibe hacen suponer personaje principal del Electorado. Tras ellos, el arriero de todos los caminos, sin pasado ni futuro, conduce su carreta. De ella sobresalen unos pies que oscilan en constante saludo, y son los de Dimitri, cuyo esbozo biográfico ha causado a Martín un serio temblor.
El jinete desconocido entrega a Welldone un documento lacrado, se descubre, se lleva el sombrero al pecho tres veces, mientras su caballo amaga un caracoleo. Welldone duplica el saludo y quiere meter espuela de galope. No hay modo: pese a los honores que le han rendido, si honores son, la nueva montura de Welldone es otro penco que tardará horas en doblar la curva. Entretanto, el desconocido vuelve a la ciudad a medio trote y, a su paso, se renuevan servilismos y reverencias. El carro que transporta el cadáver de Dimitri se desvía hacia un cementerio. Es entonces cuando un nuevo Martín, más ágil, calza estribo y monta de un brinco. Desea testificar el final del hombre a quien no ha llorado lo que merecía por miedo a convertirse en su relevo.
La ceremonia es miserable. Los enterradores meten el cadáver en un saco al que dan cuatro puntadas de cordel y lo arrojan a la fosa común sobre los muertos de la noche anterior. Cinco, nada menos. Un capellán se persigna a toda prisa y bendice como quien bendice un buey. Muertos sobre muertos sobre muertos… Tras escupirse las manos, uno de los enterradores hunde una pala en un barril y vierte cal en el hoyo. El criado que se ha estado rascando el sobaco durante las oraciones entrega un dinero al servicio funerario. Se quejan los enterradores y el criado explica que no añadirá una onza, aquel era el trato.
Martín decide volver a Hannover, porque hay feria y él es, al cabo, dibujante de calleja y plaza pública. También le atrae la invitadora sonrisa de la muchacha de El Ciervo Azul. Está escrito el morir, no hay duda. Pues que muera uno bien harto de gozosas embestidas.
Los comerciantes, subidos a sus carros en las plazas de Hannover, venden tejidos que sin duda desconocen las innovaciones alquímicas del señor de Welldone. En jaulas de madera, las gallinas se agitan y chillan cochinos. Los confiteros alaban sus dulces en alta voz, hacen acrobacias los acróbatas y tragan fuego los tragafuegos. Entre dos filas de niños hechizados, un halcón vuela a ras desde el puño de un cetrero al de su oponente en otro extremo de la plaza. Bajo las arcadas de madera, música de chirimías, bajones, bombardas y engalanadas mujeres que bailan unas con otras. Martín se decide a instalar su pequeño estudio ante un muro con las tejas caídas. Patea, pues, sin miramientos al anterior inquilino: un lebrel que recuesta su afilado hocico en un canasto. Al doblar el muro, encaramado en una tarima, mostrando apenas la espalda, un charlatán vende elixir de la eterna juventud. Nada innova el elixir y mucho la caricatura. No será competencia el charlatán.
Mientras extiende la cuerda donde exhibirá sus obras, y oye la perorata del que sin duda es italiano del sur por acento, Martín sufre un acceso de añoranza. Y no es sólo el recuerdo de la Piazza di Spagna, sino también, y eso ya preocupa, el elixir le trae a la memoria al capitán Idiáquez, el mismo que le contara la historia de un antepasado que partió con Juan Ponce de León para hallar la fuente de la eterna juventud y sólo encontró una tierra pantanosa, infestada de mosquitos a la que tuvieron el buen humor de llamar La Florida. El motivo de aquel viaje, según confesión o invención del difunto Idiáquez, fue un «algo nuevo que mirar». Es decir, el tedio. Y ese «algo nuevo que mirar», aunque sea «un mirar lo de siempre que hay feria», es el motivo de que hannoverianos y forasteros se apiñen frente a la tarima donde el obeso charlatán, cuya casaca reventará por las costuras, vende frascos de colores diversos, y vende fortaleza, vende hermosura y larga vida. Es necesario, aconseja, tomar a sorbitos su líquido, no milagroso, sino estudiada y empíricamente acorde con la filosofía natural o Scientia Nova, para así rejuvenecer poco a poco, ya que se ha dado el sucedido de la doncella de cámara de una buena amiga del charlatán, un linaje cuyo nombre está vedado pronunciar, que se bebió el frasco entero al descubrirlo en el boudoir de su ama. Cuando la señora duquesa de B. entró en sus aposentos y vio a una criatura de apenas un año gateando por la alfombra no supo el modo en que había llegado a su alcoba. Los inteligentes vecinos de Hannover habrán deducido lo que ocurrió. Como el silencio proclama que los vecinos de Hannover nada deducen, el charlatán explica que la doncella de cámara y la criatura eran la misma persona. Ahora sí, ahora sí… Y todos aplauden y se asombran de las patrañas del sinvergüenza.
