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Tras la boda y las turbaciones, por imponerse penitencia, Martín se adentra en el bosque cuando llega la tarde y avanza en las prácticas litúrgicas. Pero esos ensayos se ven afectados por la indeseada compañía del bobo que se parece a él. Quizá alguna tarea que sepa realizar ocupa sus mañanas; sin embargo, a primera hora de la tarde, da igual donde Martín se esconda, el alegre tonto husmea por el bosque hasta dar con la perfección de su imagen. Al tenerlo cerca, Martín ve que es un niño de nueve o diez años. Le ha preguntado su nombre y de aquella boca sólo ha salido un gemido espantoso y un hilo de baba. Cuando sigue con los ensayos y presenta el cáliz al fingido altar, o cuando ordena arrodillarse, el tonto no obedece como un feligrés, sino que imita como un borracho. Martín pronuncia los latines con tono claro y enfático para oír enseguida a su espalda unos gorgoteos que son ardua parodia. Martín se vuelve para gritarle, pero cualquier enojo queda invalidado por la entrega absoluta que emana del tonto genuflexo.
Al cabo de unas tardes, sólo la disipación de la voluntad consigue que en el inminente novicio madure una turbia fantasía: esa naturaleza deforme ha intuido lo que el Génesis señala: «Y dijo Dios: hagamos el hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza». Y el pensamiento de Martín continúa. Si nadie ha enseñado a ese pobrecito lo que no puede aprender, con su conducta muestra lo seguro, las escrituras son sagradas. Y en la perfección respecto a su imagen errónea, en la semejanza, en el propio Martín, ve ese monstruo al Altísimo.
Al caer la tarde, y con la tarde la melancolía, Martín cierra su libro, se sienta en una roca y se hunde en la duda que no osa pensar siquiera, y sólo halla expresión en gestos leves. Martín coge un palo del suelo y escribe en el fango: Ad majorem Dei gloriam. A mayor gloria de Dios: el lema de la orden en la que transcurrirá su vida. El bobo se acerca, se acuclilla, observa estupefacto el milagro de crear signos en el barro, abre la boca, babea. Y Martín piensa que si el tonto sabe que esas marcas son signos, los signos son también obra de Dios.
—Ad majorem Dei gloriam… —dice Martín, y el bobo, con una audacia fenomenal, acerca su cara repugnante y mira en la boca de Martín, husmea el origen de las palabras—. Anda, largo… —le dice Martín, mientras evita darle un manotazo, y el bobo, gozoso en la plenitud de su ser, trisca monte abajo con los brazos alzados, la mirada atravesando el follaje hacia la última luz, rugidos de exaltación al cielo oscurecido. Y al de Viloalle no le queda otra que reír.
Pero la vanidad tiene tantas vueltas como el Tiempo y, si tras la vergüenza, Martín llega a encontrarle gracia a las pantomimas del bobo, percibe enseguida que más allá de las genuflexiones y del estremecido unir de manos, de la hermética cháchara del engendro, no hay prestigio, sólo ridículo. El bobo ve su imagen perfecta en el pequeño Viloalle, mientras le enseña una verdad desnuda: cualquier esfuerzo de Martín sólo es y será derramada saliva de un imbécil. Martín es la imagen del engendro y no al revés: es Martín el que confunde los latines, el que se ensucia el calzón y las medias con sus remedos de liturgia. Martín se encamina hacia el mismo destino que su gemelo Felipe, pero por un camino más cruel: una larga galería de espejos que le devuelven su figura como la de un bobo; un vía crucis inaguantable para aquel que lo descubra y no cumpla santas cualidades. Polvo eres y serás polvo, y entretanto el espejo de Naturaleza mostrará tu insignificante condición.
Ese hallazgo abruma. Hiere averiguar que la calidad del pensamiento se inclina por esa dolorosa y rotunda exigencia y no toma caminos más llevaderos. En compañía del bobo, los atardeceres no son felicidad por haber sido creado, son atardeceres de un muerto. Y le domina la idea de que él es Felipe, o al menos es también Felipe. Y la envidia de Felipe maneja y descubre a todas horas y en todo la inmundicia terrenal, sus luchas y avaricias, sus pecados de la carne, su incesto, los caminos que no puede ni debe tomar. Valle de lágrimas: no hay más mundo que el lento regreso de las vacas al establo bajo el primer lucero. A través de lo que se empeña en imaginar cómo tiempo, Martín rezará, creerá entender, aconsejará, dará y recibirá tan sólo porque un designio familiar decidió que sería jesuita para fastidiar al obispo, y él se ha educado en amurallar de vocación tal capricho. Y aunque Gonzalito no vuelva, y su padre le requiera, Martín se obligará a otras decisiones más altas. Cuando llegue la vejez, quizá olvide que siempre ha estado muerto, tan muerto como su gemelo muerto. Y cuando se reúna con él, Felipe le mostrará una pared mágica, y en esa pared verá el bosque donde Martín hace que da misa y, de rodillas, el bobo ronronea o brama, en pleno éxtasis. Y el gemelo Felipe dirá:
—¿Lo has visto? ¿Lo ves mejor ahora? Pues evítalo.
Y Martín lo evita.
La piedra golpea de lleno la inmensa cabeza del bobo, que no se inmuta, tan elevado es su arrebato. Martín, poseído de la muerte de su gemelo, de su propia muerte, quiere que el tonto conozca el desorden y el horror. La ira de ese dios que se ha inventado. Ese Martín que es uno y trino: él mismo, su gemelo Felipe y el destino fatal de ambos.
La piedra sigue golpeando y la expresión del rostro de aquel deforme encogerá el corazón de Martín para siempre. Porque no sigue la expresión del tonto los hábitos que llevan del éxtasis al desengaño y al terror, sino que recibe el castigo de buen grado. El sudor ensangrentado fosforece con calidad marmórea en el crepúsculo; absorbe y genera nueva luz. Empieza el bobo a mostrar las encías descarnadas, a cada pedrada la sonrisa destella, más humana al fin que el gesto frenético de su dios.
El dios envidioso sólo se detiene cuando el bobo se derrumba como un árbol, la enorme jeta aplastada contra el suelo. A Martín le parece que todo el monte retumba con la caída. Dominado por el espanto ante su maldad, diluidos en violencia los pensamientos más tristes y los más feroces, seguro ya de que él, Martín, no está muerto, de que las malas obras causan remordimiento y miedo, y que ese miedo es el cimiento de toda vida, Martín echa a correr por las veredas, abandona al tonto en mitad del bosque.
Cuando vuelve al día siguiente, Martín no ve más que un rastro de sangre, hojas aplastadas y el intento del bobo de trazar unas líneas en el barro, de jugar con barro. Algo que, si no aspirase a la indiferencia, Martín podría interpretar como signo de amistad o de perdón. Desde entonces Martín ve esos signos absurdos en la tierra cada vez que vuelve junto al castaño, oye a veces el súbito moverse del follaje y su piel se eriza al sentir la presencia del niño que juega con barro. Y esa piel que ansía la indiferencia, pero se eriza, es única. Y, por ser única y erizarse, es mortal.