Y el sinvergüenza visto de espaldas, con su peluca desmañada y el perfil de los carrillos empolvados de blanco, es el primer dibujo de Martín. La astucia del caricaturista veterano resalta las caras de los mirones sin abusar de la simpleza de gesto, de lo boquiabierto. Y ahí se acerca el júbilo de la plebe que mira el propio rostro en el cordel. El charlatán se ve abandonado por un público que quizá no resultará veloz en lo de comprender historias, pero es sensato cuando llega el momento de rascarse la bolsa. En cambio, ese otro italiano, el dibujante, merece unas monedas por las caricaturas que esa noche divertirán a la familia cuando se halle junto al hogar, y el hogar chisporrotee.
Martín prende de la cuerda un dibujo tras otro y siente fluir por sus venas un río de goce. Ahora lo ve: han sido seis años de aborrecer el dibujo porque se aborrecía a sí mismo. Pero ha vuelto a lo suyo con trazos que, por quererlo todo, no acaban de conseguir vigor y entereza, y le salen algo extraños, indecisos. Pero mejora a medida que en el papel se suceden un secretario del ayuntamiento y dos de sus hijos, un pastor y su oveja predilecta, un oficial inglés y una venerable dama junto a sus nietas de mejilla rosácea.
Cae la tarde y sigue charlando para nadie el charlatán sobre sus visiones y los antiguos secretos de los egipcios. Y a Martín no le queda más remedio que oír las maravillas y prodigios de Toth o Hermes Trimegisto, de los siete pilares de la sabiduría y de la transmisión de la quintaesencia a una minoría de privilegiados, el charlatán inclusive, cuando su mirada escéptica repara en una mujer muy hermosa. Esa belleza pide que la retrate con un ceceo encantador y de familiar acento.
—¿Fiel o exagerado? —pregunta Martín, y halaga—: Porque idealizado no puede ser. En su caso, señora, es imposible mejorar la obra de Naturaleza.
La dama ríe, mientras su abanico revolotea y mueve los rubios rizos, parpadean sus magníficos ojos claros y su nariz respingona aletea, ansiosa de algo, a saber… Martín la mira como hombre, pero también como inminente retratista, y sofrena cierto picor cuando decide cómo plasmar las cejas, algo tupidas, y la boca, demasiado grande, que desvían el rostro de la dama de la perfección absoluta, pero no de un garbo lascivo y, en lo lascivo, supremo. Esa hermosura se merece un buen retrato, que Martín espera cobrar, y muy bien, por mucho que la coqueta exhiba su picardía más refinada. También hay una dureza escondida en esa mujer, la está viendo. Y espera dibujarla. Sin embargo, aún no ha rozado el papel la punta del lápiz, cuando desde la tarima llega una voz de trueno:
—¡Serafina! Vieni qua!
—Ah, Giuseppe! Va via! Mangiatartaruga!
¡La música del insulto! ¡Esa mujer es romana de pies a cabeza! Y luce demasiado esa belleza para que el de Viloalle no retenga una vieja historia de patio o de café en aquella Roma donde nada era secreto. De cualquier modo, sorprende que sea la mujer de aquel grandullón al que los ciudadanos de Hannover corresponden con dura ingratitud. Les revela las más arcanas filosofías, les brinda juventud eterna y no adquieren un solo frasco de elixir.
—¿Acaso es romana la señora? —Martín busca la entonación y se rinde: ha olvidado la melodía de aquel dialecto.
—Del Trastevere… —responde ella, algo sorprendida y, desde luego, cauta.
Abre la boca Martín para explicar que él era travertino de adopción y qué felicidad la de encontrar a una paisana cuando el «¡Serafina!» atruena de nuevo en el aire y, esta vez, la mujer, con un leve mover la grupa, se esfuma entre la curiosidad enervada de quienes simulan mirar dibujos cuando babean ante la forastera. ¿Le compran algo? ¿Sí o no? Pues hasta la vista, señores. Es el momento de volver a El Ciervo Azul y encontrar alojamiento y comida.
Al sentirse menos abrumado por la conciencia, olvida su dignidad a la hora de confesar al hostelero su relación con el hombre («¡Mi padre! ¡Mi pobre padre!») que esa misma mañana ha muerto sobre la mesa de banquetes. Tras el posadero, que asegura hacerle un gran favor acomodándole por un precio astronómico en los establos con otros veinte infelices, se halla de nuevo la alegre moza que, ahora cae en la cuenta, será hija, sobrina o amante de aquel sacacuartos.
Sin embargo, para su júbilo, cuando se encamina a un pilón comunitario para asearse, la mocita le llama desde la puerta de la cocina:
—Frieda… —le dice ella a Martín, y quizá ese sea su nombre.
—Martino… —en italiano, Martín de Viloalle parece otro, más osado.
El alemán de aquel lugar es muy difícil, pero los francmasones no son los únicos que saben de señas. Aquella chiquilla les gana en mucho, como ahora se verá. Porque, de los gestos de Frieda, Martín deduce lo que sigue:
Primero: el lavadero es fuente común de enfermedades. Segundo: las ratas se bañan allí tan despreocupadas como María Antonieta en el lago del Pequeño Trianón. Tercero: los viajeros que duermen en las cuadras son más animales que los animales que allí moran. Cuarto: en lo más alto de la escalera que se halla junto a la cocina hay un altillo donde, tras la puerta con una muesca azul en la cerradura, Frieda tiene un camastro para ella sola. Quinto: una vez preparada la cena, Frieda se retira. Sexto: junto al camastro, una tina con agua limpia y clara está esperando al apuesto caballero italiano. Séptimo: ¿que a qué italiano? Pues a usted. Octavo: El Ciervo Azul no se llama así por capricho; esa cediza materia es la misma que rebosa los platos: carne azul de ciervo, muerto de pura senectud. Noveno: Herr Martino no tiene más remedio que fingir que cena y simular más tarde que se encamina a los establos. Pero no será allí donde le anhelen.
Ahí, Frieda sonríe y Martín se ciega. En las mesas de la posada, el bullicio de siempre. Los prusianos que, sedientos de guerra, han venido a engancharse en la bandera de Inglaterra para luchar contra las Trece Colonias americanas, insultan con cánticos a los bávaros de otra. Las camareras, y Frieda no es ninguna de ellas, esquivan pellizcos y, en sus regates, el vino y la cerveza desbordan las jarras, y los líquidos festivos se derraman sobre las pelucas de los señores y la cara de los tunantes. Todos hemos vivido escenas así. Pero en ninguna de ellas se verá un reservado donde cena en silencio una pareja formada por la mujer más bella y el hombre más huraño que la mente pueda concebir.
Ella es la hermosa Serafina, claro. Y el huraño Giuseppe, el charlatán cuyo acento sureño y sus relatos de egipcios ha oído durante horas. Al lavarse la cara de espeso maquillaje blanco, la identidad del esotérico se revela: es el francmasón que estuvo adulando al cortesano de Federico de Prusia hace una semana —¡y parece un siglo!— en Brandenburgo. El mismo siciliano de cuya ajada indumentaria y ocupación feriante se deduce sin esfuerzo una pésima temporada.
Pero es un hermano. Y su mujer quita el aliento. Además, que se distinga con el feo nombre de Serafina hace menos temible su belleza.
Martín, a quien el vino áspero infunde bravura, tiene una idea. Si no recibe compensación, al menos se divertirá. Saca lápiz y papel, limpia la mesa como puede y empieza a dibujar. Ahora los trazos son francos: Martín se deja de titubeos y empuña con brío los gestos, los rasgos, las dimensiones, las verrugas del siciliano. Concluido el dibujo, llama la atención de la pareja. Él le mira como se miran las diarias secreciones: con asco y fruncido ceño de augur. Martín se frota el lóbulo de la oreja izquierda con los dedos de la mano derecha. El siciliano ni le recuerda, ni quiere recordarle; así que deja de mirar en su dirección. En cambio, la tal Serafina sonríe. Basta y sobra. Martín se acerca al reservado y se inclina ante el charlatán:
—Soy un extranjero que va al Oeste y busca aquello que se perdió.
Ahora, según las normas masónicas de reconocimiento, el siciliano debería preguntarle: «¿De dónde viene Vuestra Merced?». Pero, sin dejar de masticar, el siciliano alza la mirada de quien plantará hogueras y arrojará en ellas a los niños:
—¿Y a mí qué me importa?
A Martín le azora menos la grosería de ese masón renegado que las aéreas pestañas de Serafina. Porque la bella renueva el devaneo con el forastero que va al Oeste. Anima a Martín, y a Martín, en su primer día de libertad, se le acumula el trabajo. Es fabuloso. Por ello, responde como si, en justicia a la norma, la pregunta «¿De dónde viene Vuestra Merced?» se hubiese formulado:
—Vengo del Este…
Silencio. Masticación. Silencio más elocuente y los ojos de Serafina lanzan un mensaje de fatalidad. Nadie la moverá de su Giuseppe, insinúa ahora, la muy voluble. «Que os parta a los dos el mismo rayo», piensa Martín. Entrega el dibujo, mientras anuncia:
—Señor, soy dibujante y me gustaría que aceptara este humilde retrato de Vuestra Merced y de su hija.
La peculiar, ahogada y muy femenina risa de quien se burla del marido indica al de Viloalle que, cuando quiere, puede.
Una mano enorme y peluda coge el papel y lo mira: ella luce en todo su esplendor y él aparece como un diablo gordo y envejecido bajo el lema «Para el futuro amo del mundo». El comentario al dibujo es hacerlo trizas.
—Os comprendo muy bien, caballero. Habéis vendido tantas palabras esta tarde, y a tan bajo precio, que no os queda ni una.
Sin mirar a la dama, por si acaso, Martín se mezcla en el alboroto festivo de borrachos que, a empujones, le devuelven a su banco. Como debe esperar a que el posadero se despiste, Martín sigue estudiando con descaro a la pareja italiana.
Serafina se cubre con un velo por orden del intratable oso de feria quien, según concluye Martín a buenas horas y a buen recaudo, es corpulento, pero no alberga más fuerza que furia. Y sobre amargado, celoso: no le faltan razones. El de Viloalle advierte un rasgo que no es particular de aquel hombre, sino común a una vida de estafa cuyos hábitos se rigen por la idea de que cuenta la fe, no el dios. Cualquier creencia es buena si se sabe vender: la piedra filosofal, un imperio, la necesidad de pertenecer a una camarilla milenaria de sabios, la eterna juventud, el vigor amoroso, la diversión sin fin, el Más Allá… Esos mercaderes de la flaqueza venden fe a los desdichados cuya desdicha refulge y tintinea. Pero tal comercio, aunque guarda la sólida garantía de siglos de estupidez, es de un valor imponderable, y a veces nadie compra, o compra a muy bajo precio. Y cuando no se pertenece a una fe consagrada —la corte o la Iglesia—, se ve uno en los caminos otra vez, multiplicado el desdén por todo. Con los años, es dominante el espejismo de sentirse alguien superior porque una vez se engañó a un desventurado, quien se vuelve cifra de la humanidad toda. Al siciliano no le queda mucho para llegar a Welldone.
Unos suabos informan a voces que van a la cama, se dirigen a la escalera junto a las cocinas y pasan ante Martín. Con el auxilio de su baja estatura, Martín se une a ellos y sube los peldaños en montón. Deja al grupo en el pasillo, se encarama por una escalera de hierro, asoma a una mansarda con tres puertas y descubre una muesca de polvo azul en una de las cerraduras. Los nudillos tocan madera y Frieda aparece en camisa de dormir. Tras ella, un camastro y una tina humeante. Ahí chapotea Martín cuanto quiere y, mitad por el cansancio que impide entender ese alemán, mitad por fascinar a esa nueva amiga que le frota la espalda, dibuja un castillo y explica que es suyo. Y dibuja una suntuosa cama con dosel y, en ella, a unas gemelas de Frieda, o a una sola Frieda en varias posiciones. Al observar con atención aquellos rasgos vulgares, cierta gravedad en su blanco volumen, Martín descubre un vientre algo abultado y conjetura que la moza sólo acepta pasajeros cuando va cargada. Lo que aún no deduce, porque se ha trastornado hasta la imbecilidad tras largo celibato, es que si Frieda sólo acepta pasajeros cuando va cargada, a fuerza habrá alguien por ahí que espere un retoño con cierta semejanza a su persona.
Entretanto, a Frieda le domina la lujuria. Deshecha del camisón, y revolcándose con inquieta voluptuosidad de gata, suplica primero y luego exige una compensación por verse empujada a tan doloroso celo. Y Martín recompensa y es recompensado. Esa ranura es la auténtica posada de los errantes.
Por una vez, la decencia del lenguaje moderno admite que, en aras del saber, se establezca una comparación de interés científico. A diferencia de Rosella Fieramosca, que hablaba por los codos y ronroneaba en la cama, Frieda habla poco y aúlla mucho, al propio tiempo que, entusiasmado con su primitiva actividad, Martín fantasea con la rubia Serafina. Ese, llamémosle, ejercicio espiritual impide reparar en que el gemido operístico de la hembra resuena en el mundo material y de qué modo.
Por ello, y demasiado pronto, los chillidos de la teutona se ven sofocados por voces tempestuosas, aunque de otra índole. Varios hombros golpean una puerta que ya se desencaja y enseguida cederá. Con gesto de pánico, la oronda Frieda señala la ventana. Martín coge su ropa con urgencia y se medio viste por los tejados, mientras oye nuevos gritos, y no son de gozo esta vez. Cuando al fin regresa a la Madre Tierra, no ha caminado un paso Martín y le detiene una patrulla de vigilancia. Le llevan ante el alguacil y, frente a la evidencia, alega ser hombre de honor, un caballero que no puede desvelar en modo alguno los encadenados sucesos que le han llevado a tal situación. El alguacil hace sus deducciones y concluye, atusándose el bigote, que Frieda es una leyenda en los territorios de la antigua Liga Hanseática. Como la cara de ese hombre es la de una ciruela pasa, Martín teme como nunca el mal francés y, a buenas horas, se dice: «Detengo, concluyo y reniego para siempre de esa faceta de mi vida».
El alguacil manifiesta caridad, pero aduce que también él debe recibir la necesaria comprensión. Frieda no deja de ser la cuñada del muy honorable propietario de El Ciervo Azul, cuyo hermano menor, el marido de la viciosa, es sargento del ejército del rey Jorge y ahora se halla pegando tiros por las Trece Colonias. Por otro lado, quien se llama a sí mismo conde de Viloalle es un foráneo sin documento que avale su identidad, o cualquier rasgo de nobleza, tales como séquito, carroza, calzones o calzado. A eso se añade que, a diferencia de la mayoría de condes, el de Viloalle ha sido visto dibujando monos esa misma tarde en la Marktkirche. Y hablando de plazas, el que se llama a sí mismo conde de Viloalle estará de acuerdo en que una feria de Hannover, sin patíbulo, no es feria de Hannover. Sin embargo, dado que sólo en la última noche se han registrado cinco asesinatos, el alguacil está seguro de que, concluidos esos días de comercio y jolgorio, habrá más de cincuenta duelos y unos cien apuñalamientos. Todo ello volvería injusto, en verdad cruel, que fuera un pobre libertino, y un libertino desorientado, por más señas, quien subiese a la horca. El alguacil está seguro de que alguien tendrá mucho gusto en conocer a Martín. Y se refiere a los reclutadores de Jorge, rey de Inglaterra y Hannover, que andan a la busca de bravos soldados que se enfrenten a los rebeldes de ultramar. Sería verdadera mala suerte que allá, en América, el llamado conde de Viloalle quedara bajo el mando del marido de Frieda. El alguacil recomienda, pues, que no se jacte demasiado de sus hazañas venéreas.